Las actividades humanas han derivado en una grave crisis ambiental y, aunque la geología oficial no la reconoce como una nueva era, algunos consideran que hemos entrado en el Antropoceno, un nuevo período caracterizado por la omnipresente huella humana.
Pero cuando hablamos de la “huella humana”, ¿a qué nos referimos? Es decir, ¿las actividades de quién, exactamente, han creado esta crisis? Se nos ha repetido hasta la saciedad que nuestro estilo de vida, el de los ciudadanos corrientes, es insostenible y que somos culpables del cambio climático. Pero la repetición de un mantra no transforma un relato en realidad.
Este es uno de los muchos falsos dogmas ecológicos que se han instalado en el imaginario colectivo y que en realidad agravan la crisis ambiental.
Como explico en el libro Ecomitos (Plataforma Actual, 2024), la idea de que los ciudadanos corrientes somos los responsables del cambio climático es, precisamente, el peor de todos los bulos ambientales. ¿Cómo surge esa idea y por qué retrasa la respuesta efectiva a la crisis ambiental?
Desigualdad en las emisiones
Una consecuencia del ecomito de la responsabilidad individual es que la sobrepoblación subyace a todos los problemas ambientales. Si el problema somos los ciudadanos corrientes, la gravedad del problema lógicamente aumenta con el número de habitantes.
Esta idea ha sido ampliamente difundida por diferentes entidades ecologistas, estudios publicados en la literatura científica e incluso personas muy conocidas y queridas, como David Attenborough o Jane Goodall .
Como resultado, estas entidades ecologistas han recibido fondos para ejecutar en los países del sur global programas de control de la natalidad que, en ocasiones, incluyen la esterilización. Estos programas han sido financiados por las grandes corporaciones y algunos gobiernos.
Los datos, sin embargo, dibujan una realidad muy diferente: el 10 % de la población, la más acaudalada, es responsable del 50 % de las emisiones. Por el contrario, el 50 % más humilde de la población apenas emite el 10 % de total.
El problema no es, por tanto, que seamos demasiadas personas, sino que una élite minoritaria está consumiendo una cantidad absolutamente desproporcionada de recursos (y financiando a oenegés para perpetuar el relato).
Las acciones individuales resultan insuficientes
Acabamos de describir los dos extremos: el del 10 % más rico y el del 50 % más pobre. Seguramente, la mayoría de lectores de este artículo se encontrarán en el 40 % intermedio. Los datos nuevamente revelan cómo, aunque hagamos grandes sacrificios a nivel personal para disminuir nuestra huella ambiental, no lograremos pasar a un modo de vida sostenible.
Investigadores del norteamericano Instituto Tecnológico de Massachusets cuantificaron la huella de carbono de un indigente en los Estados Unidos: es de 8,5 toneladas de CO₂ al año, lo que supera la media de un ciudadano español (5,7 toneladas por año) o de cualquier país latinoamericano (que oscila entre las 0,9 toneladas anuales de Honduras y las 4,9 de Chile).
Un ciudadano estadounidense, por tanto, siempre emitirá más que un ciudadano promedio en estos países, independientemente de sus acciones individuales. Esto nos indica la importancia del contexto socioeconómico en el que vivimos, que determinará nuestra huella de carbono.
La trampa de la huella de carbono
La tendencia a culpar a los ciudadanos de la crisis ambiental viene de atrás. En el pasado reciente, el momento más importante seguramente fue la campaña de publicidad desarrollada por la petrolera BP en 2004.
La empresa abría sus comerciales con un concepto que, en aquellos tiempos, nadie conocía: “¿Conoce usted su huella de carbono?”. En el anuncio se facilitaba la dirección web de la primera calculadora de huellas de carbono, de manera que podíamos calcular cuánto CO₂ emitimos a nivel individual. Es decir, cuál es nuestra contribución individual al cambio climático.
Y es ahí cuando, de forma mágica, la responsabilidad por el cambio climático dejó de ser de las grandes corporaciones y pasó a ser de los ciudadanos. Las emisiones indiscriminadas de gases con efecto invernadero ya no resultaban de la quema de combustibles fósiles o de la actividad de las petroleras, sino de nuestro día a día.
La “gran coalición” y el cambio climático
Otra consecuencia de la huella de carbono ha sido el desarrollo de los mercados de carbono: las empresas pagan una cuota por el CO₂ que emiten y repercuten ese precio al consumidor. Además, se les permite “compensar” sus emisiones de CO₂ a través de plantaciones de árboles.
El origen de estos mercados lo encontramos en la famosa cumbre climática de Kioto, de 1997, donde los EE. UU. presionaron a la Unión Europea para que aceptara este sistema. En Kioto se estableció también una coalición entre petroleras y distintas entidades ecologistas, que se unieron a los EE. UU. para forzar la aceptación por parte de la UE.
Los datos nos indican que este mercado ha generado unos ingresos extra a las empresas energéticas europeas de unos 7 000 millones de euros al año como resultado del aumento del precio de sus productos. El descenso en las emisiones, sin embargo, ha resultado anecdótico.
Algunas entidades ecologistas han desarrollado programas para promover la plantación de 1 billón de árboles, en colaboración con el Foro de Davos. Es decir, muchas oenegés “conservacionistas” reciben millones de dólares en donaciones de los grandes magnates para que se realicen plantaciones de árboles en su nombre. Por desgracia, la ciencia nos ha demostrado, una y otra vez, que estas plantaciones no resultan suficientes para compensar las emisiones: la única opción es olvidarse del greenwashing y dejar de emitir.
La coalición que han establecido las multinacionales contaminantes con las grandes entidades ecologistas ha creado un relato que, como expongo en Ecomitos, impide la acción climática efectiva al culpar al ciudadano de un problema que no ha creado. Y todo esto ocurre en connivencia con el legislador, que es quien realmente tiene competencias para abordar el problema.
Es por ello que la acción ciudadana, donde puede resultar más efectiva, es presionando al legislador para que tome medidas pensando en el bien común, y haciendo caso omiso a la presión de estos lobbies.
Los ciudadanos corrientes son, en muchos casos, más víctimas que culpables. Recuerden, por ejemplo, a las personas fallecidas por el aumento en las olas de calor. O a quienes viven cerca del mar y, en las próximas décadas, puede que se queden sin casa.
Víctor Resco de Dios, Profesor de ingeniería forestal y cambio global, Universitat de Lleida
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.