“La desinformación es la difusión de noticias engañosas o deformadas, utilizadas profusamente como medio de propaganda política a fin de crear la confusión en la opinión pública”. Han cambiado los tiempos y también el contexto social y político. Pero, casi 50 años después de haberse acuñado, esta definición de la Enciclopedia Soviética de 1972 continúa plenamente vigente. El objetivo de la desinformación y las fake news es parecido antes y ahora.
La gran diferencia es que los medios (de comunicación) ya no son los mismos; los medios y los vehículos de difusión de la información nos hemos multiplicado por millones en el nuevo siglo.
La patente del término de desinformación, pues, es de la Unión Soviética, y así ha evolucionado: durante principios y mediados del siglo XX, desinformar era, sencillamente, no informar; después, pasó a referirse al carácter nocivo de la información que recibían los ciudadanos y las ciudadanas, siempre desde una perspectiva de persuasión de las masas por parte de la comunicación gubernamental e institucional.
En esta segunda fase, la investigación científica en torno a la desinformación comenzó en la Guerra Fría y se centró, después, en la década de los 80, en procesos políticos de países latinoamericanos como Chile y su dictadura, El Salvador o Nicaragua. De ahí saltó al ámbito periodístico y se empleaba, sobre todo, para referirse a la actividad, la calidad y la función de los medios de comunicación.
Donald Trump y las fake news
Actualmente se ha popularizado el término de fake news. Sin embargo, instituciones como la Comisión Europea prefieren seguir hablando de desinformación, entre otras cuestiones, porque actores políticos de proyección global, como el presidente estadounidense Donald Trump, han manoseado el término de fake news otorgándole connotaciones políticas arrojadizas y, evidentemente, poco científicas. De hecho, seguimos hablando de la misma cosa, la desinformación, pero adaptada a nuestros tiempos.
En ese sentido, si debiéramos actualizar el concepto, diríamos que la gran característica que atraviesa nuestra época es que el monopolio de la creación y difusión de contenido falso o pobre, informativamente hablando, ya no es exclusivamente de un puñado de medios de comunicación.
Los medios de creación y de difusión de contenido informativo nos hemos multiplicado exponencialmente: al margen de los buenos, los mediocres y los malos medios de comunicación, somos nosotros mismos, a través de nuestros aparatos electrónicos, quienes también creamos y difundimos en masa contenido.
La democratización de los bulos
Es la nuestra, la “sociedad red”, que se moviliza en red, a través de la red; que crea y consume en red, gracias a Internet; y que se “autointoxica” en red, gracias, sobre todo, a las redes sociales (Twitter, Facebook, Instagram…) y a los servicios de mensajería instantánea (Whatsapp, Telegram…). Por decirlo de alguna forma, se han “democratizado” muchas cosas, también la creación y la difusión de la desinformación.
En ese contexto, este artículo pretende responder brevemente a dos cuestiones: ¿Por qué compartimos bulos? ¿Qué podemos hacer para evitarlo?
Compartir bulos o fake news es algo relativamente humano y natural o, por lo menos, tiene una explicación muy relacionada con nuestra biología y psicología. Spinoza decía que los impulsos, motivaciones, emociones y sentimientos eran un aspecto fundamental de la humanidad.
Y, sin embargo, la humanidad se ha empeñado eternamente en construir un “ser humano público”, despojado de impulsos, motivaciones, emociones y sentimientos.
Necesitamos compartir contenido en el espacio público
Uno de esos impulsos que sentimos como personas que interactuamos en un espacio público como las redes sociales es compartir noticias que recibimos y contenido absolutamente banal que, sin embargo, simplemente nos agrada.
Neil Postman (1985) describió el mundo de finales del siglo pasado dominado por la televisión como el Peek a Boo World (juego infantil del cucú-tras). Una sociedad ávida de entretenimiento y banalidad, donde la información ya era excesiva y venía a ser pura diversión.
Discernir entre lo relevante y lo intrascendente
La actual es una prolongación de aquella sociedad que tanto modeló la televisión. De hecho, hoy es más difícil, si cabe, discernir entre lo relevante y lo intrascendente, también en lo que se refiere a la información que recibimos sobre asuntos públicos.
En nuestros servicios de mensajerías, por ejemplo, la información se mezcla con ingentes cantidades de inputs fútiles. Recibir determinado vídeo, mensaje o noticia con su titular y con un enlace, dedicarle 30 segundos (en el mejor de los casos) al concepto y pulsar en el icono “compartir” es algo parecido al cotilleo de toda la vida.
No tenemos una evidencia clara de que lo que estamos haciendo esté bien, de que la opinión que estemos fomentando sea real o de que no perjudique a nadie; pero, realmente, nos es indiferente.
