Es verano en Sommarøy y se puede cortar el césped a las cuatro de la mañana. O eso nos han hecho creer.
En esta pequeña isla noruega, el verano es un día de luz ininterrumpida de 1.650 horas. El invierno, 300 kilómetros al norte del círculo polar ártico, es una noche de casi 70 días. Para sus 300 habitantes no tiene mucho sentido guiarse por las horas del reloj que usa el resto del planeta. Por eso están estudiando la abolición del tiempo tal como lo entendemos. Solo que no es verdad.
Durante las últimas semanas, la noticia ha sido replicada por periódicos y televisiones de todo el planeta. Sin embargo, la Agencia de Innovación y Turismo de Noruega y la agencia de comunicación con la que colaboran acaban de reconocer que todo era parte de una campaña publicitaria. Un poco de clickbait y objetivo logrado. Nunca se había hablado tanto de esta isla perdida del municipio de Tromsø.
Y, aun así, el bulo inofensivo de Sommarøy nos deja la puerta abierta a reflexión. ¿Qué pasaría si nos olvidamos del reloj y volvemos a fiarnos del sol?
Las lecciones de una fake news
Es cierto que era mentira, pero las iniciativas que proponían desde la agencia noruega quizá no fuesen tan descabelladas. Flexibilidad total 24 horas al día. Que quieres dormir a mediodía, vía libre. Total, allí no hay persianas que bajar y toca tirar siempre de antifaz. Que quieres echar un partido de fútbol o arreglar la valla de tu casa a las dos de la mañana. ¿Por qué no? Tampoco habría horarios fijos de trabajo, ni una hora a la que entrar al colegio.
Vale, quizá fuese todo demasiado caótico. Pero la pregunta sigue sobre la mesa. ¿Podemos olvidarnos del reloj? Los desajustes horarios con el sol son evidentes en todo el planeta. En A Coruña, estos días, hay luz hasta más allá de las 23 horas. En Skopje, Macedonia, el sol se pone sobre las ocho de la tarde. Separadas por unos 3.000 kilómetros en línea recta, ambas ciudades se ubican dentro de la zona horaria central europea (CET, por sus siglas en inglés).
Un mundo de 24 horas
Lo de las zonas horarias es algo relativamente nuevo en términos históricos. Durante la mayor parte de nuestra trayectoria como Homo sapiens nos dio bastante igual tener un sistema horario para todo el planeta. La estandarización del tiempo por países y regiones se convirtió en algo habitual en la segunda mitad del siglo XIX de la mano de la popularización del telégrafo y el transporte ferroviario.
Según ‘Greenwich Mean Time’, la necesidad de fijar horarios y la inmediatez de las comunicaciones obligó a los países a estandarizar su hora. El primer paso se dio en Reino Unido en 1850 y antes de que acabase el siglo, 25 países se ponían de acuerdo en Washington, Estados Unidos, para dividir el mundo en 24 zonas horarias y sentar las bases del sistema horario que tenemos hoy en día.
En la década de los años 20, casi todos los países del planeta habían adoptado una hora estándar relacionada con el tiempo medio de Greenwich (o GMT, por sus siglas en inglés). En 1956, Nepal, el último país al margen del sistema (oficialmente) estandarizaba su zona horaria. Desde entonces, la digitalización lo ha puesto todo patas arriba. El debate alrededor de la efectividad de las zonas horarias está más vivo que nunca.
Un horario único para gobernarlos a todos
Desde un punto de vista físico, el tiempo es uno solo. No entiende de años bisiestos ni de festivos que caen en miércoles. Nuestro cuerpo tampoco lo encaja demasiado bien. Sus ritmos circadianos (como los de los demás seres vivos del planeta) se guían por la luz y no por el reloj. Cualquiera que haya probado a madrugar varias horas antes de que salga el sol sabe que es así.
Por eso, los astrofísicos Richard Conn Henry y Steve H. Hanke, de la Universidad Johns Hopkins, han propuesto eliminar zonas horarias y calendarios tal como los conocemos. Igual que en Sommarøy, pero de forma un poco más científica (y real). Su propuesta pasa por que todos nos guiemos por el ‘Hanke-Henry Permanent Calendar’.
En este calendario, el año se divide en cuatro trimestres de 91 días formados por dos meses de 30 y otro de 31. Los días de la semana se mantienen, pero siempre caen el mismo día del mes. El 1 de enero siempre es domingo. Y el año bisiesto se convierte en un año con una semana extra cada seis años. Ambos investigadores reconocen que su calendario no es perfecto, pero que se ajusta mucho más a las necesidades del mundo actual y beneficiaría a la economía y el sistema financiero global.
Su plan, además, también trastoca las zonas horarias. Las nueve de la mañana serán siempre las nueve. En todo el mundo. Solo que, mientras en un país la gente se levanta a esa hora, en otro se van a la cama. Es decir, se recuperaría la flexibilidad horaria para adaptarla a los usos locales, pero se simplificaría el uso del reloj para cualquier asunto internacional.
En la práctica, sería extender al resto del mundo lo que ya sucede en zonas como la Unión Europea. Mientras se debate la eliminación del horario de verano, la UE se esfuerza en seguir consolidando la zona horaria única dentro de sus fronteras. Aseguran que de esta manera el mercado funciona mejor y las regiones siguen manteniendo sus usos locales.
Así, a las once de la noche, mientras los coruñeses cenasen, los albaneses ya estarían en la cama y en Sommarøy podrían pasar el cortacésped a gusto. Y, de paso, se eliminarían muchas de las anomalías horarias absurdas que se mantienen hoy en día. Como que exista una línea imaginaria en el Pacífico en la que es posible viajar al futuro o al pasado solamente saltando a uno u otro lado.
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