Compras algo, lo usas, y luego lo tiras. Por desgracia nos estamos acostumbrando a ver esa dinámica, y no solo en productos tecnológicos. La cultura de lo desechable lleva años haciendo su agosto, y no hay visos de que vaya a cambiar en un periodo corto de tiempo.
Gran parte de los modelos de negocio actuales consiste en esperar a que la obsolescencia (natural, programada o del deseo) hagan efecto, y así poder vender un nuevo producto que sustituya a otro que nunca debió perder su vigencia. Pero, ¿por qué?
Obsolescencia natural, un desgaste inevitable
En cualquier diseño humano hay un tipo de obsolescencia que no puede eliminarse, o al menos la tecnología actual no está preparada para ello, aunque estamos viendo avances en esa línea. Es la obsolescencia natural, de desgaste de los componentes.
Tiene que ver con la durabilidad propia de los materiales con los que el objeto esté fabricado. Por mucha calidad que tengan unas tijeras, estas tendrán un desgaste, y llegará un momento en el que el afilado carecerá de sentido. No significa que el objeto esté pensado para romperse, sino que esto ocurre debido al uso y a un proceso natural (de momento irremediable).
Siguiendo con el ejemplo del metal, supongamos que tenemos que elegir un tipo de cubertería. Si compras cubiertos de metal y de una sola pieza, es improbable que tengas que volver a comprar otros en tu vida, ya que su obsolescencia natural implica su desgaste, y el metal se desgasta más bien poco. Sin embargo, si optas por cubertería de dos piezas (con mango de madera o plástico), tendrás que renovarla por completo en pocas décadas.
Obsolescencia programada, lamentablemente artificial
Sin embargo, en las últimas décadas, los consumidores se han dado cuenta de que numerosos dispositivos y objetos dejan de funcionar o se rompen pasado un tiempo. En ocasiones sin que hayan sufrido ningún tipo de golpe o sobrecarga eléctrica. Simplemente se detienen, y no funcionan más.
No solo en dispositivos electrónicos, de los que las impresoras baten récords. Volviendo a las tijeras, no pocos fabricantes deciden coronar sus tijeras con un endeble mango de plástico o hacer la rótula de un metal distinto del acero del filo. De ese modo, se aseguran la rotura tras varios años de estar usándose.
Aunque ya lo hemos adelantado, la gran diferencia entre la obsolescencia natural y la obsolescencia programada es que esta última es artificial. A pesar de que se pueden fabricar bienes durables que solo rompan (o queden inservibles) debido al desgaste propio de materiales de alta calidad, se elige no hacerlo.
Se elige poner un límite a la durabilidad reduciendo la calidad de los materiales o incluso colocando chips que limitan el número de horas o usos de un dispositivo electrónico. A estas alturas muchos se preguntan por qué pasa esto, y de dónde surge un modo de producción tan negligente.
¿De dónde viene la obsolescencia programada?
Sintetizando mucho, del miedo que EEUU exportó al mundo a mediados de los años 50. En concreto, el miedo a que la moderna economía de crecimiento y el modo de vida tuviesen un parón brusco debido a una falta de consumo constante.
Aunque a día de hoy la obsolescencia programada choque con nuestros muy recientes valores medioambientales, lo cierto es que en la América de primeros del siglo pasado se volvió una herramienta útil y casi necesaria para la mentalidad del momento. Hay que tener en cuenta que se desconocían las consecuencias ambientales de este tipo de economía.
El primero en mencionar en público la obsolescencia programada fue Bernard London en 1932. London tenía tanto miedo (reconocido, y por escrito) de que la crisis del 29 se repitiese que redactó una propuesta de ley por la que todo objeto debía ser devuelto a la marca que lo vendía pasado un tiempo tras su suministro, se hubiese roto o no.
El comprador tendría la obligación de devolverlo, y el vendedor de destruirlo, forzando a funcionar a toda la cadena de valor para satisfacer una necesidad insatisfecha de manera artificial.
Serge Latouche, economista, durante el Festival de Economía de Trento en 2012. Fuente: Niccolò Caranti
Pero lo que Bernard London no sospechaba era que en 1924 se había fundado la sociedad secreta Phoebus, un cártel organizado que tenía como objetivo controlar el suministro global de bombillas. Suena a cachondeo, pero esta organización clandestina consiguió ganar contra la bombilla de larga duración que Edison comercializó en 1881 y que alcanzaba las 1.500 horas de duración.
En 1925 surgió dentro de Phoebus «El Comité de las 1.000 horas de vida», un subgrupo cuyo objetivo es reducir el tiempo máximo de las bombillas en el mercado a 1.000 horas, alcanzando su meta en 1927. Incluso desbancó y sepultó al olvido a la Chelby Electric Company, fabricantes de la bombilla que lleva más de 100 años luciendo en el Parque de Bomberos de Livermore (California).
