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Primera anécdota: explicando en clase los problemas jurídicos, morales, psicológicos, que supone otorgar derechos políticos a los animales, indico que eso no supone que podamos destruirlos o maltratarlos de forma caprichosa. “Los árboles no tienen derechos y sin embargo yo no puedo ir y prender fuego a un bosque porque me apetezca”. Al fondo, un alumno pregunta enfadado: “¿Cómo que los árboles no tienen derechos?”.
Segunda anécdota: una alumna lleva quince minutos revisando conmigo mi corrección de su examen. Está enfadadísima y me discute cada error que le señalo. Finalmente rompe a llorar y me grita: “¡Vale, de acuerdo, suspendí! ¡Pero ahora tú me devuelves todo el tiempo que empleé en preparar el examen!”.
Tercera anécdota: en unas prácticas pido a mis alumnos que saquen una hoja y hagan unos ejercicios. Al término les pido que pongan su nombre en la parte de arriba y me entreguen el folio. Al llegar al despacho compruebo que más de la mitad se ha limitado a poner su nombre de pila -Carla, Alejandro, Alba- sin apellidos.
¿Qué tienen estas tres anécdotas en común? La candidez.
Definimos la “candidez” como una forma de estar en el mundo occidental actual en donde el individuo asume que el voluntarismo y el sentimentalismo es la escala que le es propia a todas las cuestiones micro y macrosociales, aquélla en donde se desenvuelve la vida y la que, en último término, fundamenta todas las demás al margen de los determinantes materiales de dichas cuestiones. La candidez, aunque no es exactamente lo mismo, está relacionada con la ligereza de la que habla Gilles Lipovetsky (“De la ligereza”, 2016), con la inocencia de la que habla Pascal Bruckner (“La tentación de la inocencia”, 1995) o con el infantilismo del que habla Frank Furedi (“Qué le está pasando a la universidad. Un análisis sociológico de su infantilización”, 2016).
Para que cuestiones como la estructura de las familias, el comportamiento alimentario, la nacionalidad, la elección de los estudios, la ideología política, el deseo sexual -y muchas más- se recoloquen ahora en una escala voluntarista emocional, radicalmente individualista, habrán hecho falta varios factores.
candidez en una sociedad opulenta
Y el principal es una sociedad opulenta en donde los determinantes materiales que la estructuran quedan ocultos en un segundo plano tras una abundancia que parece brotar per se y constituir la naturaleza misma autosustentada de las cosas. La sexualidad explota en todas sus combinaciones aritméticas desvinculada de la reproducción. Desaparecido el hambre, la dimensión identitaria de la comida va ganando cada vez más terreno a la dimensión nutritiva. Los Estados políticos parecen cristalizar a partir de sentimientos nacionalistas previos y no al revés, y cualquier recordatorio a los elementos coercitivos para su mantenimiento desasosiega a la ciudadanía. Las nuevas familias han roto cualquier vínculo con aspectos como la herencia, la propiedad privada o el reparto de las tareas y los cuidados en función de las diferentes edades de sus miembros. Dislocada de sus quicios, la conducta se desquicia.
Una vez que hemos ocultado su mecanismo refrigerante, la persona cándida cree que es el hielo el que mantiene frío al frigorífico. Como quien no conociendo la experiencia del hambre creyera que el organismo no necesita alimentarse y la comida existe sólo para el disfrute del gusto, el cándido no ve más allá de voluntades y emociones en todo lo que le rodea, y, en su adanismo, piensa que el mundo se reinventa caprichosamente desde cero cada día, así como él percibe que se reinventan de forma aleatoria sus voluntades y emociones.
Por tanto, bastará con la invocación al cambio para que el cambio ocurra. Los nuevos partidos se llaman con proclamas de coaching -Somos, Ganamos, Podemos, Queremos, Unidos, Ciudadanos-. Contra la guerra se propone la paz y contra la corrupción se propone la honradez. Don Draper (“Mad men”) sufre un shock existencial cuando se abren las puertas del ascensor y, debido a una avería, no está la cabina ante él sino el abismo de engranajes ocultos que lo mueven realmente.
Individualismo infantil
Pero no bastará con esto. Para que la candidez se convierta en la forma de estar en el mundo de nuestro tiempo van a hacer falta también la ciudad moderna y la publicidad. Ambos factores reman a favor de una potenciación del ámbito de lo íntimo y lo privado, completamente solidaria con el individualismo infantil propio de la candidez, en la línea que han desarrollado, por ejemplo, Byung-Chul Han (“La sociedad de la transparencia”, 2013) o Eva Illouz (“El futuro del alma”, 2016). La ciudad nos envuelve permanentemente de semidesconocidos -o semiconocidos-, personas ante las que debemos cultivar una identidad personal necesariamente competitiva y problemática, por más que se pretenda presentarla como espontánea y natural.
La maldición de la ciudad no es la soledad entre los desconocidos, sino la soledad entre los semidesconocidos -compañeros de clase, de trabajo, amistades ocasionales, vecinos de ascensor-, esa extraña figura social que no existía en la aldea clásica compuesta por aquéllos que ni nos conocen desde siempre ni nos conocerán para siempre y a los que necesitamos gustar. No se puede posturear ante un hermano, pero sí ante un nuevo asistente a nuestra clase de pilates.
