El movimiento feminista parece ya imparable. Año tras año y, gracias al empuje de la ciudadanía y al trabajo normativo de las instituciones, las españolas conquistan nuevos derechos y acceden a los espacios que en justicia les corresponden, en todos los ámbitos de nuestra sociedad.
hay mucho que hacer para alcanzar una igualdad real, pero el camino está trazado y el destino marcado.
AúnEl hombre ha tardado en sumarse a esta lucha del feminismo contra la discriminación de género y es lógico que haya sido así pues es extraño que quien detenta el poder lo ceda voluntariamente. Y más cuando ocupa esa posición de privilegio durante tanto tiempo. A medias obligado y a medias convencido, el caso es que se ha incorporado a esta revolución como aliado necesario de las mujeres en una lucha por un país y un mundo más justo, una lucha que es de todas, todos y todes.
la «normalidad» machista
Hoy vivimos en un tiempo muy distinto a ese en el que crecimos los nacidos en los 70, esa España que a duras penas empezaba a sacudirse el polvo acumulado durante cuarenta años de una dictadura que fue injusta para todos y en especial para la mujer, madre abnegada y obediente esposa que pasaba de la tutela del padre a la del esposo.
En mi caso, tenía ocho años cuando la Constitución estableció la igualdad de género ante la ley; la misma Constitución que, por cierto, discrimina todavía a la mujer en la sucesión a la corona.
Eso que llamamos derechos en realidad son conquistas y, como tales, pueden ser arrebatadas si el viento sopla en contra del progreso y la justicia
En ese contexto crecí y la discriminación de la mujer era algo sobre lo que no reflexioné durante buena parte de mi vida. En casa, mi madre convivía con tres varones que éramos incapaces de participar de las labores del hogar, a pesar de que ella se marchaba cada mañana a trabajar y regresaba de noche, tras horas limpiando para otros. Antes de irse y después de llegar, tenía que comprar, cocinar, limpiar, educar…Si, viendo el “Un, Dos, Tres”, alguno tenía sed, ella se levantaba a traer agua. Da vergüenza hasta escribirlo.
Aún recuerdo nuestra incomodidad cuando ella nos mostró, ilusionada, una minifalda que se había comprado porque estaba de moda. Era de cuadros, nunca más se la vi puesta.
Al feminismo de la mano de las mujeres
Hoy, a mis más de cincuenta años, me considero feminista. El cambio fue gradual y en él fueron decisivas las mujeres que, desde el activismo, alzaron la voz en espacios púbicos y privados, sacudiendo mi conciencia, obligándome a cuestionar la injusticia que, a mis ojos, era sinónimo de normalidad.
También aprendí del contacto cotidiano con las mujeres de mi círculo más íntimo en las que fui detectando una transformación feminista, gestos de rebeldía hacia actitudes machistas, mías y de otros, que poco antes hubieran resultado impensables, para nosotros y para ellas. Algunas de esas mujeres pertenecían a mi generación o anteriores y soportaban un lastre cultural similar al mío, aunque en su caso como víctimas.
Sin embargo, a pesar de ser consciente de mis progresos y de sentirme orgulloso de ellos, también tengo claro que soy como quien ha padecido una adicción, sé que debo estar siempre vigilante para no caer en viejos vicios.
De la misma forma, creo que nuestra sociedad debe estar siempre alerta para no dar pasos atrás en este camino hacia la igualdad. Y más en estos momentos en los que volvemos a escuchar voces que parecen surgidas de épocas pretéritas que, en nuestra ingenuidad, pensábamos que se habían silenciado para siempre.
Solo hay que recordar, por ejemplo, a las mujeres afganas para darnos cuenta de que eso que llamamos derechos en realidad son conquistas y, como tales, pueden ser arrebatadas si el viento sopla en contra del progreso y la justicia.
No permitamos que eso suceda nunca más.