Cada día vuelan, de media, unos 170.000 aviones. Millones de pasajeros usan a diario este medio de transporte para desplazarse por todos los rincones del planeta. Aunque no de la misma manera: mientras algunos disfrutan del despegue y el aterrizaje, otros aguantan la respiración y solo esperan llegar rápido y sin percances a su destino.
Lo que está claro es que volar no es algo natural para el ser humano. E, independientemente de los nervios de cada uno, viajar en avión nos afecta a todos más allá del famoso jet lag o del síndrome de la clase turista. Te contamos qué pasa en nuestro cuerpo cuando volamos.
Aumenta la sensación de cansancio
Siguiendo las leyes de la física, a medida que el avión asciende, la presión de la atmósfera se reduce. Esto hace que el aire tenga menos oxígeno que a nivel del mar. Para garantizar que podamos respirar con facilidad, las cabinas de los aviones están presurizadas (es decir, cuentan con sistemas de de bombeo de aire con la temperatura y la presión adecuadas).
Aun así, las condiciones no son las mismas que a nivel del mar. El aire en estas cabinas cuenta con un 75% del oxígeno en relación a la presión atmosférica normal. Esto equivale a los niveles de oxígeno de Ciudad de México, situada a unos 2.250 metros de altitud. Las personas acostumbradas a estar a altitudes bajas pueden sentir fatiga, dolores de cabeza o incluso mareos.
Tal y como señalan las autoridades de aviación norteamericanas, en situaciones en las que el nivel se reduce demasiado (si se despresuriza de la cabina, por ejemplo) pueden darse casos de hipoxia por deficiencia de oxígeno en sangre, células y tejidos.
Los gases se expanden
Resultado, también, de encontrarnos a alturas tan elevadas. La reducción de la presión hace que los gases se expandan. Esto puede provocar dolor en el estómago y en ocasiones, aunque no es muy habitual, en los dientes. Ocurre cuando existe alguna cavidad entre empastes o en un implante, por ejemplo.
Lo más común es sentir dolor en los oídos y los senos nasales. Sin embargo, este no suele darse en el ascenso sino en el descenso, ya que en el ascenso los gases se expulsan: la trompa de Eustaquio actúa como una válvula de una vía para evitar que se desplacen hasta el oído medio. Es en el descenso cuando el gas queda atrapado en los oídos y tendemos a taparnos la nariz y hacer presión para aliviar la sensación de tirantez.
Vemos peor en la oscuridad
Otra consecuencia de la reducción de oxígeno en el aire, aunque en este caso es prácticamente imperceptible. Las células fotorreceptoras de la retina que necesitamos para ver en la oscuridad requieren oxígeno. Al reducirse este último a un 75%, no consiguen funcionar con la misma eficacia.
Nos deshidratamos
La humedad relativa del aire de un avión puede reducirse a un 4%. En un vuelo de tan solo tres horas, podemos llegar a perder más de un litro de agua. Esto afecta a nuestros órganos y puede llegar a producir estreñimiento o dolor cabeza, aunque no hay evidencias de casos graves de deshidratación en los vuelos comerciales (que no suelen superar las 15 horas sin escalas).
La deshidratación se nota, sobre todo, en la piel. Motivo por el que cada vez es más común ver a personas con cosméticos hidratantes en sus bolsas de mano. O, incluso, líneas de productos diseñados específicamente para usarse antes, durante y después del vuelo.
Perdemos parte de los sentidos del gusto y el olfato
La sequedad de la cabina afecta también a las cavidades nasales y, en consecuencia, a nuestro sentido del gusto. La sensibilidad de las papilas gustativas ante alimentos dulces y salados puede llegar a reducirse hasta un 30%. Uno de los motivos (aunque seguramente no el único) por el que la comida de las aerolíneas tiene fama de insípida y aburrida. Sin embargo, para contrarrestar este efecto, y aunque no nos demos cuenta, suele estar mucho más condimentada de lo habitual.
Un estudio del International Journal of Gastronomy and Food Science hace referencia también a la baja presión y a los altos niveles de ruido como causas por las que no apreciamos igual la comida en al avión que en tierra firme.
Pillamos más resfriados
Más bien nos contagiamos de los resfriados con más facilidad. El aire de las cabinas se renueva cada pocos minutos. Sin embargo, esto no evita que la cercanía entre los pasajeros facilite la propagación de gérmenes. Sobre todo de aquellos que se mueven con más facilidad en el aire frío.
Pueden darse problemas de circulación
El llamado “síndrome de la clase turista”. La combinación entre vuelos largos y asientos estrechos no es precisamente buena para nuestra salud. La inmovilidad prolongada, sobre todo al estar sentados, impide que la sangre fluya a través de las venas con facilidad. Esto puede causar hinchazón, rigidez y malestar. En casos aislados (y personas con problemas de circulación) puede derivar en trombosis.
Para contrarrestar todos estos efectos, lo mejor es pasear cada cierto tiempo y tener una alimentación sana y equilibrada durante el vuelo. Es recomendable beber mucha agua y evitar las bebidas alcohólicas (que deshidratan) y con gas (que pueden aumentar el dolor estomacal). Muchos optan también por llevar cremas hidratantes e incluso espráis humectantes nasales.
Normalmente, todos estos efectos desaparecen cuando el avión toca tierra y la vida vuelve a la normalidad. Aunque a partir de ese momento toca lidiar con otros problemas, como (por supuesto) el temido jet lag.
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