En las últimas semanas hemos debatido sobre la necesidad de usar mascarillas en el exterior, qué distancias de seguridad mantener y hasta cómo hacer compras siguiendo unas medidas básicas de higiene.
Sin embargo, hay un punto en el que siempre ha habido consenso: lavarse las manos con jabón es una de las medidas más eficaces para frenar el contagio por coronavirus. En cuestión de días, volvimos a dar importancia a un sencillo gesto que es fundamental para salvar vidas.
Sin embargo, no hace tanto tiempo que en Europa también se debatía sobre la importancia de la higiene. Los hospitales, hoy tan asépticos y organizados, eran lugares desordenados, sucios y muy poco higiénicos en los que muchos pacientes morían por enfermedades contraídas allí mismo. Y en los que los médicos no tenían ni idea de que lavarse las manos podía transformar su trabajo.
Autopsias, matronas y el doctor Ignaz Semmelweis
En marzo de 1846, el doctor Ignaz Semmelweis comenzó a trabajar en el área de maternidad del Hospital General de Viena. Un centro que en aquellos momentos era de los más reconocidos de Europa (a pesar de que sus condiciones higiénicas no eran mucho mejores que las de cualquier otro).
Poco tiempo después, el doctor notó una importante discrepancia entre las dos salas obstétricas del hospital: en una de ellas, el número de muertes por fiebre puerperal era tres veces más alta que en la otra. Sin embargo, ambas eran exactamente iguales en cuanto a instalaciones y servicios. La única diferencia era que una era atendida por estudiantes de medicina (todos varones) y la otra por parteras (todas mujeres). La que mostraba mayor número de muertes era la primera.
La fiebre puerperal, conocida por aquel entonces como “fiebre de las parturientas”, es un proceso infeccioso que puede afectar a las mujeres tras un parto o un aborto. Lo achacaban a todo tipo de causas: ansiedad o nerviosismo por parte de las embarazadas, frío, humedad… a todo, menos a la suciedad.
Sin embargo, intrigado por las diferencias entre las dos salas, Semmelweis comenzó a buscar otros posibles motivos. Tras realizar pequeños cambios que no llevaron a nada, se dio cuenta de un punto importante: los estudiantes de medicina realizaban autopsias a cadáveres como parte de su formación. Algo que no hacían las matronas.
Una solución de cloruro
Convencido de que podían ser los propios estudiantes los que infectaban a las mujeres por haber manipulado otros cuerpos antes, instaló una cuenca llena de solución de cloruro en el hospital para que se lavasen las manos antes de atenderlas. Sin embargo, la idea no fue bien recibida. A muchos estudiantes no les gustó que se les acusase de haber sido los causantes de las muertes y no aceptaron la solución.
Semmelweis fue expulsado del hospital y fallecería, no muchos años después, en un manicomio en el que fue ingresado en contra de su voluntad. No llegó a saber que su iniciativa derivaría más adelante en las teorías de otros científicos como Joseph Lister o Louis Pasteur. O que acabaría salvando millones de vidas, aunque de forma desigual.
Cuando no hay jabón (ni agua potable)
Todavía hoy, en muchas regiones del mundo no es fácil encontrar instalaciones básicas de lavado de manos en los hogares, las escuelas o incluso los centros de atención médica. Según la ONU, solo tres de cada cinco personas disponen de este tipo de instalaciones para su uso diario.
La desigualdad es especialmente significativa en los países menos desarrollados. En el África subsahariana, los habitantes urbanos más ricos tienen casi 12 veces más probabilidades de tener acceso a un grifo con agua y a una pastilla de jabón que sus vecinos más pobres. Se calcula que solo entre los habitantes de las ciudades, la región suma unos 258 millones de personas que no pueden lavarse las manos diariamente.
Cada día mueren alrededor de 1.000 niños solo por enfermedades diarreicas asociadas a la falta de higiene. Otros miles de personas lo hacen a causa de infecciones contraídas mientras reciben atención sanitaria. Cifras que se reducirían notablemente con unas medidas básicas de higiene, ya que las manos son la principal vía de transmisión de gérmenes durante la atención sanitaria. Sin embargo, una de cada seis instalaciones de atención médica del mundo no dispone de baños funcionales ni de un pequeño lavabo para que los médicos, los enfermeros y sus ayudantes puedan lavarse las manos.
¿Por qué es tan eficaz contra el coronavirus?
En las primeras semanas de marzo, un millón y medio de hogares españoles incluyeron jabón de manos en sus listas de la compra. En aquellos días, este objeto tan común superó en ventas a la Coca-Cola. El motivo: la composición del jabón consigue disolver el virus y dejarlo inactivo.
La mayoría de los virus (y entre ellos, el SARS-CoV-2) constan de tres componentes básicos: material genérico (ARN o ADN), proteínas y una membrana que los rodea, formada por lípidos. Por otro lado, las moléculas de jabón tienen lo que se conoce como una estructura híbrida: su cabeza tiene la capacidad de adherirse al agua, mientras que la cola evade el agua y se adhiere al aceite y la grasa.
Cuando las colas de jabón se adhieren a la membrana exterior del virus (que, recordemos, está formada por lípidos), consiguen abrirla y disolver el virus. Además, el jabón atrapa la suciedad y los pequeños fragmentos que quedan del virus, que se eliminan con el agua.
Gracias a este sencillo proceso, el gesto de lavarse las manos con jabón lleva varios siglos salvando al ser humano de infecciones y enfermedades. Y será, también, una pieza clave para afrontar la pandemia causada por el nuevo coronavirus.
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