De entre los ángulos de análisis que nos ofrecen estos tiempos de pandemia, es necesario detenerse en uno que, para quienes nos dedicamos al mundo de la educación, ofrece sus propios matices.
De forma súbita, en medio del curso académico, hemos tenido que cambiar la manera de relacionarnos con nuestro alumnado, con nuestros compañeros y compañeras y con la organización a la que pertenecemos, pasando a ejercer como “teledocentes” a tiempo completo.
Todo esto ocurre en el marco de una escalada competitiva en la que está sumida ya desde hace tiempo la inmensa industria del conocimiento. Una industria que convierte en prioridad la diversificación de la oferta de educación online. La tendencia está ahí: la impulsa el mercado (muy especialmente los productores de contenidos y aplicaciones), la asumen las instituciones educativas, la apoyan los gobiernos y la demanda un determinado perfil de cliente-alumno.
Lo mejor y lo peor de la educación online
Las posibilidades que ofrecen las plataformas digitales pueden ser excelentes ayudas en determinadas situaciones. En las circunstancias actuales, están haciendo posible que mantengamos la actividad docente con los centros educativos cerrados, obrando el milagro de la “presencialidad remota”. Y lo hacen en unas condiciones que el alumnado parece aceptar sin problemas al adaptarse con naturalidad a su condición de nativos digitales.
Sin embargo, considerando el evidente carácter siempre ambivalente de la tecnología, no podemos dejar de atender los aspectos negativos que comporta. Empezando por las condiciones materiales para desarrollar nuestra actividad, nos damos cuenta de que es necesario disponer en nuestros hogares de ciertos recursos (conocimientos, equipos, aplicaciones, ancho de banda…).
Esta exigencia choca muchas veces con las numerosas brechas digitales que existen incluso entre nosotros, casuales habitantes del llamado primer mundo.
La rapidez es contraria a la reflexión
En segundo lugar, comprobamos nuevamente cómo las características esenciales de muchas de las tecnologías empleadas –-como la rapidez o la inmediatez– en numerosas ocasiones se articulan muy problemáticamente con la reflexión, la corrección de la expresión, el rigor y la lentitud -–sí, la lentitud– necesarias en la tarea educativa.
“Rápido es mejor que lento”, sonora declaración de una de las grandes corporaciones tecnológicas (líder en el mercado de las aplicaciones online para educación), puede resultar aplicable en determinados contextos, pero sin duda no lo es en otros, entre ellos el educativo.
Aprender necesita de un contexto
Un tercer aspecto surge al recordar que procesos tan propiamente humanos como la enseñanza-aprendizaje están necesariamente acompañados de un contexto, de unas circunstancias, de una infinidad de pequeños detalles de todo tipo. Elementos que solo existen en el espacio físico y que son los que dotan a este proceso de pleno sentido y significado, al contener una parte imprescindible del proceso de interacción y comunicación.
Existen otras consecuencias posibles, como las que derivan de los nuevos entornos digitales en muchos de nuestros derechos como la privacidad o la propiedad. Baste aquí al menos con subrayar una evidencia que en el terreno educativo tendemos a olvidar: lo virtual no puede nunca sustituir a lo real. Incluso sin entrar en la valoración sobre su mayor o menor calidad, al menos reconozcamos que es incomparable, que es otra cosa distinta y, por tanto, nunca lo sustituirá adecuadamente.
No todo tiene una solución tecnológica
Finalmente, recordemos que, más allá de discrepancias concretas, esta situación aporta un nuevo elemento aplicable a muchos otros aspectos del desarrollo humano. Es importante huir una vez más del “solucionismo tecnológico”. Del evidente peligro de suponer que los problemas sociales se pueden resolver con soluciones exclusivamente técnicas.
En estos días lo vemos con mucha claridad: hay elementos no directamente vinculados a la técnica que resultan imprescindibles, como la disposición personal, la responsabilidad profesional, la ética empresarial o la legitimidad política.
Ojalá podamos recuperar la sociabilidad perdida cuando las circunstancias así lo permitan. El espacio físico que nos rodea, la sensación de formar parte de un grupo, los juegos de miradas y gestos, las constantes interacciones humanas son oportunidad siempre de enseñanzas y aprendizajes valiosos para nuestras vidas. Todo ello, y mucho más, está en juego.
De todos nosotros, personas e instituciones llamadas a ejercer responsablemente nuestra labor docente, depende. Será tarea nuestra que, tras esta experiencia, se siga reivindicando la interacción directa, real, como el modo más adecuado, aunque costoso y exigente, de una relación educativa. Ojalá podamos repetir aquello de que no valoramos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido. Y, ojalá también, podamos tener la oportunidad de recuperarlo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.