José Moisés Martín es uno de esos economistas que cree que la economía está al servicio de las personas, tal como deja claro en sus habituales colaboraciones en medios de información. Su amplia trayectoria profesional, tanto en organismos públicos como en empresas privadas y organizaciones no gubernamentales, le avala como una de las voces de referencia para comprender la deriva del capitalismo y avanzar pistas sobre lo que nos aguarda en el futuro. Actualmente, dirige la consultora Red2Red, es miembro de la asociación progresista Economistas Frente a la Crisis y forma parte de los “100 de COTEC”.
– A raíz de la gran crisis económica de estos años se habló de la refundación del capitalismo pero parece que, lejos de refundarse con una perspectiva más social, se ha reforzado en sus aspectos más voraces. ¿Hay vida más allá de un capitalismo que identifica economía con mercado y en el que sigue aumentando la brecha de la desigualdad?
El capitalismo, tal y como lo conocemos, está condenado a desaparecer. Hoy mismo no tiene nada que ver con el capitalismo que describieron los economistas clásicos, que no tenían una bola de cristal, y que describieron su mundo, no el nuestro. Lo que no sabemos a ciencia cierta, es hacia qué modelo de producción avanzamos. Hay fuerzas en contradicción y de alguna manera dependerá de todos y todas orientar hacia qué lado de la balanza se inclinará. Al tiempo que vemos que la acumulación de riqueza en manos de unos pocos es altísima, crece la preocupación sobre la sostenibilidad del modelo.
El Foro de Davos es un buen ejemplo de lo que está ocurriendo: pasó de celebrar la globalización en los años noventa a preocuparse por sus efectos más negativos, como la desigualdad, en las últimas convocatorias. También hemos visto crecer la conciencia entre inversores y consumidores, de manera que hoy una empresa que no tenga una visión propia sobre su sostenibilidad social y ambiental está en desventaja en el mercado. Pero más allá de esto, no hemos dado con la clave que nos permita avanzar. De hecho, es posible que no haya una única clave, sino muchas, que se mueven al mismo tiempo. La tecnología y la innovación es una de ellas, pero cada vez soy más consciente de que las posibilidades técnicas avanzan más rápido que nuestra capacidad de asimilarlas y, por lo tanto, de orientarlas en un sentido beneficioso para el ser humano.
Hoy, una empresa que no tenga una visión propia sobre su sostenibilidad social y ambiental está en desventaja en el mercado.
– También se habló mucho de transformar el modelo productivo español, basado en servicios de poco valor añadido y ladrillo, hacia un modelo apoyado en la innovación. Sin embargo, la sensación es que hemos aprendido poco estos años y la burbuja inmobiliaria parece que vuelve a inflarse, al mismo tiempo que no hay señales de una apuesta decidida por la I+D+i. ¿Nos hallamos ante otra oportunidad de modernización perdida?
En términos de reforma de nuestro modelo productivo, la salida de la crisis ha sido decepcionante. En 2013 o 2014 se tenía una idea precisa de hacia dónde debíamos avanzar como país: innovación empresarial y tecnológica, cualificación de los recursos humanos, recuperación social y sostenibilidad ambiental. Las reformas que nos debían dirigir hacia ese cambio quedaron encalladas por la situación política. Si no actúas, la maquinaria de nuestra economía hace lo que sabe hacer: utilizar la mano de obra poco cualificada para ofrecer trabajos de poco valor añadido. Un empresario de la construcción no se pasa al big data de manera natural. Por sí sola, la economía no evoluciona, necesita que establezcamos cauces institucionales para que discurra por nuevos caminos. Hay mucha literatura económica sobre ello. Decirlo en un atril no cambia nada, había que actuar y no se ha hecho.
– Por cierto, ¿de verdad hemos salido de la crisis o hemos convertido la crisis en una nueva normalidad económica?
