Cuando despertaba, que no era nunca antes de las diez de la mañana, el pretendido influencer se estiraba y boqueaba apretándose los riñones como si hubiera estado cavando zanjas toda la noche.
La insoportable levedad del ser.
Y eso que la única actividad nocturna que se le conocía era copiar y pegar textos de Neruda o Kundera en su perfil de Facebook, o subir fotos de temática ecologista de autores a los que nunca mencionaba, haciéndose pasar por comprometido fotógrafo y acaparando inmerecidos elogios que nunca trataba de restar o desdecir.Eso, de puertas hacia dentro, porque cuando andaba lejos de la porqueriza en la que vivía, que la fregona o el plumero también parecían ser inventos malignos de IBM, se pintaba una falsa mirada de villano farandulero e imploraba emocionado por una gran tormenta solar, por una enorme perturbación geomagnética que acabara para siempre con todos los servidores, nudos y antenas del planeta, y de paso, con esa forma tan frívola y superficial de entendernos que se había convertido en la peste de nuestros días y que nos hacía caminar con la cabeza gacha, entregados, rendidos, esclavos de nuestros dispositivos móviles y de los grandes poderes tecnológicos.
el ‘influencer’ rural suspira por el ‘like’
Ahora bien, el día que desenchufé deliberadamente el router de la escuela, instalado con fondos de la Junta Vecinal, para mayor solaz de aquel individuo, este asomó la gaita mucho más temprano de lo habitual y caminó aterido y en pantuflas por el pueblito en busca de las razones de tan repentina avería, no fuera a perderse un último like sobre su publicación en defensa de la ganadería sostenible copiada de algún foro especializado. Que un like en lo rural vale mucho más que el que se recibe en las ciudades.
La fría mañana en la que el Ayuntamiento, del que dependía administrativamente aquella insignificante pedanía, anunció la instalación de varias torres de soporte destinadas a la mejora de la cobertura en la zona, se le hicieron los ojos chiribitas y una indisimulable sonrisa se abrió paso en su rostro pretendidamente roqueño.
Por suerte, en aquel pueblo en quiebra donde apenas se mantenían seis casas en pie, se instaló en la escuela una antena iniciativa que permitía al protagonista del relato, y a nadie más, salvo en verano, proseguir con su postureo rural online y continuar con la falsa creación de los ecocontenidos más en boga entre los ecoagropecuarios más contumaces.
Porque ese hombre (¿influencer?), entre otras fingidas especialidades, como el animalismo, la astrología kármica o el cultivo sinérgico, también era firme defensor del comercio de proximidad y se declaraba feroz enemigo de ese círculo consumista y maligno que nos obligaba a mercar con productos del Perú, las Islas Feroe o Transnistria, con el impacto que eso tenía para el medio ambiente, y tal. Que sí, que el comercio de cercanía fomenta la economía local, favorece el cultivo de variedades autóctonas y de temporada, evita el consumo de combustibles contaminantes, es bueno para la salud, reduce el desperdicio de alimentos y refuerza el sentido de comunidad y pertenencia. De acuerdo, pero que no me lo explique con la boca llena de Yatekomos, pizzas congeladas, pirulos Mikolápiz de Nestlé o salchichas marca blanca del Día, alimentos que, como todo el mundo sabe, se producen de forma natural en la montaña oriental leonesa. Por mucho que en redes sociales siempre apareciera engullendo hierbajos o sorbiendo algún mejunje elaborado, decía, con hongo manchuriano.
la culpa es de BILL GATES
Nuestro influencer había llegado a aquel ruinoso y casi abandonado pueblo de montaña a lomos de un oscuro e incierto pasado, un ayer que a veces era azul, otras verde y algunas amarillo, según le conviniera, que unas rondas presumía de sus dotes de tendero, o de sus habilidades como jardinero permacultural, o de sus logros en los negocios, o de su mano para la gestión y coordinación de proyectos; cosa esta última harto difícil de creer, que si veía una tabla Excel se le torcía el morro y comenzaba a taconear mientras criticaba esa grave e imperdonable dependencia de la humanidad, ese yugo en forma de aplicaciones o herramientas de control con las que Microsoft (o quien fuera) nos tenía secuestrados.
Si le decías Word, no sabía si le estabas hablando de guerra, mundo, muro, palabra o lobo. Y si se mencionaban las palabras anglosajonas Power Point, esgrimía, como un exorcista mostraría una cruz ante Belcebú, la agenda anual tamaño Din A-4 de 1977, regalo promocional, en su día, que llevaba casi siempre bajo el brazo para darle un toque más bohemio, y a fuer que intelectual, a su envidiable devenir campero.
Aquel ejemplo de la ruralidad vivía de una paguita estatal, escasa, sí, pero por fueraparte cobraba dietas, repostaba gasolina y comía de menú (su deporte favorito) tirando de los exiguos fondos de la Junta Vecinal, de la que era presidente, un trabajo, menor que el de la comunidad de vecinos de un tipi indio, que en aquel minúsculo pueblo solo vivían dos coterráneos, pero que él entendía como un tormento mucho más exigente y esforzado que el de recoger arándanos a jornada completa.
Nuestro influencer rural aseguraba, con gesto adusto, que aquella ligera tarea le traía de cabeza. Resoplaba y suspiraba cada vez que tenía que dedicarle un tiempo a tamaña labor, que quizá fuera pedir una cita previa en la Diputación, cada seis meses; era entonces cuando volvía a salir con lo de la tormenta solar que acabara con todas las administraciones digitales y demás mierdas tecnológicas del mundo. Menos mal que no perdió un segundo en subir a Facebook la foto de su toma de posesión como presidente de la Junta Vecinal, no fuera a caérsele la magnetosfera terrestre sobre la cabeza.