Hay un orangután en mi habitación. Seguro que lo has visto estos días. Un pequeño orangután que no puede vivir en su bosque y se refugia en la habitación de una niña pequeña. El cultivo de palma para aceite es el culpable de la destrucción de su hábitat. Convertida en vídeo de animación por la cadena de alimentación Iceland Foods, su historia se ha vuelto viral. Pero, cómo no, la moraleja final tiene truco.
La mitad de la población mundial (7.300 millones y subiendo) consume aceite de palma. Entre 1980 y 2014, su producción se multiplicó por 15. A octubre de 2018, los cultivos de palma para aceite ocupaban 18,7 millones de hectáreas del planeta Tierra. Dos veces el tamaño de Portugal. El 85% de la producción global tiene su origen en Indonesia y Malasia. Allí, las plantaciones son también una de las principales fuentes de empleo y desarrollo económico.
Los datos, del último informe de la International Union for Conservation of Nature, se extienden durante páginas y páginas. El cultivo de aceite de palma genera emisiones de gases de efecto invernadero, contribuye a la deforestación, afecta directamente a 193 especies en peligro de extinción, destruye los recursos de comunidades locales… Ah, y es el último gran enemigo de la salud de Occidente. El mundo se prepara para las consecuencias.
El poder del consumidor
La decisión de una persona en un supermercado de Getafe puede generar un terremoto en Indonesia. El efecto mariposa es real en la cadena alimentaria que nos hemos construido los seres humanos. El consumidor tiene poder para cambiar ciertas cosas, aunque los efectos no siempre son los deseados. Los del aceite de palma son un buen ejemplo. ¿Salvaríamos a los orangutanes si boicoteásemos a escala mundial los productos que lo contienen?
“La palma aceitera produce hasta nueve veces más aceite por unidad de superficie que otras cosechas importantes. Puede ayudar a satisfacer la demanda mundial de aceites vegetales, que se estima que aumentará de 165 millones de toneladas anuales a 310 millones de toneladas en 2050”, sostiene el informe ‘Palm Oil and Biodiversity’. “Prohibir el aceite de palma podría resultar en […] un aumento en la tierra utilizada para producir otros aceites (soja, girasol, colza) que impacten en la biodiversidad de las regiones donde se producen”.
La solución que proponen desde la organización internacional no pasa por millones de decisiones individuales, sino por una gran decisión común. “Son necesarias políticas y programas efectivos para detener la tala de bosques tropicales para nuevas plantaciones de palma aceitera”, concluyen. Y, para aquellas plantaciones existentes, la sostenibilidad debe ser el único objetivo válido.
Un superalimento llamado quinoa
Hace 7.000 años, la quinoa era un alimento sagrado para los incas en Bolivia y Perú. En el siglo XXI, sus propiedades nutritivas la convirtieron en el objeto de deseo de un mundo que quería comer más sano. Los superalimentos no existen, pero la quinoa es lo más parecido que hay. Como consecuencia del aumento de la demanda global, el precio de este pseudocereal primo de las espinacas (en la foto bajo estas líneas) se disparó. Entre 2005 y 2013, creció un 600%.
Según un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la escalada de los precios permitió un uso más intensivo de la tierra gracias a la adquisición de maquinaria y mayor acceso al crédito para los agricultores locales. Además, muchas familias campesinas tuvieron acceso al sistema educativo y sanitario (antes con precios prohibitivos). Pero dejaron de comer quinoa, era demasiado caro.
En los primeros 15 años de siglo, la producción de quinoa en Bolivia se multiplicó por dos. En 2013, el 90% se exportaba fuera del país. Y el superalimento había pasado de ser consumido cuatro o cinco veces a la semana a representar menos de un 1% de la dieta (Capodistrias, 2013). Pero el mercado global de la alimentación todavía guardaba un as en la manga.
Varias grandes empresas han empezado a producir quinoa a gran escala en otros territorios. El precio ha vuelto a caer a cifras cercanas a las del principio del boom. Las comunidades agrícolas de Bolivia y Perú, dedicadas casi por completo a la quinoa (eliminaron otros cultivos menos rentables), se enfrentan al empobrecimiento repentino. Al menos, siempre podrán volver a subsistir a base de su superalimento sagrado.
Viva el guacamole
El aguacate es la fruta con mayor cantidad de proteínas. Además, tiene un alto contenido calórico y graso. Y está riquísimo. México es el país que más produce y más consume, al menos, de momento. Solo entre 2016 y 2017, el precio del aguacate se disparó un 120%, según un informe de Bloomberg. Comer guacamole se convirtió, durante varios meses, en una actividad de lujo. La razón está, de nuevo, en los hábitos alimentarios de la parte más rica del mundo.
Estados Unidos y los Países Bajos (que reexporta al resto de Europa) son los dos mayores importadores de aguacate del planeta. China parece haberse unido a la fiebre verde en el último año. En 2018, los precios han vuelto a bajar, pero la fuerte sequía que sufren México y California (una de las huertas del mundo) amenaza con volver a disparar los precios si la demanda no echa el freno.
Historias como las de la quinoa y el aguacate se repiten alrededor del globo. Aquella crisis del pepino que nos alcanzó en verano de 2011 o la escasez recurrente de avellanas y almendras son otros ejemplos. Tienen causas y consecuencias diferentes, pero las dinámicas son las mismas. La decisión de millones de consumidores unidos hace tambalear el mundo. Sean conscientes, inconscientes, fundadas o disparatadas. Estén motivadas por un vídeo viral o palabrería pseudocientífica. Tenemos un orangután en la habitación y hay que hablar de él.
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Imágenes | Unsplash/Prudence Earl, Achmad Rabin Taim, Maurice Chédel