La guerra hoy es cosa de drones y misiles de largo alcance. Carros de combate, buques y aviones. Pero durante la mayor parte de la historia los animales eran tan importantes como los soldados. Caballos, camellos, perros, palomas y hasta osos eran protagonistas habituales del campo de batalla. Muchos, como pasaba con los humanos, no sobrevivían. Pero la naturaleza podría estar superando los conflictos del Homo sapiens mucho mejor de lo que pensamos.
Durante los primeros años del siglo XIX, las guerras napoleónicas llevaron la destrucción a buena parte de Europa. Campos cultivados y bosques salvajes sufrieron por igual el impacto de la artillería y los daños de las cruentas batallas. Pero tras la guerra, llegó el momento de las amapolas. Cientos de miles de Papaver rhoeas crecieron rápidamente donde antes solo había signos de destrucción. Fue la primera señal de que la naturaleza podía sacar partido a los desaguisados humanos.
Chernóbil, paraíso natural
El ?26 de abril de 1986 se produjo en Chernóbil (Ucrania) el mayor accidente de la industria nuclear civil en la historia. A día de hoy, el terreno sigue contaminado y está prohibido vivir en la llamada Zona de Alienación (30 kilómetros a la redonda del reactor nuclear). Prohibido para humanos. Porque lobos, jabalíes, alces y renos han tomado el lugar. Y sus números son mucho más altos que en otras regiones de Bielorrusia y Ucrania.
La historia es habitual en los medios. ¿Por qué Chernóbil se ha convertido en un paraíso natural? ¿Es a causa de la radiación?, se preguntan los amantes de la conspiración. En realidad, no existe demasiada literatura científica al respecto de Chernóbil. De hecho, algunos estudios sugieren que, si bien es cierto que los números de algunas especies de mamíferos han aumentado, estos son similares a los de otras reservas naturales de la zona.
La relación entre fisión nuclear y vida salvaje se ha estudiado en otros territorios. El atolón Bikini, en las Islas Marshall, es hoy un paraíso de corales y vida marina, según un estudio reciente de la Universidad de Stanford. Cualquiera diría que allí se llevaron a cabo 67 pruebas de bombas atómicas entre los años 40 y 50 del siglo pasado. Vistos los precedentes, no son pocos los científicos que tienen un ojo puesto en Fukushima para acabar de desentrañar la relación entre catástrofe nuclear y vida salvaje.
Los beneficios de la posguerra
Entre 1939 y 1945, pescar en el mar del Norte estaba prohibido. Las aguas atlánticas se reservaban para otro tipo de barcos y objetivos. Además, muchos de los navíos pesqueros y de los propios pescadores fueron reclutados durante la Segunda Guerra Mundial. Como resultado, se creó una reserva marina accidental de cerca de 600.000 kilómetros cuadrados. Para cuando la actividad pesquera se recobró en los años 50, el número de bacalaos, abadejos y otras especies de alto valor comercial se había multiplicado.
Sin embargo, no es durante las grandes guerras, sino después, cuando mayor partido saca la naturaleza a los conflictos. La zona desmilitarizada entre las dos Coreas es un paraíso para especies tan poco comunes como el goral de cola larga y el oso tibetano. En los terrenos minados en la frontera entre Irán e Iraq, el leopardo de Persia, en peligro de extinción, ha construido un santuario. Algo parecido sucede con el gato de Bengala y el oso negro asiático en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán. O los terrenos donde se erguía el telón de acero entre dos mitades de Europa.
La lista es enorme. Gorongosa, en Mozambique, hoy parque natural, es un símbolo de recuperación del país tras 15 años de guerra civil. Las islas Falkland, más conocidas como Malvinas, son uno de los pocos lugares del mundo donde se deja ver el pingüino de penacho amarillo. Y la isla de Vieques, en Puerto Rico, se ha convertido en uno de los puntos calientes de la biodiversidad en el Caribe tras años de desastrosas maniobras de los marines estadounidenses.
Los daños del conflicto
Hasta aquí nos ha quedado un artículo entre belicista y ecologista. Ahora viene la otra cara de la moneda. Puede que la naturaleza salga rápido adelante tras un conflicto. Pero durante la guerra, plantas y animales sufren tanto como los seres humanos. Volviendo a Gorongosa, durante la guerra de Mozambique la población de jirafas, hipopótamos y elefantes se redujo en un 90%. Y durante la guerra civil de Uganda se extinguieron dos especies únicas de antílopes.
Los datos, de un extenso estudio publicado en ‘Nature’ el año pasado, no dejan lugar a dudas. Joshua Daskin y Robert Pringle, investigadores de la universidad de Princeton, recopilaron datos de 253 especies de grandes mamíferos africanos entre 1946 y 2010. Más del 70% de poblaciones se habían resentido por culpa de la guerra, tanto por su efecto directo como por la falta de políticas conservacionistas (los gobiernos tenían otros asuntos entre manos) y el aumento del furtivismo como modo de supervivencia y financiación de la guerra.
“Los mayores efectos del conflicto en las poblaciones salvajes parecen deberse a los impactos socioeconómicos en cadena que degradan la capacidad institucional para la conservación de la biodiversidad o la capacidad de la sociedad en su conjunto para priorizar esta protección”, señala Joshua Daskin.
¿Catástrofe o zona sin humanos?
La conclusión de Daskin y Pringle y los datos de recuperación de las zonas de posguerra nos llevan de nuevo al principio. ¿Hay una relación directa entre naturaleza salvaje y conflicto? ¿O quizá gira todo alrededor del impacto de la actividad humana? En la Europa continental hay hoy 17.000 lobos, otros tantos osos pardos y cerca de 9.000 linces (boreales, no ibéricos). Los números van en aumento y las poblaciones de grandes carnívoros son las más altas en 200 años.
Todo parece indicar que no es el posconflicto (la última guerra en Europa occidental queda lejos) lo que está beneficiando a estas especies. Sino una combinación de políticas proteccionistas y, sobre todo, el abandono del rural en favor de unas ciudades cada vez más pobladas. Allí donde apenas hay actividad humana, la naturaleza salvaje ha vuelto para reclamar su lugar. Y esto, claro, está causando conflicto con los que siguen viviendo en y del campo, como los ganaderos.
El equilibrio entre presas y predadores es delicado. Y el ser humano no es ajeno a ello. Ya sea por el uso extensivo e intensivo de los recursos, por la destrucción que conlleva la guerra, por el abandono del territorio o por la existencia (o no) de políticas conservacionistas, lo único claro es que el Homo sapiens sigue marcando el ritmo de la vida salvaje.
En Nobbot | Cámaras con inteligencia artificial para acabar con la caza furtiva en África
Imágenes | Unsplash/howling red, Philippe Montes, Ishan @seefromthesky, G Meyer