Pablo Francescutti, sociólogo y profesor de la Universidad Rey Juan Carlos, es uno de los pocos que en España se dedica a estudiar el futuro. No es un adivino ni formula predicciones, sino que analiza a quienes tratan de anticipar el porvenir o elaboran las visiones del mañana que los demás consumiremos. En su libro La historia del futuro repasó los sucesivos modos de imaginar el porvenir a lo largo de la historia; y en La Pantalla Profética mostró cómo la ciencia ficción contribuyó, con sus relatos de holocaustos nucleares y tecnologías fuera de control, a corroer la fe en el progreso.
En esta entrevista examina con mirada crítica la crisis de futuro que aqueja a la sociedad actual, los futuros econométricos del neoliberalismo, los futuros defensivos del ecologismo y los futuros digitales propugnados por los gurús de Internet, y destapa la “guerra de futuros” que libran quienes pugnan por imponer sus perspectivas interesadas en nuestro horizonte.
¿Tiene pasado el futuro?
Sin duda. El futuro tal como lo entendemos –la noción de que el mañana será distinto del hoy y del ayer- tiene un pasado relativamente joven, poco más de 200 años de antigüedad (notemos que la palabra “porvenir” es adoptada por la RAE en 1817). Es una invención del Iluminismo. Antes del siglo XVIII, las culturas miraban al pasado; creían, como dice la Biblia, que “no hay nada nuevo bajo el Sol”. En la Europa cristiana, además, el futuro tenía fecha de caducidad: la segunda llegada de Cristo, el Día del Juicio Final, lo que suponía el fin de la historia. Con la Ilustración esa limitación es abolida y el mañana se expande hasta el infinito, su profundidad no tiene fin.
A veces el futuro veces es utilizado como una zanahoria, y a veces como un palo amenazador
De ahí se sigue la posibilidad de hacer una historia del futuro…
Exacto. A cada presente le corresponde un futuro, un compendio de imágenes que expresan sus miedos y esperanzas. Cuando un presente entra en el pasado,arrastra consigo a esas imágenes, que se convierten en futuros del pasado o, dicho de otra forma, en futuros pasados. La nostalgia por los futuros pasados alimenta esa forma de memoria colectiva llamada retrofuturismo.
¿Dónde está el refulgente futuro que nos prometieron los autores de ciencia ficción? ¿Está en crisis el porvenir?
Diría que ha entrado en crisis cierto tipo de futuro: la archisabida visión de ciudades climatizadas y aceras deslizantes dentro de una cúpula, mochilas voladoras, robots que nos liberarían del trabajo pesado, colonias espaciales, cuasi-inmortalidad…. Ese futuro modernista se eclipsó debido en parte a que muchas de sus promesas perdieron atractivo: no queremos vivir a base de píldoras nutritivas, descreemos que la solución a la pobreza pase por emigrar a otros planetas; tememos que la automatización nos deje en el paro.
Con la Ilustración el futuro deja de tener fecha de caducidad y el mañana se expande hasta el infinito, su profundidad no tiene fin
En su descrédito también influyó el retorno de las enfermedades infecciosas que creíamos derrotadas y accidentes como Chernóbil, responsables de que la ciencia y la técnica perdieran su estado de gracia. Y hoy hemos pasado de fantasear con regular el clima y rodearnos de una primavera eterna a aterrorizarnos con la pesadilla climatológica que nos viene encima .
¿En nuestro país, como en tantos otros, se detecta inquietud hacia lo que vendrá. ¿Cómo explicas este sentimiento?
Como parte de Occidente, España se adhería de boquilla al futuro modernista pero, como país que emergía de largos años de atraso su futuro deseado se asemejaba mucho a la Europa desarrollada. En un cruce de perspectivas propio de un mundo de velocidades desiguales, el presente de las naciones avanzadas deviene el futuro ideal de las más rezagadas. En breve: los españoles no soñaban con ir a la Luna; anhelaban vivir como los alemanes.
El consenso en pos de ese horizonte fue uno de los grandes motores de la Transición, un Pacto de la Moncloa no escrito
Recuerdo la moda surgida a fines del siglo XX de poner el prefijo “euro” a todo (eurocolchón, euroconector, eurofontanero…): una forma simbólica de decir que ese futuro estaba al alcance de la mano. Los españoles podían asustarse frente al telediario con la contaminación del planeta y el agotamiento del petróleo, pero en el fondo seguían muy confiados en su país. La recesión abierta en 2008 hundió sus certezas. Cunde la sospecha de que nuestros hijos serán más pobres que nosotros, que nos alejaremos del núcleo próspero de la UE, etc.
¿Es la primera crisis de futuro que padecemos?
Es más bien un fenómeno recurrente. En un valioso trabajo, Javier Fernández Sebastián recuerda la difícil implantación del futuro liberal-progresista en la España del siglo XIX. Apunta además que la Generación del 98 deploraba el presente y miraba el futuro con fatalismo y temor; la Generación del 14, en cambio, intenta recuperar la esperanza (el “patriotismo futurista” de Azaña). El franquismo, al inicio, vuelve la mirada al pasado imperial, pero en su fase desarrollista trata de acoplarse al futuro modernista de las democracias occidentales, mientras en la oposición cunde el pesimismo (“te llamas porvenir/porque no vienes nunca”, decía Angel González). Finalmente, para el grueso de la sociedad el futuro va tomando el aspecto de la Comunidad Europea. El consenso en pos de ese horizonte fue uno de los grandes motores de la Transición, un Pacto de la Moncloa no escrito.
¿Puede la sociedad española arreglárselas sin un futuro común al cual aspirar?