Los indicadores macro nos dicen que la crisis está superada. Pero los indicadores sociales no. Corremos el riesgo de que esta situación se estanque y se convierta en una nueva normalidad, lo que convierte a España en un país peor. Hay un 30% de la población que no ha salido de la crisis y que corre el riesgo de quedarse atrapados en 2012 para el resto de sus vidas. Eso, además de ser un drama humano y ético, es malo para la economía y la sociedad. Ninguna sociedad prospera mucho con un 30% de exclusión social.
– Estos días, al hilo de las reivindicaciones feministas, se ha puesto el foco en la economía del cuidado que, históricamente, ha sido protagonizada por las mujeres. ¿Cómo resolver la tensión entre la economía de mercado, masculina, que identifica valor con precio, y esta economía femenina sin cuyas aportaciones, ni reconocidas ni remuneradas, no se entiende la primera?
Tenemos una revolución pendiente en el ámbito de los cuidados. La respuesta no es única: la tecnología, los modos de vida, incluso la manera en la que nos vamos a enfrentar al trabajo en el futuro, cuentan para deshacer este nudo gordiano. La palanca fundamental son las políticas públicas, pero tomar acciones decididas en esa materia –como la igualación de los permisos de maternidad y paternidad, o las políticas de conciliación- requiere de un cambio de mentalidad que está tomando más tiempo del deseable. Avanzamos muy lentamente, demasiado. En un contexto en el que los nuevos modelos productivos exigen disponibilidad permanente, las políticas de conciliación son un coladero, ayudan poco a la igualdad si no hay un reparto equitativo de los cuidados. Y estamos muy lejos de eso. Una sociedad que no reconoce la responsabilidad de los varones en las tareas de cuidado es una sociedad poco avanzada. Contaba Victor Lapuente que en los países nórdicos, permanecer en la oficina más allá de las cinco está muy mal visto. En España, hay sectores en los que es costumbre calentar el asiento hasta las diez de la noche. Si comprobamos la productividad de una y otra sociedad, nos damos cuenta de que los que estamos equivocados somos nosotros.
Hay un 30% de la población que no ha salido de la crisis y que corre el riesgo de quedarse atrapados en 2012 para el resto de sus vidas.
– ¿Cuál es tu opinión sobre la sostenibilidad del actual sistema de pensiones? En su último informe anual, el Banco de España pide alargar la vida laboral, facilitar la llegada de inmigrantes y fomentar la natalidad para aumentar la base cotizante…
Es inevitable una reforma en profundidad. El sistema estaba pensado para otro momento vital y social. Por los dos lados: por el lado de los gastos y por el lado de los ingresos. No tiene mucho sentido que una persona que se acerca al fin de su vida cobre una pensión por encima del salario medio de los que se la tienen que pagar, mientras otras apenas garantizan la subsistencia. La vía de los ingresos también se debe reformar, ampliando los canales de ingreso más allá de las contribuciones. Pero esta reforma se tiene que plantear a largo plazo, no con parches anuales, porque afecta a las decisiones de ahorro de las personas. Si ahora a alguien de 55 años le dicen que le van a bajar la pensión, se dejan prácticamente sin margen para ahorrar. Quizá una buena solución sea reformar por años de entrada en el sistema, para producir un cambio gradual.
Es evidente que durante los años de la crisis, los mayores de 65 años han sido los que mejor la han soportado, pese a las protestas actuales. La tasa de pobreza entre mayores de 65 años ha pasado de ser la más alta de todos los grupos de edad, a ser la más baja. No me sirve que me expliquen que los abuelos han ayudado mucho a sus nietos. ¿No sería mejor, en ese caso, ayudar directamente a los nietos? Tenemos un sistema de protección social que nos protege mucho al final de la vida, cuando sería mucho mejor que nos protegiera al principio.
El capitalismo, tal y como lo conocemos, está condenado a desaparecer.
– A pesar de su importancia en el actual debate social y político, puede que, sin embargo, tanto una hipotética remuneración del trabajo en el hogar como las pensiones, sean cuestiones que se vean pronto superadas por la robotización de buenas parte de los trabajos actuales. La idea de una renta mínima universal en un mundo sin trabajo cobra cada vez más cuerpo. ¿Cuál es tu visión de lo que puede depararnos este futuro cada vez más próximo?
