El sonido es mecánico. Viaja deformando el espacio que recorre y a veces lo escuchamos, pero otras no. Y siempre va a morir a algún lugar. En la Tierra, ese sitio es el edificio B87.
Al menos, ese es uno de los sitios de los que el sonido no logra escapar. Es un espacio de silencio extremo. Situado en las oficinas centrales de Microsoft en Redmond (Estados Unidos), el B87 ostenta desde 2015 el récord de ser el lugar más silencioso del planeta. En una de sus tres cámaras anecoicas, el sonido tiene una intensidad media de -20 decibelios (dB). No solo no escuchamos nada (el umbral audible por el ser humano es de 0 dB), sino que el sonido es negativo.
Es tanto el silencio que la mayoría de las personas apenas lograría aguantar dentro más de 40 minutos sin volverse loco. Por seguir con los récords antes de entrar en materia, en 2016 la youtuber Rio Fredrika logró aguantar una hora y siete minutos en la cámara anecoica de la London South Bank University (Reino Unido). Y lo grabó todo en vídeo, por supuesto.
La tumba del sonido: qué es una cámara anecoica
Paredes con extrañas estructuras en forma de W y cimientos independientes que mantienen la habitación prácticamente flotando. Todo para alcanzar los límites de la física del sonido en la Tierra. Dentro de las cámaras anecoicas, todo está diseñado para absorber las reflexiones de las ondas sonoras (o electromagnéticas, en otra de sus versiones) y para impedir que las fuentes de sonido externas alcance el interior. Allí no hay eco. Cualquier sonido que se produzca, muere casi al instante.
El origen de las cámaras anecoicas es científico. Se utilizan para experimentar en el campo de la acústica y poner a prueba el rendimiento de altavoces y micrófonos, entre otros dispositivos, medir el ruido que generan aparatos que deben ser silenciosos, como los marcapasos, e incluso testear redes de telecomunicaciones. La mayoría de agencias espaciales, como la NASA y la ESA, también las usan para poner a prueba los equipos que van a estar en el espacio y entrenar a los astronautas para las condiciones de silencio que se dan fuera de nuestra atmósfera.
Una de las más antiguas está en los Nokia Bell Labs, fundados en 1925. La cámara fue construida 20 años más tarde y se ha empleado, entre otras cosas, para estandarizar las curvas isofónicas, las curvas que se utilizan para calcular la relación entre la frecuencia y la intensidad (en decibelios) de dos sonidos diferentes.
El mecanismo mediante el cual las cámaras anecoicas logran alcanzar niveles de silencio tan elevados es bastante sencillo. Primero hay que entender cómo funciona el sonido. Este es una onda mecánica que se mueve a través de un medio: un gas (como el aire), un líquido (como el agua) o un objeto sólido. Cuando la onda llega a una superficie, pueden pasar dos cosas, que sea reflejada o que sea absorbida. Por lo general, pasa un poco de cada una. Fruto de la reflexión, existen fenómenos como el eco.
Las salas anecoicas están diseñadas justo para reducir al máximo la reflexión del sonido. Gracias a las formas en W que recubren sus paredes y a los materiales con los que están construidas (como espumas densas y fibra de vidrio), logran absorber la práctica totalidad de las ondas mecánicas del sonido. Si damos una palmada en su interior, oiremos el golpe, porque sigue habiendo aire para que el sonido se transmita. Y nada más. El ruido se apaga de forma inmediata.
¿Por qué no toleramos el silencio extremo?
Vivimos en un mundo contaminado de sonido. Cualquier actividad humana conlleva casi siempre un ruido. El tráfico rodado, las obras, las terrazas, los aeropuertos… En la mayoría de ciudades del planeta, hay zonas donde la contaminación acústica supera los niveles recomendados. Solo en Europa, se calcula que más de 110 millones de personas están expuestas a ruidos que afectan a su salud. No es de extrañar que haya momentos en nuestro día a día en que echemos de menos el silencio.
Sin embargo, ¿cuánto silencio es bueno? ¿Cuánto somos capaces de tolerar? Nuestro cerebro, como sucede con el resto de animales del planeta, ha evolucionado para adaptarse a unas condiciones bastante concretas. Puede que se canse con el ruido constante del tráfico, pero el silencio total tampoco le gusta. Siempre está ‘buscando’ cosas que oír. Y dentro de una cámara anecoica, la única fuente de sonido es el propio humano en su interior.
Así, según cuentan quienes lo han probado, a los pocos minutos de entrar en una de estas salas empezamos a escuchar todos los sonidos que generamos, como los latidos del corazón. Hay quien dice que ha oído incluso el ruido que hacen sus pulmones. Además, todo el sonido proviene de nuestro interior, lo que acaba por desorientar al cerebro por completo. De hecho, la mayoría de personas tiene problemas para permanecer de pie al cabo de unos pocos minutos.
Si la estancia en el silencio extremo se prolonga, suelen aparecer dolores de cabeza, pitidos en los oídos, señales de desorientación severas e incluso ataques de pánico y claustrofobia. Algunas personas han llegado a creer que el mundo se había olvidado de ellas y debían permanecer encerradas para siempre. Al salir, eso sí, esas sensaciones desaparecen. Los latidos del corazón se apagan y el cerebro regresa a su cómodo espacio lleno de ruidos y reflexiones.
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