Todo esto tiene una explicación: cada vez que pedimos a una persona que no difunda bulos o contenido banal le estamos pidiendo que traslade su actividad social digital de su sistema límbico (instinto, emoción, pulsión, etc.) a su sistema cognitivo. Internet no es un espacio que juegue a favor de ello: los adultos que interactuamos en este espacio estamos más desinhibidos de lo normal y nuestra actividad se basa, en muchos casos, en impulsos y oleadas emocionales ingobernables.
¿Estamos dispuestos a cambiar?
Es, por tanto, algo difícil y relativamente antinatural pedir que la gente active su lado cognitivo-racional en esos casos. ¿Hay alguien que está dispuesto a cambiar a fondo su forma de interactuar digitalmente?
Un ejemplo que ilustra lo anterior: ¿qué nos zarandea más las neuronas cuando estamos sentados en el sofá en plena desactivación de nuestro lado cognitivo, recibir en nuestros móviles el programa electoral de un partido político o una noticia que hable de la orientación sexual de un líder político que nos provoque rechazo? ¿Qué se expandirá más y más rápido?
Aunque las regiones cerebrales están todas conectadas entre ellas, pensemos en cómo se procesarían en nuestros cerebros ambos impulsos, qué “tocarían” en mayor medida en cada caso (lo cognitivo o lo emocional).
Con todo, ¿por qué compartimos contenido de ese tipo, frecuentemente rozando la desinformación o las noticias falsas?
- Poder e influencia. Nos da una falsa sensación de poder e influencia ante el devenir de ciertos hechos.
- Liderazgo y autoestima. Nos sube la autoestima porque queremos ser los primeros en compartirlo, los pioneros, los adelantados, los influencers del grupo.
- Creencias confirmadas. Reafirma francamente nuestras creencias (fenómeno denominado sesgo de confirmación).
- Identidad en el grupo. Profundiza en nuestro sentimiento de pertenencia a cierto grupo y nos otorga un papel en él.
- Entretenimiento. Y, como no puede ser de otra forma, nos produce placer manteniéndonos ocupados en nuestro tiempo para el ocio con actividades banales, dándole descanso a nuestro circuito del pensamiento racional y lógico.
Ante esta situación, sobre todo, no debemos frustrarnos, ni sentirnos presionados por parte de las instituciones y sus mensajes, que dejan sobre nuestros hombros toda la responsabilidad de ese fenómeno. La responsabilidad es compartida.
Individualmente se pueden hacer cosas, igual que debemos exigir a las instituciones que vayan a las raíces del problema, que se hunden en el tipo de sociedad que construimos, el tipo de redes mediante las que nos relacionamos y el tipo de medios que consumimos para comunicarnos.
¿Y qué puedo hacer?
Por un lado, convertir la detección y el combate de bulos en un divertimento, consiguiendo que esto me repercuta en poder e influencia, liderazgo y autoestima, un rol determinado en mi grupo, me entretenga y, a poder ser, confirme mis creencias (las cinco pautas anteriormente citadas).
Además de ello, ahondar en una práctica digital higiénica, equilibrada en lo cognitivo y lo emocional. Es decir, no limitar mis garbeos por las redes sociales y los servicios de mensajería a la búsqueda de chutes de dopamina fácil para alimentar mi sistema límbico a través de mi adicción al móvil. Difícil, ¿verdad?
Y, por último, algunas pautas que casi nadie practica:
- Amplía tu círculo de seguidores y de seguidos. Rodéate de gente diferente que opine diferente.
- Financia el periodismo que te genere confianza.
- Fíjate algunas rutinas para consultar de vez en cuando medios de comunicación digitales.
- Ajusta tus requisitos morales para darle al like. A veces el click impulsivo entra en bucle sin sentido.
- Acostúmbrate a crear más contenido propio, creativo, divulgativo.
- Acude a entrenarte, de vez en cuando, a portales de verificación de noticias como malditobulo.es o Newtral.es.
Y si vuelves a caer en fake news, no te frustres. El sistema, que nos conoce biológicamente y culturalmente cada día mejor, está construido para que caigas, no una, sino mil veces. No te angusties, todos somos humanos.
Contra la desinformación, espíritu crítico.
Y contra la información (no solo la puramente falsa, sino también la que se fundamenta en un periodismo pobre que intenta manipular a la sociedad, la que es sesgada, la que pretende desestabilizar ciertos estados de opinión, la que solo se dedica a sustentar el poder, la que…), también, más espíritu crítico.
Julen Orbegozo Terradillos, Profesor de Comunicación Pública de la Universidad del País Vasco, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.