Con los dispositivos móviles llegó nuestra condena. Sin saber cómo, todos nos hemos convertido en Diógenes digitales. Tenemos el gatillo fácil, pero es que es tan fácil tenerlo… Hacer una foto tras otra a nuestro bebé esperando el momento en que haga una mueca es sencillo: se dispara, se acumula, se escoge la más bonita y se envía al grupo de los abuelos por whatsapp. Ya está el objetivo resuelto.
¿A dónde van el resto de las fotos? Pues a la tarjeta del teléfono, que creemos infinita. Hasta que un día empieza el móvil a fallar en la sincronización y nos aborda con mensajes de alerta sobre la falta de almacenamiento. No es el momento para comprar otro móvil con más capacidad y, como necesitamos una solución inmediata, aceptamos que se haga una copia en la nube, esa nube que también termina por colapsarse, hasta que encontramos el hueco para descargarlas en el ordenador. El día llega, pero el ordenador también dice que está lleno y entonces pasamos algunas carpetas a un disco duro externo. Así vamos ganando oxígeno, pasan los meses y llega un momento en que el disco duro externo empieza a fallar y el ordenador no lo lee.
Ahora es cuando empiezan a temblarnos las piernas de verdad. ¿Cómo es posible que podamos perder todas esas imágenes irrepetibles, cómo hemos podido llegar a este punto?
salvando los muebles digitales
En la nube o en la tierra, la promesa de lo digital como algo etéreo que no ocupa espacio empieza a flaquear. Nos pasamos la vida salvando los muebles digitales, pasando los archivos que teníamos en un disquete a un CD, luego a un DVD, más tarde a un USB, luego a un disco duro externo y así al infinito. Por el camino vamos cambiando de ordenador y los nuevos ya no traen casetera de disquete, ni CD ni DVD. Y así sucesivamente. Tenemos discos pero no dónde reproducirlos. Y las nubes tampoco son eternas.
Por supuesto, nadie encuentra el momento de clasificar el material y borrar, sí borrar aunque parezca un pecado en la era digital, borrar todas aquellas fotos y vídeos que tomamos en las vacaciones, en las fiestas, en cualquier momento anodino y que ya despreciamos en el primer instante cuando quisimos compartir la mejor instantánea.
Nos supera la preservación digital doméstica. Nos sentimos seguros pensando en que «las tenemos», porque están en algún sitio. ¿Y para qué? para no volver nunca sobre ellas, para simplemente tranquilizar nuestra angustia y sentir en que están ahí por si acaso…
Pero no borramos y llega Navidad y queremos hacer un álbum en papel para regalar a la familia. Respiramos antes de enfrentarnos a esas miles de fotografías y nos sentimos incapaces de hacer una selección, pero al mismo tiempo empezamos a ser conscientes de que pase lo que pase, dentro de veinte o treinta años, cuando el Saturno de la obsolescencia tecnológica haya devorado nuevas criaturas siguiendo los pasos de nuestras mudanzas digitales, quizás ese álbum sea el único testigo de nuestra memoria personal.