Hoy nos encontramos con la inteligencia artificial hasta en la sopa. Todos estamos asombrados por su potencial y quizás exageramos un poco con su magia. La IA no es una especie de genio de la lámpara o una panacea capaz de resolver todos nuestros problemas por sí sola. Es una herramienta, una técnica, que aún necesita (y así será durante mucho tiempo, probablemente para siempre) el trabajo de los seres humanos para funcionar.
Robots que aprenden y se vuelven más ‘inteligentes’, coches que eligen de forma independiente qué dirección tomar, cuándo detenerse, dónde estacionar. Todo gracias a la IA, una entidad capaz de aumentar su conocimiento a medida que se usa, para resolver problemas cada vez más nuevos y complejos. Una maravilla.
La realidad, sin embargo, es que los algoritmos de aprendizaje automático necesitan retroalimentación constante para comprender mejor las señales que reciben. Las caras, los ruidos, las expresiones, los lugares se deben etiquetar y luego introducir en el sistema. Cuanto menor sea el tiempo de respuesta permitido entre la señal y la reacción, más difícil será la comunicación gestionada por la máquina. Por esto la IA sigue necesitando un gran número de personas que le expliquen que un gato es un gato.
Este trabajo es realizado por los llamados ‘etiquetadores’, labelers, en inglés. Personal humano indispensable para la evolución de la tecnología, pero cuya vida es tan sombría que algunos comentaristas han comenzado a llamarles los «nuevos aparceros» de Silicon Valley. Los aparceros, por cierto, eran los campesinos que cultivaban las tierras de los terratenientes, y les aseguraban sus rentas, en el sistema feudal.
Los etiquetadores de la IA
Los trabajadores empleados en el etiquetado, es decir, en la actividad de nombrar conceptos y cosas, pertenecen a un tipo de subclase que se ha desarrollado en paralelo con la revolución de la IA. Se trata de miles de empleados de baja remuneración que tienen la tarea de catalogar millones de pequeñas piezas de imágenes y datos. Todo esto para alimentar al algoritmo de machine learning que está en la base de la inteligencia artificial.
Este trabajo potencialmente nunca cesa, porque el aprendizaje automático no tiene límites definidos. Tiene que ser previo y seguir durante toda la vida del sistema. Sin embargo, no es algo muy valorado, porque casi todos le damos más importancia al aspecto visual de programas y aplicaciones o a la programación. Es un trabajo menos considerado también porque requiere un escaso grado de especialización y menos complejidad técnica. Pero es fundamental, además de muy agotador.
Por supuesto, también es un gran negocio. Según un estudio realizado por Cognilytica, el labeling podría pasar de un valor actual de 150 millones a más de 1.000 millones de dólares para finales de 2023. Para abaratar los costes, muchas empresas recurren a la externalización. El CEO de Alegion, una plataforma de crowdfunding con sede en Texas, explica a la revista ‘Spectrum’ que sus etiquetadores trabajan en el extranjero. Y su sueldo es de entre tres y seis dólares por hora. También tiene un programa dedicado a veteranos discapacitados.
Mal pagados y explotados
Para algunos, este sector podría representar una oportunidad para el desarrollo de áreas rurales. Lugares donde los trabajadores tienden a ser menos especializados y corren el riesgo de perder sus empleos por la propia inteligencia artificial. La BBC ha contado el caso de los trabajadores kenianos que preparan la información necesaria para la IA occidental. India es otro mercado importante para los etiquetadores. Desde las camisetas y los balones de fútbol a los microprocesadores y los datos, la relación entre el primer y los otros mundos sigue siendo «the same old story».
Si los moderadores de Facebook están sometidos a un enorme estrés psicológico, para los etiquetadores la situación es parecida a la línea de montaje fordista. También son ‘invisibles’, pero el suyo es un trabajo aún más aburrido y repetitivo. Y muy mal pagado. Consiste en pasar todo el día frente a un ordenador. Subrayando, por ejemplo, las señales de tráfico presentes en fotografías tomadas por vehículos autónomos. Una hora de grabación, para ser etiquetada, puede llevar hasta 800 horas de trabajo.
Por estas condiciones que recuerdan a la agricultura feudal, sociólogos y economistas se están interesando en el destino de los etiquetadores. Consideran que son un paradigma de las peores consecuencias de la globalización. Las compañías estadounidenses que utilizan estos trabajadores dicen pagar entre siete y 15 dólares por hora. Pero en Asia o África la paga baja hasta los dos dólares la hora. Sin el etiquetado humano, la inteligencia artificial seguiría siendo artificial, pero dejaría de ser inteligente. Sin embargo, por ahora solo los grandes inversores en América del Norte, Europa y China se están beneficiando de ello.
Mejor que no aprendan mucho
Uno de los argumentos más utilizados para justificar este estado de patente explotación es que así se crean empleos que no existían antes. Lo cual es el mismo argumento usado por los campeones de la sharing economy y cuya falacia ya se ha demostrado. Los taxistas y los que alquilan habitaciones siempre han existido. Simplemente ahora una parte del trabajo en negro ha sido ‘regularizada’. Pero, sobre todo, se ha creado una pirámide salarial que pocas veces ha sido tan estrecha a lo largo de la historia. Enormes beneficios de una élite de multimillonarios conviven con condiciones de trabajo cada vez peores para millones de personas que, sin embargo, son las que hacen posible la existencia del sistema.
Por esta misma razón, los gigantes tecnológicos intentan que las tareas de los etiquetadores sean lo más repetitivas posible. De esta manera, evitan que los trabajadores lleguen a pretender aumentos salariales. Además, así aprovechan una enorme cantera de mano de obra. Siempre disponible, a corto plazo y sin ninguna calificación. Cuanto más baja sea la especialización requerida, mayor será la cantidad de trabajadores a los que recurrir. Mano de obra barata que produce enormes beneficios para muy pocos. Aquí tampoco hay nada nuevo, desde la Edad Media hasta la Revolución Digital.
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