Si no hay oportunidades, buscamos un nuevo lugar. Si no podemos sobrevivir, migramos. Así nos comportamos los seres humanos, y así se comportan el resto de seres vivos en el planeta.
El clima de la Tierra no es estable. A lo largo de la historia ha experimentado grandes cambios. La biodiversidad ha ido asimilando los cambios como ha podido, conquistando nuevos espacios y adaptándose a través de las herramientas de la evolución. Pero en los últimos 100 años, el ritmo de los cambios se ha acelerado.
La actividad humana ha provocado que las temperaturas hayan ascendido en el último siglo diez veces más rápido que en los últimos 800.000 años de historia terrestre. Como consecuencia, el número de especies migrantes de animales y vegetales también ha aumentado. Y, como sucede con los seres humanos, los recién llegados no siempre han sido bienvenidos.
¿Especies invasoras?
La presencia de un nuevo mosquito capaz de transmitir el dengue. La avispa asiática o velutina que ha conquistado el norte de la Península. O las cotorras que se han adueñado de las ciudades expulsando a buena parte de los gorriones. Cuando pensamos en especies invasoras, estos seres vivos toman forma rápidamente en nuestra cabeza. Sin embargo, no todas las especies no nativas pueden ser consideradas invasoras.
Tradicionalmente se ha definido como invasora toda aquella especie no autóctona que muestra una gran capacidad de adaptación al entorno, se asienta y se vuelve abundante, causando, en mayor o menor medida, daños a los ecosistemas, a otras especies o a la salud humana. Son también, en gran medida, especies que llegan a nuevos territorios de la mano del ser humano y, en particular, del comercio o del transporte.
Sin embargo, esta definición ha demostrado ser subjetiva e incompleta y ha impulsado políticas de erradicación de especies que no siempre han sido positivas. Además, alrededor del 90% de nuevas especies que llegan a un ecosistema no suponen ninguna amenaza para él. Y la migración de especies motivada por el cambio climático es cada vez más habitual.
Según el paper ‘Biodiversity redistribution under climate change: Impacts on ecosystems and human well-being’ publicado en ‘Science’ en 2017, al menos un 25% de los 8,7 millones de especies (estimados) que habitan el planeta ya estarían desplazándose por causa de los cambios en los patrones de temperaturas y precipitaciones.
Algunos de los autores del estudio, liderado por Gretta Pecl, de la Universidad de Tasmania (Australia), señalan además, en otro paper posterior, que hasta ahora la reacción de los países y las comunidades ante las especies invasoras ha dependido en gran medida del impacto económico de los recién llegados. De hecho, en muchos casos, la presencia de especies no nativas ha sido completamente ignorada.
Para los investigadores, es hora de superar la diferencia entre especie invasora y especie exótica y prepararse para las migraciones animales y vegetales de los próximos años. “No podemos dejar que la biodiversidad, fundamental para la supervivencia humana, sea perseguida, protegida o ignorada al azar”, concluyen.
El riesgo de los supervivientes del cambio climático
Si no tuviesen el potencial de afectar nuestra salud o nuestra economía, los movimientos de los demás seres vivos no nos importarían tanto. Pero los riesgos están ahí. De hecho, el último informe de la Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services (IPBES) de la ONU señala ya el aumento de las especies invasoras como una de las cinco grandes causas de la degradación de la biodiversidad global. Y, tal como nos ha mostrado la COVID-19, las consecuencias de la pérdida de biodiversidad van mucho más allá de la desaparición de especies icónicas.
Entonces, ¿cómo deberíamos estar afrontando la realidad de esta especie de migrantes climáticos? Algunos ecólogos abogan por ampliar la definición tradicional de especie invasora (exótica y dañina) y diferenciarla de las especies que se desplazan entre ecosistemas cercanos por causas climáticas. Como señala el ecológico Mark Urban de la Universidad de Connecticut (Estados Unidos), se trataría de respetar, por ejemplo, la presencia de seres vivos no nativos en altitudes más elevadas, donde buscan temperaturas más frescas.
Por otro lado, tal como señalan en el paper ‘Adjusting the lens of invasion biology to focus on the impacts of climate-driven range shifts’ investigadores de varias universidades estadounidenses, deberíamos diseñar nuevas herramientas que nos permitiesen valorar, caso a caso, los riesgos asociados a un agente invasor. Desde su potencial de desplazar a las especies autóctonas hasta enfermedades o plagas asociadas a su presencia. Esto nos permitiría también respetar la llegada de especies que pudiesen ser beneficiosas.
Por último, se hace necesario un nuevo enfoque de trabajo cooperativo para afrontar el problema. Al igual que el resto de riesgos climáticos, los asociados a la biodiversidad también son globales. Las especies no entienden de fronteras ni de mapas. Solo se desplazan con el objetivo único de sobrevivir y perpetuar su herencia genética.
Así ha sido desde el principio, desde antes de que los seres humanos empezásemos a cambiar el clima. Desde antes, incluso, de que conquistásemos el planeta abandonando nuestro ecosistema autóctono en el Valle del Rift. Y es que, en realidad, cualquier especie viva fue invasora antes que nativa. La única diferencia es la perspectiva temporal con que la observamos.
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