Bombilla centenaria. Fuente: centennialbulb.org
A día de hoy, hay muchas sospechas, y de vez en cuando enturbian las noticias, sobre la existencia de este tipo de organizaciones. Que obviamente se persiguen. Sin embargo, resulta muy complicado redirigir el mercado hacia una economía de consumo inteligente cuando es el consumidor quien se empeña en boicotearla.
Hemos superado el punto de aceptar que las cosas tienden a romperse, y ahora deseamos que dejen de funcionar para tener la excusa para comprar otro.
Obsolescencia del deseo, un capricho caro
Por desgracia, hoy día ya no es necesario que una marca incluya un chip que impida realizar un número de copias determinadas para una impresora, o que limite el número de horas que una bombilla led puede llegar a iluminar. Muchas empresas se han dado cuenta de que limitar en el tiempo los productos no es una buena estrategia en el mercado, dado que lo que consiguen es que los consumidores dejen de frecuentarla.
Imaginemos que las empresas ROJA y AZUL son competencia mutua. Ninguna de ellas tiene el menor interés en que sus productos dejen de funcionar en un tiempo limitado, ya que los clientes se darían cuenta y huirían a la competencia. ¿Qué ganaría la ROJA fabricando productos menos duraderos que la AZUL salvo perder clientes a largo plazo?
Como alternativa a la obsolescencia programada ha surgido desde los consumidores un lamentable tercer tipo: la obsolescencia del deseo, un hecho que desde los años 50 llevan aprovechando los fabricantes de automóviles con lanzamientos anuales de modelos nuevos, y canalizando el deseo de compra de un bien con mejores prestaciones que el actual.
Este modelo se aplica ahora a todo, desde teléfonos móviles a vehículos, utensilios de cocina y hasta ropa de cama. Como dijo Máximo Kinast, defensor del modelo AIDA de percepción de mensajes publicitarios, «el deseo de comprar existe de forma natural», y las marcas aprovechan ese impulso para mostrar sus productos. Obviamente con éxito.
La idea de partida, volviendo a 1950 y el mercado automovilístico, no radicaba en fabricar objetos que se rompiesen, sino demostrar al consumidor que aquello que había comprado no era suficiente, algo fácil. Haciendo que fuese el propio comprador quien desechase el objeto incluso cuando a este le quedaba mucha vida útil por delante.
Es en ese momento en el que aparece en las escuelas de negocio el término ciclo de vida del producto, que no es sino el eufemismo de «lo que los consumidores están dispuestos a tolerar algo antes de considerarlo antiguo, fuera de moda u obsoleto», aunque siga siendo perfectamente funcional y siga resolviendo el problema para el que fue diseñado.
Un ejemplo evidente son las televisiones compradas antes del 2011, gran parte de las cuales siguen operativas, pero que carecen de la etiqueta smart. Esto ha llevado a muchos compradores a tirar o almacenar estos aparatos y adquirir televisores de última tecnología, en lugar de usar dispositivos más pequeños que convierten una televisión antigua en inteligente.
En no pocos casos, cuando la obsolescencia programada no ha tenido tiempo de operar (y muy lejos del punto de rotura que marcaría la obsolescencia natural), la obsolescencia del deseo hace que sea el consumidor quien decida jubilar determinados bienes antes de tiempo. En otras palabras, está en nuestras manos –las manos de los consumidores– evitar saltar de objeto de desecho en objeto de desecho, y perjudicar con ello al medio ambiente y a nosotros mismos.
Se ha implantado, aprovechando el deseo de respetar el medio ambiente y el deseo de mejora, una no demasiado seria conciencia medioambiental con la que nos sentimos tristemente satisfechos. Cambiar una bombilla que consume 12W por una de 10W, inclusive si a la primera le quedaban diez años de vida, nos hace sentir mejor. Por supuesto, sin comprobar cuánta energía fue necesaria para el diseño, la fabricación de ambas bombillas, su transporte, distribución, puesta en marcha, o reciclado posterior. Y si compensa de forma global el ser más verdes, tirando un producto funcional.
La diferencia fundamental entre estos dos recipientes es que uno de ellos durará toda la vida a un coste de fabricación bajo y que el otro requerirá inyecciones constantes de polímeros, energía y costosos procesos de reciclado, además de un enorme impacto en el medio ambiente.
En este último conjunto de productos estarían también las botellas de plástico (polímeros) y los vasos de cartón para café acompañados de una cucharilla de plástico, que tienden a justificarse poniéndose la etiqueta de «reciclables».
Sin embargo, sustituir estos por una botella de metal que puede durar toda la vida elimina no solo la extracción de toneladas de papel o polímeros, sino también una innecesaria inversión en reciclaje.
Si no desechas y compras bienes durables, ¿qué hay que reciclar?
En Nobbot | Móviles reciclados, sostenibles, biodegradables… Así es la tecnología con conciencia
Imágenes | iStock/Bet_Noire, Candoyi, Nimbuzz, Michael Gaida, Chromecast, Public Domain, Public Domain