Así, el disimulo, la excusa y el fingimiento se convierten en actividades fundamentales en la vida urbana, casi automáticas, casi inconscientes, y contra ellas se construye el mito del auténtico yo, del yo interior privado e íntimo, tan afín al voluntarismo y sentimentalismo del cándido. Ahora será imprescindible diferenciarse, representarse como seres especiales portadores de una esencia única autogenerada, reduciendo a aspectos coyunturales el papel del mundo en la formación de su persona.
La ciudad es el escenario del ver sin ser visto, del ser visto sin ver; la ciudad es el escenario del azar, de los encuentros casuales que no pueden existir en el pueblo, potenciándose hasta el infinito las posibilidades de la sociedad abierta; la ciudad, finalmente, es el escenario de la soledad -curiosamente, el ver sin ser visto, el azar y la soledad son los tres grandes temas de “Luces de la Ciudad”, de Charles Chaplin-.
Y, por último, va a hacer falta la publicidad. Más que a partir de las guerras mundiales, más que a partir de la caída del muro de Berlín o del sida, nuestra sociedad cambió radicalmente a partir de que Edward Bernays entendiera que el marketing de los productos debía reorientarse desde las necesidades a los deseos. Las necesidades son finitas y saciables, pero los deseos son infinitos e insaciables, especialmente si los deseos son de vanidad, narcisismo, identidad, triunfo personal y social.
Financiado por la American Tobacco Company a finales de los años 20 del siglo anterior, Bernays consiguió quintuplicar el consumo de tabaco entre las mujeres estadounidenses presentando a los cigarrillos como antorchas de la libertad en la lucha por la igualdad de derechos. Hay una línea ininterrumpida entre dicha campaña y las que vemos a diario en la actualidad -por ejemplo, la campaña “Soy yo” de El Corte Inglés-.
Héroes por un día
Pues bien, sumergido 24/7 en la ciudad y en publicidad desde el nacimiento, el cándido se ha creído que el mundo existe sólo para él y que sólo una injusticia podría privarle de disfrutarlo por completo. El mundo existe sólo para él, y en él el cándido podrá ser lo que desee, sin ningún límite, movido por un voluntarismo que funciona como criterio de verdad. ¿Quién se atreverá a negar a un joven que es un gato si él manifiesta su sentimiento de que lo es? Ser gato es acto de voluntad; no está materialmente determinado. We can be heroes just for one day.
El marketing ha convencido a los niños de que el mundo a su alrededor ha de responder a las necesidades que el propio marketing crea, las cuales pasan a ocupar el primer puesto dentro de la jerarquía de importancias en una psique hipercentrada en sí misma. Los sentimientos pasan a ser la escala que le es propia a todas las cosas. Esta idea ya no cambia, ni siquiera cuando el niño alcanza la edad adulta. La medida de todas las cosas deja de ser un orden moral y pasa a ser una historia privada cuyo único hilo de coherencia es el voluntarismo y el sentimentalismo del yo. La democracia deja de ser una negociación entre valores y pasa a ser una negociación entre gustos.
En su narcisismo y su arrogancia ignorante, con su maestría en el uso de la ironía y los zascas, el cándido se presenta como la cumbre de la pureza y la esencia humana, mientras Bernays se parte de risa recordando a las mujeres norteamericanas que tomaron conciencia reivindicativa de su condición de mujer fumando Lucky Strike. “Ese amor del que usted me habla lo inventamos hombres como yo para vender medias”, dice Don Draper a una clienta en el primer capítulo de “Mad men”. Las facultades de Psicología se abarrotan de cándidos, y, sin embargo, la visión del ser humano y del mundo que tienen esos graduados al término de sus estudios le debe más a Dulceida que a Freud o Skinner.
Este texto ha pretendido presentar un concepto psicológico -por tanto, social, cultural- que se considera particularmente potente a la hora de atrapar las claves de algunos de los problemas personales más identificativos de los individuos modernos. La investigadora de la Universidad de Oviedo Nazaret Gallego ha desarrollado en su Trabajo Fin de Grado toda una fenomenología de la candidez, destacando sus barrios y sus periferias -la autoayuda, la obsesión por la felicidad, ciertos feminismos, los mitos de la naturaleza y los animales, y muchos otros elementos constitutivos del psiquismo de nuestro tiempo-. Esta autora incluso ha elaborado un cuestionario, una herramienta con todos los requisitos psicométricos que ya ha demostrado su relación estadística con aspectos de las creencias políticas o religiosas de los jóvenes.
Lamentablemente, la exposición de las derivadas de la candidez y su entrecruzamiento con otras mareas relevantes hoy en día que realiza Gallego supera los límites de este trabajo. Particularmente, dos asuntos serían merecedores de textos igual o más largos que éste: la potenciación de la candidez a través de las redes sociales actuales, y el arsenal comercial, terapéutico, ideológico del que la sociedad se ha provisto para acudir en ayuda de las averías de la candidez.
José Manuel Errasti Pérez, Profesor titular de Psicología de la Personalidad, Universidad de Oviedo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.