La aceleración de la transformación digital, que ha recibido un fuerte impulso por la crisis sanitaria, abre nuevas oportunidades para afrontar el futuro desde una perspectiva en la que lo individual pierda terreno frente a lo colectivo en el entorno virtual.
Cuando la única certeza parece ser la incertidumbre, y acendrados principios se ponen en cuestión, barridos por los vientos del populismo que cabalgan a lomos de bulos y de una pandemia que ya empieza remitir, la propia identidad del individuo también está sujeta a debate. Me refiero a las, cada día que pasa, más difusas fronteras entre el ser carnal frente al ser digital.
“De la piel para dentro empieza mi exclusiva jurisdicción, decía Antonio Escohotado en los años 90 en un alegato a favor de la legalización de las drogas, cuando la revolución digital apenas se intuía. Posteriormente, este autor ha mostrado el mismo entusiasmo por internet que por la química recreativa, ambas con gran potencial adictivo, dicho sea de paso.
En todo caso, esa frase afortunada sobre la idea radical de jurisdicción individual, más que cuestionable en una sociedad democrática que trata de dar respuestas colectivas a problemas compartidos, resulta extravagante en el mundo digital, donde la piel se diluye y los confines se transforman en “sinfines”. Porque, ¿Dónde empieza y acaba mi piel en la red?
«Las fronteras entre el ser carnal y el ser digital son cada vez más difusas».
Traspasando la dermis y epidermis de nuestros dedos nos encontramos con la pulida superficie de un smartphone o las teclas de nuestro ordenador y, más allá, aparece nuestro yo digital, nuestro único yo posible en meses de confinamiento como los que hemos vivido.
Dado que ya resulta debatible la idea de soberanía radical sobre nuestro yo más íntimo en el mundo tangible, ¿cómo no dudar de ello en un entorno digital poblado de alteridades modeladas a imagen y semejanza de las redes –de los sesgos e intereses de los dueños de esas redes y también del conjunto de usuarios- en las que están presentes?
La mirada multitudinaria
Si, como afirma José María Lasalle, el análisis masivo de datos trata de homogeneizarnos algorítmicamente y disolvernos en un todo que es una simple agregación de valor de nuestras preferencias, ¿dónde queda el yo distinto a los demás, el individuo libre que reivindica la heterodoxia de lo único en una realidad tamizada con los filtros de lo aceptable o de lo rentable? Incluso de lo soportable para una forma de mirar multitudinaria que se ha convertido también en modo de pensar y de definir lo que puede o no puede ser en el escaparate –panóptico, dice Byung Chul Han– digital.
Este consenso social inducido que no es necesariamente negativo, a pesar de las exageraciones de la llamada “cultura de cancelación” denunciadas a menudo por los que convierten intolerables posturas ideológicas en banderas de libertad, sí precisaría de la condición de transparencia para legitimarse.
«Los confines de nuestra individualidad están dibujados por múltiples inteligencias, humanas o artificiales».
Una condición que, en el caso de las plataformas en las que toman impulso opiniones, informaciones, propagandas, anuncios y bulos, muestra grandes carencias. Así, los internautas despegan los pies de sus trampolines digitales para zambullirse, en bella pirueta, en el turbio fango que desborda las piscinas en las que se ha confinado esa agua que fluía libre y límpida en las mentes de los primeros teóricos de internet.
Lo oscuro solo se muestra como transparente en el discurso clorado que llega desde todos los atriles y proclama al usuario de la maquinaria en propietario de la misma, cuando apenas llega a ser intercambiable engranaje. Por fortuna, y aunque insuficientes, también hay iniciativas regulatorias o empresariales que contribuyen a mejorar la calidad del líquido elemento.
