Dicen los más viejos del lugar que hubo un tiempo, antes de que existiera la palabra selfie, en el que los ojos, y sus réplicas artificiales, servían para mirar el mundo que nos rodeaba, lo cual nos permitía reaccionar a un entorno, a veces hostil y a veces confortable, pero siempre imprevisible. A través de nuestra interacción con lo que sucedía más allá de nuestra piel, fuimos desarrollando nuestra inteligencia, construyendo civilizaciones y dando vida a dioses que nos permitían explicar lo inexplicable: nuestra insignificancia frente al cosmos.
Más allá de nuestras retinas, la vida se mostraba exuberante, inabarcable, ajena a nuestras apetencias, a nuestra necesidad de comprender, de controlar. Eso nos hizo humildes pero también creativos, pues nos resultaba insoportable la idea de vivir en un mundo guiado por leyes indescifrables.
la mirada de los otros
Y llegó la ciencia e irrumpieron las máquinas y el mundo cobró cierto sentido. Una sensación fugaz que fue barrida por sucesivas revoluciones del pensamiento, siendo la más radical la protagonizada por la confirmación empírica de la incertidumbre como motor de un mundo ya definitivamente peligroso. Tanto como la selva en una noche sin luna, como las sombras que se dibujan bajo las corrientes marinas, como el filo de cuchillo reflejado en unos ojos, como unos ojos que no son los nuestros y rasgan de parte a parte nuestro campo visual bosquejando un horizonte de desasosiego.
Porque en todo este trayecto descubrimos la mirada de los otros, cuestionando la nuestra, ocultándola, a veces dirigiéndose al mismo lugar, otras enfrentada a ella. Miradas que nos permitieron hoyar sendas descubiertas por la suma de cegueras. En todo, caso, caminos de progreso, rutas hacia un futuro menos incierto por compartido.
un selfie para huir del apocalipsis cotidiano
Pero es difícil confinar el miedo durante mucho tiempo y más cuando el anuncio del apocalipsis se convierte en rutina en los noticieros. Y, en nuestra ayuda, llegaron los smartphones con sus flamantes cámaras portátiles y las aplicaciones fotográficas que embellecen una realidad a menudo tan sombría.
A cada nuevo cataclismo, las muñecas que sujetaban los teléfonos móviles giraban unos cuantos grados hacia ese centro del mundo definido por el propio rostro en un monólogo ensimismado, temeroso, estéril. Una mirada que deja de ser puente para convertirse en frontera, en muro protector, en una cárcel adornada con instantáneas manipuladas de un gesto impostado, máscaras sobre máscaras que buscan refugio en paisajes embellecidos con filtros de Instagram.
la revolución puede ser una mano tendida
Mientras tanto, el filtro de la miseria desenfoca la imagen del futuro que sueñan millones de almas en el mundo, un mundo que en su caso se presenta con esa tonalidad sepia que distingue las fotografías del pasado. Ese barniz amarillento tan popular a la hora de manipular imágenes en los dispositivos de este hoy que sigue siendo ayer y a duras penas quiere ser mañana.
Quizás haya llegado el momento de volver a girar a la inversa nuestras muñecas para contemplar esos “eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” de los que hablaba con sorna el poeta, porque lo que pasa en la calle reclama nuestra atención y, sin duda, nuestra acción. Ese nimio gesto puede ser el comienzo de una revolución o, como poco, el prólogo de un abrazo o una mano tendida.
Imagen: Pixabay
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