Es un debate muy interesante. Cada vez hay propuestas más desarrolladas, con esquemas que serían financieramente viables. Yo creo que es una tendencia que veremos consolidarse, primero a través de un ingreso mínimo incondicional, y posteriormente a través de una renta básica universal. En España se están desarrollando espacios de reflexión muy interesantes, como el liderado por el Instituto de Tecnologías para el Desarrollo Humano de la Universidad Politécnica de Madrid. Han conseguido juntar a un grupo de economistas, juristas y sociólogos para trabajar en ello, con perspectivas muy prometedoras.
En cualquier caso, su puesta en marcha es más que probable. Existen modelos que la hacen viable en términos financieros, y que solucionarían una parte de los problemas que hemos señalado. Pero queda por resolver el debate de la deseabilidad. De nuevo, chocamos con las mentalidades y valores que tenemos arraigados en nuestra sociedad. Tras miles de años ganando el pan con el sudor de nuestra frente, la realidad de que alguien pueda vivir dignamente sin trabajar nos parece que va contra el sentido común, que va a desincentivar el trabajo y cosas por el estilo. Hay que romper esa resistencia. El drama de nuestro tiempo es que llevamos siglos luchando contra la escasez y ahora no estamos preparados para administrar la abundancia.
– Un futuro que no parece que nos vaya a ofrecernos grandes cosas si no tenemos en cuenta la cuestión medioambiental. ¿Es compatible la idea de progreso “ad eternum” con la salud del planeta?
En los años 70, un economista llamado Georgescu Roegen escribió un libro maravilloso, la ley de la entropía y el proceso económico, en el que explicitó que cualquier proceso de transformación económica implica una pérdida de recursos y de energía, por pequeña que sea. Desde ese punto de vista, el crecimiento infinito en un mundo finito es sencillamente imposible. Hoy estamos probando modelos de trabajo, como la economía circular, que quieren convertir en una oportunidad la reducción al mínimo de los residuos y desechos de nuestro proceso económico. Es un paso muy prometedor, como también lo es la revolución de la eficiencia energética y las energías renovables. Pero, de nuevo, los avances son demasiado cortos y demasiado lentos. Quizá cuando podamos generalizar estos modelos podremos alcanzar una verdadera prosperidad sostenible. Estamos lejos de esto, de nuevo lo importante son los ritmos.
Soy optimista, creo que el progreso técnico, la eco-innovación, las energías renovables y la economía circular pueden suponer un cambio sistémico. De nuevo, lo importante es la capacidad que tienen los ciudadanos y las instituciones de dar mensajes al mercado y de optar por un modo de vida más sostenible.
Creo que el progreso técnico, la eco-innovación, las energías renovables y la economía circular pueden suponer un cambio sistémico.
– Por último, ¿cuál es tu opinión sobre el papel del Estado en este mundo globalizado, digital y que tiende a una mayor desintermediación, y más si se hacen realidad las promesas de fenómenos como blockchain?
El Estado está en pleno proceso de transformación. Sus funciones básicas están cambiando y avanzamos hacia un modelo de sector público mucho más descentralizado y permeable con las necesidades y aspiraciones de la ciudadanía. Vivimos la transición de un Estado “hombre orquesta”, que se encargaba de todos los instrumentos, a un Estado “director de orquesta”, que ordena la ejecución de todos los intérpretes. Existen todavía muchos obstáculos para esa transformación, como las inercias históricas y las reglamentaciones obsoletas. Pero va a seguir siendo, al menos durante el próximo siglo, el modelo básico de organización humana. Las tecnologías en red pueden asumir muchas de sus funciones actuales, como la validez de contratos, pero al final tiene que haber un espacio capaz de orientar el rumbo de una comunidad con garantías democráticas, y hoy por hoy ninguna tecnología es capaz de superar, en legitimidad y eficiencia, al Estado. Es más, su transformación es clave para poder atender al resto de los retos. Un sector público anquilosado, presa de intereses particulares, y poco imbricado en los desarrollos sociales y económicos que nos rodean, es un sector público incapaz de impulsar las transformaciones que necesitamos.