Frente al apocalipsis, la esperanza
El caso es que, a pesar de que lo dicho anteriormente y que Eugeny Morozov y tantos otros siguen anunciando las siete plagas de internet en cada libro o entrevista, aquí seguimos. Y digo “aquí seguimos”, conjugando en primera persona del plural un verbo y, por tanto, dando por hecho que quienes seguimos somos individuos unidos por algo así como una unidad de destino en lo digital. En este contexto, es pertinente volver a hacerse las clásicas preguntas sobre quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.
Podríamos responder con los versos de Rubén Darío (Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto y no saber, ni de dónde venimos, ni adónde vamos) pero, por no decepcionar más de la cuenta al lector, trataremos de apuntar alguna posible respuesta a la primera cuestión. Las dos siguientes se contestan con facilidad: hagan memoria y ni idea. Bueno pues tratemos de acercarnos a saber quiénes somos en la red y en las redes.
«El consenso social inducido precisa de la condición de transparencia para legitimarse».
Aunque los más entusiastas de estas herramientas tecnológicas hablen de ellas como soportes de comunicación entre personas, la realidad es que en ellas abundan las proyecciones fantasmales de aquellas. Avatares que suponen la culminación de un proceso evolutivo que mejorará nuestras posibilidades de supervivencia en la sabana digital mediante mutaciones desencadenadas por el gusto colectivo o algoritmos que, además de conocernos, hacen que nos conozcan e, incluso, que nos conozcamos mejor.
De esta forma, los confines de nuestra individualidad están dibujados por múltiples inteligencias, humanas o artificiales, que delimitan una nueva piel, vaporosa y cambiante. Quizás más real que la que atravesó la aguja con la vacuna contra el virus que, durante más de un año y debido al confinamiento, aceleró nuestra transformación en personas digitales.
El uso del sustantivo “persona” no es inocente pues su raíz etimológica hay que buscarla en el teatro, en la apariencia. Persona sería una derivación del verbo personare (resonar) y aludiría a las máscaras utilizadas en la tragedia para conseguir que la voz de los actores llegara al público con mayor claridad.
La identificación de persona con individuo de la especie humana, según define esta palabra la Real Academia de la Lengua, es un hecho que apunta la importancia que la representación tiene en lo que somos. Máscaras que cubren rostros que son máscaras, reconstrucciones interesadas del yo a través de filtros embellecedores que, en realidad, son lentes de aumento.
Es interesante recordar lo que, en los años cincuenta, decía Roger Caillois, que caracterizaba a las sociedades primitivas como aquellas donde reinan la máscara (pantomima) y la posesión (éxtasis), en las que se configura un universo ilusorio y mágico. En este tipo de sociedades el grupo es cómplice, y el vértigo compartido es el nexo de la existencia colectiva.
«La identificación de persona (palabra cuya raíz etimológica hay que buscarla en el teatro) con individuo de la especie humana es un hecho que apunta a la importancia que la representación tiene en lo que somos«.
Es difícil no hallar relación entre estas palabras y nuestra experiencia cotidiana, líquida y vertiginosa en internet y las redes y, así, imaginar un hilo que conecta lo contemporáneo con lo primitivo, lo actual con lo histórico, lo individual con lo colectivo. Nada nuevo bajo el sol o, mejor, el foco frente al que teletrabajamos.
Ser nadie y ser todos
¿Quiénes somos, pues, en el espacio y tiempo digital? Pues, si tenemos suerte y no nos equivocamos demasiado, lo que fuimos y lo que seremos. Personas que se diluyen en lo colectivo –y, ahora, en lo colectivo digital- buscando refugio y respuestas para afrontar una realidad siempre al acecho. Circunstancias felinas que serpentean entre incertidumbres esperando el momento más propicio para cercenar de un zarpazo las expectativas individuales de felicidad.
“Mi nombre es Nadie”, gritó Ulises a Polifemo para escapar de la cueva donde se hallaba preso. Y, quizás, ser nadie o ser muchos simultáneamente y todos al mismo tiempo sea una buena manera de estar, incluso de sobrevivir, en el mundo.