Con crisis o sin ella, seguimos siendo una sociedad “futurocéntrica” convencida de que el mañana debe ser mejor que hoy. Nos resulta por lo tanto muy desestabilizador vivir sin un horizonte claro; a los más jóvenes les impulsa a emigrar a países donde todavía “hay futuro” mientras otros reaccionan ensimismándose en la obsesión por el pasado.. Un síntoma es la teleserie El ministerio del Tiempo: en esta obra de ciencia ficción no hay futuro; es el pasado lo que desvela a los protagonistas; ya no se trata de conquistar el mañana sino de tener a la historia de España atada y bien ataba. No es casual que en medio de la fenomenal desorientación se agiten banderas apelando a identidades históricas como panacea de todos los males. Si hacia delante no se ve nada, vendrían a decir estas posturas, pues miremos hacia atrás.
Con frecuencia, el discurso político se sirve del futuro como reclamo electoral o mercancía que se cambia por votos
A veces es utilizado como una zanahoria, y a veces como un palo amenazador. Recuerdo un chiste soviético que desbarata la falacia de la “zanahoria futurista”: se encontraba Nikita Kruschev dando un discurso a los campesinos y les anuncia, pletórico: “Camaradas: el comunismo, la sociedad perfecta, ya se asoma en el horizonte”. Un campesino le pregunta: “Camarada Nikita, ¿qué es el horizonte?”. Molesto por la ignorancia de su oyente, el líder replica: “¡Búscalo en la enciclopedia!”. Y el campesino consulta la enciclopedia y lee: Horizonte, línea imaginaria que se aleja a medida que nos aproximamos a ella”. Lo mismo se aplica a todos los futuros que nos quieren vender.
Los españoles no soñaban con ir a la Luna; anhelaban vivir como los alemanes
Así las cosas, ¿a qué visión del futuro podemos encomendarnos?
El vacío dejado por el futuro modernista está siendo ocupado por dos propuestas antagónicas: los futuros econométricos del neoliberalismo y los futuros defensivos del ecologismo. Los primeros prometen en esencia un crecimiento económico continuo avalado por la confianza ciega en la “mano invisible del mercado” (una versión economicista de la Providencia Divina). Esta modalidad se manifiesta preferentemente en números y series estadísticas: cifras del PIB, del desempleo, de exportaciones, de producción, de renta per cápita. La riqueza y el consumo, en definitiva, hacen la felicidad. A este futuro la crisis económica le ha restado credibilidad. El escepticismo se refleja en el cine de ciencia ficción, en sus sociedades desgarradas entre los híper-ricos que viven en las alturas y los que no tienen, condenados a pulular en la superficie degradada, equipadas de tecnologías prodigiosas que únicamente sirven para reforzar la desigualdad y la opresión.
¿Y el futuro ecologista?
Esta concepción también se apoya en cifras (grados de aumento de la temperatura media global; tasas de deforestación, número de especies extinguidas), pero tiende a expresarse mejor a través de los vívidos escenarios catastróficos difundidos por Greenpeace y otras entidades ambientales. De tipo defensivo, no hace promesas seductoras; parte de una base de recursos limitados para predicar la necesidad de cuidar lo que tenemos y reducir el crecimiento, de modo de evitar la pesadilla de sequía, escasez y contaminación total. Propone un estilo de vida austero, moralizado. Al combinarse con corrientes radicales cobra tintes utópicos ligados a la igualdad social y sexual (futuros eco-socialistas, eco-feministas). Pero aunque ocupa la agenda mediática y a veces influye en las políticas públicas, no termina de calar masivamente, y menos en los españoles.
No nos quedan opciones, entonces.
Queda una de la que no he hablado: los futuros digitales Me refiero a las estimulantes promesas de realización personal y social relacionadas con la Red y las TICs. Lo expresó un futurólogo: «Internet sólo es el trailer de la gran película del futuro«. De matriz californiana, y pergeñadas por antiguos ciberhippies como Steve Jobs, vienen envueltas en una mezcolanza de rebeldía contracultural, espíritu emprendedor y libertarismo americano.
Internet sólo es el gran trailer de la gran película del futuro
Primando la invención, la imaginación y la iniciativa individual por encima de las trabas del sistema educativo y el oxidado establishment empresarial, auguran una sociedad más libre, más transparente y centrada en el individuo, aunque no faltan versiones comunitaristas que apuestan por una inteligencia conectiva planetaria.
Qué duda cabe que se trata de un futuro muy atractivo para un sector dinámico, pero restringido a una minoría dotada de las competencias educativas, culturales y profesionales adecuadas.
Vivir el presente y dejar de agobiarnos por lo que vendrá podría ser una solución…
Algunos pensadores sostienen que nuestra época ha entronizado el presente, negado el futuro y olvidado el futuro. Es cierto que hay mucho de presentismo en la actitud hedonista de vivir el momento en su intensidad, pero dudo que la receta sea válida para todo el mundo y todas las situaciones. A menos que transformemos de cuajo nuestra estructura social y temporal, no nos libraremos del peso del porvenir.
Nos guste o no, asistimos a una continua “guerra de futuros” librada por colectivos que pugnan por imponer sus perspectivas: la banca y sus expertos siembran el pánico con predicciones catastrofistas sobre la Seguridad Social con el objetivo de empujarnos a suscribir sus planes de pensiones; científicos y ecologistas describen escenarios de horror para que tomemos medidas contra el calentamiento global; la industria informática trata de vendernos sus productos pintando de rosa los futuros digitales. Y en el medio, el ciudadano de a pie que no sabe a quién creer ni qué partido tomar.
En España se insiste en que la crisis del régimen de 1978 hace necesario un nuevo acuerdo nacional; pues bien, en este terreno convendría hacer algo semejante y consensuar un horizonte compartido hacia el cual encaminarnos.