¿Qué es la estupidez?
Cipolla, posicionando en abcisas la variable “ganancia para uno mismo” y, en ordenadas, “ganancia para el otro”, acota al estúpido en el cuadrante en que ambas variables tienen valores negativos. De esta manera, el estúpido sería aquel individuo que perjudica a otra persona (o grupo de personas) obteniendo perjuicio para sí mismo. Cuanto más nos alejemos hacia la izquierda y hacia abajo del origen de coordenadas, más estupidez estará concentrada en la persona en cuestión.
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Observando este mismo gráfico, se entienden perfectamente las tres categorías básicas restantes en las que los ejes cartesianos dividen al comportamiento humano en relación a estas dos variables.
Así, el inteligente sería quien obtiene beneficios para sí mismo a la vez que genera ganancia a los demás; el malvado ganaría a costa de perjudicar a otros; y el incauto (o desgraciado) beneficiaría a otros pero perjudicándose a sí mismo.
El estúpido pierde y hace perder a los demás
Ateniéndonos a esta segmentación de comportamientos, no hay duda en cuanto a dónde situaríamos a los “negacionistas” de la COVID-19 que pudimos contemplar hace poco manifestándose por las calles de Madrid y, más recientemente, por las de Barcelona. Su ausencia de protecciones sanitarias mínimas mientras gritaban, así como sus efusivos abrazos y besos, iban dirigidos directamente a su propio perjuicio, a la vez que perjudicaban a toda la sociedad al crear la situación ideal para que el virus se difundiera.
Son ejemplos perfectos del ser estúpido.
Otros ejemplos serían los que se ponen a hacer botellón, o los DJ estúpidos que actúan como aspersores con su boca sobre un público más estúpido todavía.
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¿Por qué la estupidez es peligrosa?
En este mismo ensayo, Cipolla aporta unas fascinantes leyes fundamentales de la estupidez. La primera de ellas afirma que “Siempre e inexorablemente subestimamos la cantidad de estúpidos que hay en circulación”. La segunda (“La probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esa persona”), hace posible que nos encontremos estúpidos en todas las circunstancias, sin limitaciones por edad, profesión, nacionalidad, nivel de estudios, sexo, raza o religión.
Pero quizás la condición de extremo peligro del estúpido venga de mano de la cuarta ley, que afirma: “Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error”.
Por último, Cipolla tiene en cuenta el hecho de que el estúpido no sabe que es estúpido y, como tal, causará estragos estúpidamente (esto es, sin malicia, sin objetivos, sin remordimientos y sin lógica alguna).
La conclusión es meridiana: los estúpidos son mucho más peligrosos que los malvados, porque su ausencia de método y su actuación, siempre improvisada y errática, irremediablemente desconciertan al inteligente. Por muchas neuronas que éste tenga, nunca acaba de asimilar que la razón (su herramienta de trabajo) brilla por su ausencia en el estúpido.
Mucho peor, pues, que se nos rompa la mascarilla o que se sature la UCI de nuestro hospital es… tener estúpidos cerca.
¿Por qué la estupidez no es respetable?
Aunque Karl Popper, en La lógica de la investigación científica, ya planteó el problema de encontrar un criterio de demarcación único y universal para separar la ciencia de lo que no lo es, el método científico admite como hipótesis de trabajo en ciencia todo aquello susceptible de ser refutado empíricamente.
Así, las hipótesis son sometidas a implacables experimentos encaminados a demostrar que son falsas y, solo si sobreviven a estas pruebas de fuego, se dan como válidas (aunque siempre con carácter provisional). Los resultados de estos experimentos, sometidos a controles de doble ciego, son enviados a revistas especializadas donde se someten a la revisión por pares. Solo si superan esta sucesión de rigurosos controles, se publican en revistas especializadas y se ofrecen al conocimiento de la comunidad científica.
Por el contrario, toda afirmación que no sea fruto de este largo y durísimo proceso de criba, quedaría fuera del campo de la ciencia y sería considerada como acientífica. ¡Ojo! Esto que no quiere decir que una aseveración acientífica sea ni verdadera ni falsa, ni buena ni mala, sino, simplemente, que no es científica.
Fuera del ámbito de la ciencia quedarían, pues, disciplinas como el arte, la religión o, en general, todos los campos del conocimiento donde las afirmaciones que se proponen son opinables pero no comprobables. Quiero dejar muy claro que estas cuestiones subjetivas que se incluyen en estos campos no científicos son absolutamente respetables, puesto que forman parte de otros aspectos del pensamiento humano tan importantes como la libertad de creencia de cada persona. Simplemente, no serían ciencia.
Pero lo que considero que no es respetable es la pseudociencia. Es decir, realizar afirmaciones presuntamente objetivas pero que, lejos de ser el resultado del uso del método científico, son fruto del capricho, de la ideología, de la conveniencia, de la corrección política, de la creencia o… de la estupidez. Esto es, precisamente, lo que hacen los manifestantes “negacionistas”: oponerse a las afirmaciones científicas con argumentos arbitrarios. Por eso, desde mi punto de vista, no deberían gozar ni siquiera de denominación específica. Habría que llamarlos, sencillamente, estúpidos.
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.