El 31 de agosto de 2014, un archivo fotográfico con casi 500 instantáneas y algunos vídeos cortos fue publicado en el popular foro 4chan. De ahí, a Reddit, a las toneladas de mirrors (copias). Algunos hoy siguen activos. Dicho archivo contenía material privado, documentos personales de decenas de celebridades: actrices, cantantes, gimnastas, modelos…
Una hecatombe tecnológica que reventó vidas privadas y de la que aún no nos hemos recuperado: el trozo de celo en la webcam, el pulgar sobre la cámara del móvil, el borrar las fotos todas las semanas como medida preventiva. Un suceso terrible que dejó claro que la seguridad virtual es sólo una sensación. No hay nada inquebrantable.
Desde entonces, nuestra confianza hacia medios y redes se ha polarizado. Mientras las nuevas generaciones, con los millennials a la cabeza, no han visto este hecho como algo especialmente relevante, quienes crecieron a la orilla del apogeo tecnológico, viviendo en las carnes el nacimiento mismo de Internet, entienden que aquí hay un problema muy grave.
TENEMOS UN PRECIO, Y lo cobramos barato
Sí, el cracker Ryan Collins fue declarado culpable por haber usado phishing para obtener las credenciales de acceso de más de 50 cuentas de iCloud y 72 cuentas de Gmail, pero el asunto apenas trascendió, más allá del eco habitual del cotilleo. El Celebgate fue sólo la punta del iceberg. En marzo de 2015, The Guardian publicaba un informe demostrando que Facebook espiaba a los visitantes que no tenían cuenta en la página.
Es decir, no sólo guarda todos nuestros movimientos como usuarios, sino que detecta de dónde vienes antes de entrar a la página, si has sido redirigido tras una app de terceros o desde un servicio al que has concedido permisos. Desde lo más básico —IP, navegador, operadora, OS— hasta esa cadencia de clicks, tiempo en página, delante de cada foto, enlaces, etcétera. ¿Para qué? Para diseñar un Internet exclusivo, un perfil ideal para las nuevas generaciones.
A cambio de la comodidad y seguridad que nos proporciona un ecosistema diseñado a escala nos piden nuestra desnudez, una desnudez pagada con likes. Y los jóvenes son las principales víctimas: ellos copan de selfies los perfiles de Instagram, Snapchat o el propio WhatsApp, ellos dan permiso sin leer los contratos de cesión de derechos, las ventanas emergentes y la agotadora logística que esconde una simple actualización. Y los datos que generamos son una jugosa materia prima. Como decía Javier Ortega, director de la Escuela Politécnica Superior de la UAM, «todo lo que hacemos es trazable y, de los trazos que se crean, se puede adquirir información»
ANIMALES AUTOCONSCIENTES
La forma de consumir ficción también refleja a las nuevas generaciones. Hace una década ‘Lost’ puso patas arriba la televisión a golpe de, efectivamente, truco y recurso, de cliffhangers, dominio del tempo, tramas locas, trampantojos que igual sí eran una mitología abierta dispuesta para que la caterva de feligreses especulara durante años y alimentara el lore de la serie, incluso llegando a construir uno propio. Porque necesitábamos poseer la información más allá de los términos especulativos.
Este año es el año de ‘Westworld’, serie autoconsciente como ninguna, metaficción pura, gente que hace una serie dentro de una serie, simulación dentro de una simulación, un juego de espejos donde podría hablarse de la propia HBO en tiempos OZ o Deadwood y quedarse tan ancha. Ídem con los videojuegos: si antes teníamos a Portal y el laboratorio que jugaba con el jugador, la ruptura de la cuarta pared a través del método científico, Watch Dogs 2 es el juego más autorreferencial que puedes echarte a la cara hoy día.
Hemos redefinido el mundo que nos rodea, cualquiera de nuestras acciones cabe en un vídeo corto y cualquiera de nuestros pensamientos en un tweet. Como diría Nicholas Carr, estamos constantemente creando «titulares de noticia», ofreciendo una versión concentra de una idea. No profundizamos ni conjeturamos, simplemente vemos el mundo pasar. Y, como ese humor tan celebrado, nos regodeamos de que la ficción sea tan fina retratando la realidad. ¿Quisiéramos vivir de manera ficcional? De ahí que nuestras redes sociales no sean sino espejo deformado, idealización consciente de lo que nos gusta enseñar.
SERÁ COSA DE LA POST-VERDAD
El Oxford Dictionaries ha declarado «post-verdad» como palabra del año. Pero, ¿qué es la post-verdad? Las emociones frente a los hechos, lo que se dice (promete) frente a lo que se hace (discute). Una forma de democracia sentimental: puedes argumentar mintiendo, nadie apelará a la verdad. Porque la verdad es una cosa incómoda, parte de un lenguaje arisco, una forma de enseñar las vergüenzas que no deja a nadie en buen lugar. Y, se miente tanto, que se está normalizando.
El fenómeno es tan universal que ha adquirido una nueva dimensión política. Sentir algo, como emoción pura, es un acto de reconciliación con uno mismo. Como saber de los otros: lo factual no tiene cabida en un mundo donde simplemente podemos atender a un pensamiento más irracional. No podemos pasarnos la vida pensando que nos engañan, que nos vigilan, que nuestros datos son nuestro bien más preciado: es más cómodo dejarse llevar.
TOMANDO DISTANCIAS
Decía Jonathan Franzen, a propósito de su libro ‘The Kraus Project’, que la socialización en línea había construido una barrera invisible, donde una cultura superficial, llena de trivialidades, se imponía sobre el trato cara a cara. Ya insistía Susan Greenfield en que, a través de la pantalla, a los jóvenes del futuro les costaría cada vez más diferenciar la mentira de la verdad, el hoax y el montaje de la pura experiencia del experto. Una generación emocionalmente atrofiada que, en un futuro, serían adultos hedonistas buscando la satisfacción y atención más inmediata, efímera.
Son posturas tremendistas, asustadizas a una primera lectura. Tal vez la realidad se posicione hacia este lado —la prensa dura es cada vez más ruidosa y sensacionalista— pero para cada punto negativo hay uno positivo. Las redes sociales ayudan a establecer conexiones. A un adolescente al que le cueste enfrentarse a vínculos personales le suponen una alternativa válida, un trampolín con el que abordar estas cuestiones, minimizando el riesgo.
La investigadora del Instituto de Internet de Oxford Rebecca Eynon entrevistó a cerca de 200 adolescentes británicos, determinando que los jóvenes, muy al contrario de lo que se cree, son conscientes de su huella en Internet, conocen los pormenores de cada app y, bueno, cometen errores, pero las usan con el mejor juicio posible: es decir, partiendo de la experiencia y el conocimiento social que ya poseen. No podrían hacerlo mejor con una interacción física porque, de hecho, lo hacen lo mejor que saben.
EL FUTURO ES AHORA
En plena era del Big Data, nuestra información cada día es más valiosa. Las nuevas generaciones son las que tienen la pelota sobre su tejado. Pero no es justo que se enfrenten al rechazo, sino a ayuda, un tutelaje, tanto en las escuelas como en casa, para dar a cada factor el valor que le corresponda.
En Argentina, 7 de cada 10 de entre 10 y 12 años tiene un perfil de usuario en Facebook y lo usa al menos una vez al día. Si damos la posibilidad de que un menor de 13 años —el mínimo de edad en usuarios que admite Facebook— disponga de una cuenta en redes, lo mínimo que podemos hacer es asumir la parte de responsabilidad que, como sociedad, debemos afrontar. En vez de usar ese viejo adagio de «es que los jóvenes están echados a perder».
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