«Estamos hechos de átomos, más del 90% de lo que somos son átomos, a todos los efectos prácticos, no se acaban nunca, son prácticamente eternos». Con esta frase, el recientemente fallecido Eduard Punset, ilustraba sus dudas sobre la existencia de la muerte. “Es probable que yo no me muera nunca, no está demostrado que yo me vaya a morir”, decía, planteando la cuestión de qué es lo que muere cuando alguien deja este mundo.
sobre el que estos días se han escrito sentidas hagiografías, sucumbió a su enfermedad, contra la que nada pudieron hacer fármacos ni amigos. El mayor ejemplo que deja su paso por esta tierra quizás sea su gran curiosidad, que le llevó a interesarse por todo lo humano, y la generosidad con la que asumió el reto de compartir sus aprendizajes, también sus dudas, con todos nosotros.
Punset,La muerte nos hurta una gran fuente de conocimiento y estímulo intelectual, como ya hizo cuando decidió llevarse con ella al amigo Pepe Cervera, otro extraordinario divulgador.
la muerte no es real
Mucho antes que Punset, Epicuro ya expresó sus dudas sobre la existencia de la muerte, cuando afirmaba que “no es real ni para los vivos ni para los muertos, ya que está lejos de los primeros y, cuando se acerca a los segundos, éstos han desaparecido ya”.
Y, sin ser real, en el sentido de que no forma parte de la realidad de lo vivo, la pérdida de este chispazo vital que interrumpe la oscuridad eterna en la que nuestros átomos interactúan con el universo, nos asusta. Como bien saben los comerciantes, los seres humanos tenemos un sesgo cognitivo que nos hace sentir aversión a la pérdida y, si adquirimos un “smartphone” que hemos manoseado en una tienda por el simple hecho de haberlo sentido en nuestras manos, ¿cómo no vamos a sentir pavor hacia la pérdida de nosotros mismos?
¿Pero qué somos? ¿qué es la vida humana? Filósofos, científicos, teólogos, fruteros y taxistas han tratado de responder a esta pregunta pero a lo más que llegamos es a plantear lo que no somos, lo que no queremos ser. “La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado”, dice Juan Luis Arsuaga y, quizás tenga razón.
Pero, como bien apuntó el viejo Aristóteles, no poder ser –no ser en potencia– no es lo mismo que no ser. Así que nada nos dicen esas afirmaciones sobre que es o no la existencia. Cada uno explicará su vida como buenamente pueda, pergeñando una ficción plausible que le anime a levantarse cada mañana. No solo somos lo que contamos, pero contarnos y contar son verbos que nos ayudan a ser.
morir es asesinar
Y en esa narración, escrita con tinta de recuerdos, afectos y condicionantes biológicos y evolutivos, puede que la muerte halle su verdadero significado: toda muerte es asesinato.
Cualquiera que haya experimentado una pérdida, notará cómo, con el finado, se fueron abrazos, sonrisas, conversaciones, miradas…Momentos que la muerte nos arrebata dejándonos, a cambio, ese ridículo sucedáneo que es el recuerdo. Imágenes que, poco a poco, se van diluyendo en el tiempo, cabalgadura de la oscura dama.
Y, así, cada despedida nos mata un poco, cada adiós se lleva una parte de nosotros hasta que –y aquí hay que agradecer su despiadada sabiduría a la naturaleza- nos llega el turno de vengar tanto dolor propio en pecho ajeno. «Algo se muere en el alma cuando un amigo se va», decía la canción. Y tenía razón.
Eso es lo peor de la muerte: que nos empuja a una guerra eterna, como el día que dura el aleteo de la mosca de la fruta, en la que los hachazos de otros nos arrebatan partes de lo que somos hasta que la necrosis se completa y pasamos a ser nosotros los que infligimos el daño a los que nos quieren, con toda la crueldad de la que es capaz el que ama.
No hay serenidad en la muerte, solo violencia y dolor. No tiene razón el poeta, no somos hijos de la mar, somos unos hijos de puta. Inocentes vástagos de la oscuridad, impelidos a destrozarnos como resignados gladiadores que, desde que empieza, saben cómo concluirá la lucha.