Qué complicado resulta, de pequeños, no acercar el ojo todo lo posible para ver la estructura del copo de nieve sobre nuestro dedo. Solo para darnos cuenta de lo fácil que es revertirlo al agua de la que vino. Quedándonos con una aburrida gota que desechamos rápidamente en busca del siguiente copo.
Lo que la mayoría de los ojos –infantiles o no– no perciben es cómo la conocida estructura hexagonal del copo de nieve lleva siglos anunciándonos lo complicada que sería la nanotecnología. Así como la creación de máquinas moleculares, de la que siempre parecemos estar a unas pocas décadas.
¿Por qué el hielo crece como crece el hielo?
El hielo, ya sea en copos o en cubitos para el cóctel, no nos es indiferente. La mayoría de los lectores habrán tenido la oportunidad de coger un pedazo de hielo de diferentes lugares y haberlo examinado de cerca para darse cuenta de que tiene una determinada estructura.
Por ejemplo, el hielo que crece con forma de estalactitas verticales, o la escarcha que brota por las noches de los objetos expuestos al aire helado.
Parecen estructuras completamente diferentes. Pero cuando uno acerca la vista a estos bloques de agua sólida puede ver una estructura básica de crecimiento ramificado. En el mundo científico, a esta estructura se la llama dendrita.
El crecimiento de la dendrita puede verse a simple vista en forma de hebras o ramificaciones dentro del hielo (si este es claro). Crecen apoyadas desde alguna superficie, desde donde las es más fácil nacer:
- un tejado o el techo de una cueva, con estalactitas;
- en una heladera, los cubitos de hielo;
- o la escarcha en superficies pequeñas y aireadas.
De ahí que si sacamos del congelador una botella de agua a medio congelar, esta tenga agua en una burbuja interior y hielo en el contorno. Pero, ¿y si no hay superficie sobre la que crecer, como en la atmósfera?
Estructura atómica en el principio de la formación de copos de nieve en la atmósfera. Fuente: Solid State.
En este caso, a medida que la masa de aire con agua se enfría (a altas cotas) los cristales de hielo que se forman empiezan a crecer sobre estructuras que configuran ellos mismos debido a distintas fuerzas de atracción y repulsión.
Curiosamente, forman en un inicio hexágonos que sirven de anclaje para las siguientes moléculas de agua. Cuando se han adherido muchas moléculas al hexágono inicial, el copo tiene suficiente peso y cae al suelo en forma de nieve.
La culpa del hexágono central la tienen las llamadas fuerzas por puente de hidrógeno o fuerza de enlace de hidrógeno. Son un tira y afloja entre un enlace covalente de toda la vida y la no tan conocida fuerza de dispersión de Van der Waals.
Sin entrar en embrollos químicos, es este rifirrafe entre las dos fuerzas el culpable de que al hielo, en contra del sentido común, le dé por expandirse cuando se congela.
Si en lugar de hexágonos (que ocupan mucho espacio), las moléculas de agua se ordenan como la mayoría de cristales covalentes, el hielo de los lagos no flotaría. En su lugar, formaría cristales ordenados a 90º y se hundiría.
Este comportamiento, errático a nuestros ojos, es lo que va a complicar toda la nanotecnología de aquí en adelante.
Lo complejo de la nanotecnología, y el problema de la escala atómica
La nanotecnología no es económicamente viable. Al menos, de manera abierta y generalizada a día de hoy. Existen, por supuesto, laboratorios que venden compuestos nanotecnológicos, pero estos suelen ser probetas para otros laboratorios o compañías muy especializadas. Muy lejos de la ciencia ciudadana y del día a día de las personas.
Todavía quedan unos años hasta que veamos a nuestro alrededor ropa o tecnología que lleve una cantidad significativa de nanotecnología. O nanomáquinas. Y parte de la culpa del lento avance en lo nano la tienen las fuerzas de Van der Waals, que solo se observan a escala molecular.
Como es muy complicado visualizar estas fuerzas, haremos un ejercicio de imaginación. Supongamos que somos el maestro relojero Nicolás de Kadan y que hemos terminado los planos del Reloj de Praga con ayuda de nuestro amigo matemático Jan Šindel allá por 1490. Ahora toca montarlo, y nos vamos a encontrar con alguna sorpresa que otra.
Si la materia del reloj (a nuestra escala) siguiese las mismas reglas de Van der Waals que las moléculas, veríamos que para determinadas horas las ruedas girarían más despacio unas con respecto a otras. E incluso alguna empezaría a girar por sí sola en dirección contraria, o se quedaría completamente inmóvil.
Además, algunas agujas se verían atraídas entre sí –a veces sí y a veces no–, en función de qué posición tengan las unas con las otras. Sobre el papel, el mecanismo de Jan Šindel parecía simple y elegante, pero en la práctica se comporta sin coherencia para nuestro pensamiento humano.
Del mismo modo que el agua se expande al congelarse, algunos componentes del reloj ganarían un tamaño considerable con respecto a otros (cerca de un 10%), desplazando el marco del reloj y abombándolo. Por contra, otras piezas se encogerían la misma cantidad, cayendo dentro de la maquinaria.
Resulta evidente que un reloj así no puede dar la hora. Y eso que el reloj de torre es un dispositivo sencillo y mecánico, nada que ver con los complejos relojes inteligentes de hoy día. Pero, por si fuera poco, hay más elementos además de las fuerzas de Van der Waals que complican la nanotecnología y la construcción de nanomáquinas.
De nuevo en nuestro reloj imaginario, las agujas se verían afectadas por hasta el más ligero campo magnético (como el que aporta el cable de una lámpara), y las ruedas girarían a distintas velocidades en función de cómo estén orientados sus ejes con respecto al campo magnético terrestre.
Además, algunas de las piezas del reloj serían sumamente sensibles a cualquier tipo de radiación (como la solar) y se descompondrían a la más ligera subida de esta.
Sí, es cierto que la molécula del agua es una excepción, pero no es la única excepción. Junto a esta existen muchos compuestos cuyas fuerzas combinadas dan lugar a comportamientos extraños y poco predecibles. Además, no podremos diseñar nanomáquinas sin moléculas de formas complejas.
La construcción de las nanomáquinas tiene hoy día la complejidad que habría tenido construir el Reloj de Praga usando solo piezas imantadas en distintos grados. No es de extrañar que siempre queden cinco o diez para que la nanotecnología sea de uso corriente: controlarla es más complejo de lo que parece.
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