En septiembre de 2013 atravesé por primera vez las puertas de una universidad pública con el entusiasmo y nerviosismo correspondientes a cualquier inicio de etapa. Mi objetivo: ser una mujer investigadora.
En ese año recuerdo perfectamente como un profesor nos hizo leer un artículo titulado ‘La historia olvidada de las mujeres investigadoras de la Escuela de Chicago’ (García Dauder, 2010). Este texto narraba los orígenes de la sociología y el trabajo social, así como las dificultades y penurias que vivieron las mujeres investigadoras respecto a sus compañeros de promoción, pese a ser investigadoras y pioneras de principios del siglo XX.
Aún recuerdo el comentario que se le escapó al profesor revelando que la elección del texto devenía de la necesidad de mostrar autoras ante la programación de la titulación. Nos enseñaron mayoritariamente las grandes teorías de hombres.
Conforme avanzaba en mi formación, ya soñando en ser yo una mujer investigadora, tuve el privilegio de poder leer a filósofas, como Sandra Harding, Helen Longino o Donna Haraway, gracias a notas a pie de página de programaciones docentes, comentarios sueltos o incluso matriculándome en una asignatura optativa, porque incluía un tema de mujeres y ciencia.
“Poner en valor a las mujeres investigadoras porque son referentes”
Pese a todos mis intentos, aún a día de hoy me pregunto: ¿cómo es posible qué una década después siga citando a señores cuyas fotos son en blanco y negro mientras que las mujeres investigadoras elegidas resultan señoras que siguen vivas?
La necesidad de poner en valor a las mujeres científicas y que se generen referentes sigue siendo una asignatura en la que seguimos suspendiendo. El pasado 11 de febrero observaba atónita como en Twitter se gestaba la idea sobre la supuesta realidad de las mujeres investigadoras en este país en 2023, en la que, al parecer, ya no debemos enfrentar la desigualdad.
El Día Internacional de la Mujer y La Niña en Ciencia observé anonadada la abundancia de mensajes en los cuales se defiende que somos más mujeres predoctorales que hombres. Ese dato, que es correcto, lejos queda de una demostración de igualdad real y efectiva. De hecho, no hace sino mostrar que la desigualdad nos persigue en todos los aspectos de nuestra cotidianidad, incluyendo la carrera investigadora.
Si observamos el Informe anual de Mujeres Investigadoras que publica el CSIC todos los años, podemos observar que la famosa gráfica de la tijera (al menos es famosa para quienes trabajamos en este ámbito) ha sufrido una evolución hasta convertirse en “una pinza”.
Brecha de género, techo de cristal y suelo pegajoso
No es sutil la brecha de género existente en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (cada centro universitario tiene informes y resultados similares). Mujeres y hombres nos hemos igualado en el inicio de los estudios de doctorado, pero sólo el 40% de los contratos Ramón y Cajal (postdoctoral de gran prestigio para doctores senior) se otorgaron a mujeres en 2022.
Desde los estudios de género se denomina techo de cristal a esta dificultad de promocionar respecto de nuestros compañeros varones. Al fin y al cabo, si somos más las mujeres que iniciamos los estudios de doctorado ¿por qué no hay más mujeres en las categorías superiores de los centros de investigación y universidades?
Las mujeres no desaparecemos, nos echa la precariedad e inestabilidad estructural que rodea esta profesión, mucho más acuciada en nuestro caso; y si además no eres residente comunitaria o has desarrollado parte de tu labor investigadora en el extranjero, la desigualdad no es una sumatoria, se vuelve exponencial y la carrera investigadora se vuelve de obstáculos y a una velocidad vertiginosa.
Esa dificultad de acceso al mercado laboral investigador se denomina suelo pegajoso y es la realidad de compañeras que automáticamente quedan excluidas de los contratos predoctorales y del circuito académico antes de empezar por no incluir alguno de los requisitos administrativos de estas convocatorias. Hecho que poco tiene que ver con su valía.
La desigualdad en la carrera investigador, en cifras
Un par de datos para ubicarnos; en el mejor de los supuestos, una estudiante dedicará 4 años de su vida en un grado, 1 ó 2 en un máster oficial y otros 4 años realizando el doctorado. Eso, si no ha tenido ningún inconveniente por el camino que alargue el proceso.
Al final de una década tenemos a una mujer investigadora profesional altamente formada, en torno a los 30 años, y con problemas para acreditar experiencia laboral fuera de la academia (el periodo predoctoral no es visto como trabajo “real” en varias empresas privadas).
No sólo no tiene garantizada la continuidad, sino ninguna expectativa de que los contratos posteriores (postdoctorales) ofrezcan estabilidad económica, posibilidad de compatibilizar con otro trabajo o flexibilidad horaria para tener cargas familiares.
Todo ello en un momento vital en el que igual desea emprender un proyecto familiar. Este contexto va a marcar toda la toma de decisiones de las investigadoras, que pueden elegir postular a plazas en otros países que tengan mayores políticas públicas familiares o renunciar a oportunidades laborales en el extranjero por no poder trasladar a la familia con ella, cambiando así radicalmente su trayectoria por decisiones no profesionales.
Tipos de desigualdad en la carrera de investigación
Actualmente la desigualdad vertical que más afecta a la carrera científica es la inequidad en la promoción profesional (techo de cristal) que conlleva a su vez una desigualdad salarial (brecha salarial) en términos de sexenios, quinquenios y otros complementos que van ligados a la categoría profesional.
No obstante, también contamos con una desigualdad horizontal, en términos de segregación ocupacional o sectorial. Dicho más claro, no investigamos lo mismo. Hay profesionales feminizadas y otras masculinizadas, y eso genera que no haya referentes públicos de mujeres ingenieras de minas, mecánicas, especializadas en electricidad o electrotecnología o en la industria de la construcción, entre otras.
Es necesario elaborar políticas públicas y una ley de ciencia que tenga en cuenta la protección y retención de las mujeres investigadoras en las carreras científicas. La inclusión e igualdad de oportunidades debe ser un objetivo prioritario en tanto que sólo teniendo grupos y proyectos de investigación diversos lograremos tener en cuenta la perspectiva de género en todas las etapas del ciclo de investigación (ideas, propuestas, investigación y difusión) y realizar una ciencia mejor y de calidad.
Por Eva Luna Díaz García. Socióloga y Antropóloga Médica. Mujer investigadora. Predoctoral en la Universidad Complutense de Madrid.
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