Fantasmas digitales, así se refirió mi amigo a los difuntos que habitan en nuestras pantallas. “¿Cómo se borra del móvil a alguien querido que murió? Ver su número entristece pero genera la absurda ilusión de estar a una llamada, a un clic de distancia. Eliminar su rastro en el smartphone es sufrir de nuevo el duelo, es volver a enterrarla”, me dijo. Sabía de lo que hablaba, despedimos a su hermana semanas antes, en uno de esos días neblinosos y fríos que pueblan los versos románticos.
borrar la huella digital, incluso hay servicios funerarios que ofrecen ese servicio que viene a solucionar una situación relacionada con la privacidad. Sin embargo, las personas somos más que fríos datos, más que titulares que hablan sobre nuestro derecho al anonimato, más que líneas en un texto legal. Borrar la huella digital es cortar el último hilo que nos une a quién partió. Frente al derecho al olvido está la necesidad de recordar.
Se habla mucho deSigue mi amigo. A veces llamas, por costumbre, sin esperar que te conteste, y permaneces un rato escuchando la nada. Y mandas un mensaje que nunca se ilumina con esa doble aspa azul. Pero envías otro porque da igual. No importa que ella ya no pueda leerlo, importa que tú puedes enviarlo.
Y pasan los días y sigues mirando su última conexión a Whatsapp, que es la del día antes de su muerte. Porque el desenlace fue repentino y horas antes mandaba y recibía mensajes de cariño. Y la foto de su perfil es de cuando aún tenía ese hermoso pelo, el que perdió.
llámame un día
“Llámame un día, imagina que te contesto”, bromeaba. Pero no contesta nunca y es insoportable su silencio. ¿Y cómo silenciar el silencio? A veces leo todos sus mensajes, los que nos mandamos cuando discutíamos porque se rendía y yo no quería que lo hiciera.
Y no se rindió…¿pero qué más da? Nadie honró su féretro con una bandera ni sonaron marchas militares. Solo la metieron en un horno y nos la devolvieron en un recipiente de plástico, como si fuera comida para llevar. Y nos la llevamos. Bueno, nos llevamos eso que no era ella…
Ha pasado apenas un mes pero, si no veo sus fotografías, apenas ya la recuerdo. Solo la forma general de la cara, algún gesto, como una imagen creada por una inteligencia artificial. Rara, no es ella aunque se parece…pero no huele, no ilumina las esquinas del mundo. Prefiero repasar su Instagram.
Y ahí sigue su móvil, en la mesilla. Siempre con la batería cargada por si…Ya, qué estupidez. Pero siempre cargada, hasta que reúna el valor para borrar su número, sus mensajes y sus fotografías. Y tiraré ese móvil y será entonces cuando se irá. Y no habrá más.
La enterramos en 23 de diciembre, no quiso llegar a Navidad, quizás porque era muy atea. En fin, está guapa en su foto de perfil, sonriente. Es de antes de que la atrapara el monstruo. Un día la borraré, pero no será hoy.
Después de contar esto me miró. Intenté, sin éxito, gastar una broma sobre lo difícil que nos lo pone la tecnología para morirnos. Apuramos la cerveza y nos besamos al despedirnos, como siempre hacemos. Era una noche de miércoles y hacía frío en Madrid así que las calles estaban vacías. Mejor, porque no me gusta que me vean llorar.
Termino con una anécdota que han compartido conmigo en Twitter y que da cuenta de la extraña maravilla que se encierra en cada uno de nosotros. Sean felices, no tienen tiempo que perder.
Mi padre murió en 2007.
Él tenía un móvil de prepago al que debían de quedarle 15€ de saldo. Un día, quizá una semana después de su muerte, mi móvil suena. En pantalla aparece “Papá”. Casi me desmayo. Contesto. Era mi madre: “Mujer, es por gastar la tarjeta”, me dice. Casi muero— Teresa Amor (@tereamor) 8 de febrero de 2019