La naturaleza ha desarrollado seis caminos diferentes para fijar el carbono del entorno y convertirlo en vida. Todos son bastante eficientes. Pero los seres humanos creen que la pueden superar.
De todos los procesos naturales, el más extendido es el que se da durante la fotosíntesis de plantas, algas y cianobacterias. Este es responsable del 90 % de la fijación biológica de carbono en la Tierra o, lo que es lo mismo, de la fijación de 120 000 millones de toneladas de carbono cada año. Pero en los últimos años, un equipo del Instituto Max Planck (Alemania) ha venido desarrollando un séptimo camino, una especie de fotosíntesis artificial que, aseguran, es un 20 % más eficiente que la natural. Sus posibles aplicaciones van desde la absorción de CO2 (un gas de efecto invernadero) hasta la producción de energía para pequeños dispositivos o microrrobots.
Una fotosíntesis artificial
Todas las rutas de fijación de carbono por métodos biológicos son procesos eficientes. Sin embargo, el método más extendido, la fotosíntesis de plantas y algas, es curiosamente el menos eficiente de todos. Todo tiene que ver con una enzima, RuBisCo, que no distingue bien entre el CO2 y el oxígeno. Esta enzima, la más común del planeta, utiliza la luz solar para transformar el CO2 en glucosa, la fuente de energía más habitual para plantas y animales. Pero RuBisCo no solo fija el CO2, sino que también se queda con el oxígeno en el proceso.
Se estima que así desperdicia alrededor del 30 % de la energía en algo que, aparentemente, no le reporta ningún beneficio. La teoría más aceptada es que RuBisCo surgió en un planeta en el que no abundaba el oxígeno, así que ese pequeño ‘fallo’ de origen no le supuso ninguna desventaja. Aun así, la naturaleza sí ha logrado diseñar otros procesos de fijación de carbono mucho más eficientes, procesos que están presentes en menor medida en bacterias y arqueas.
Fue precisamente en ellos en los que Tobias Erb y su equipo, del Max Planck Institute for Terrestrial Microbiology, fijaron su atención en la década pasada. En 2016, lograron aislar una enzima de nombre impronunciable (Crotonyl-CoA Carboxylase/Reductase), mucho más eficiente y unas 20 veces más rápida que RuBisCo. Después consiguieron añadirla en el proceso fotosintético de las plantas (siempre en laboratorio) para acabar creando un ciclo artificial de fijación de carbono que bautizaron como ciclo de CETCH. Este aumenta la eficiencia de la fotosíntesis de las plantas en un 20 %.
El cultivo de las ciberespinacas
Tras desarrollar el ciclo de CETCH, el equipo de investigación se puso un nuevo objetivo: crear células artificiales (cloroplastos) que pudiesen acabar sirviendo como biorreactores capaces de fijar CO2 de la atmósfera y producir energía. Como las plantas, pero de forma controlada y más eficiente. Tras varias pruebas, encontraron las respuestas que buscaban en las espinacas. Extrajeron las membranas captadoras de luz de los cloroplastos de las espinacas y las coloraron en un recipiente junto con 16 enzimas del ciclo de CETCH. Enseguida descubrieron que podían funcionar juntas.
El hallazgo de los cloroplastos artificiales de Erb y su equipo fue publicado en la revista ‘Nature’ en 2020 y pronto dio la vuelta al mundo. No solo funcionaba, sino que era 100 veces más rápido que cualquier otro intento de replicar la fotosíntesis de forma artificial. “La plataforma que hemos creado nos permite probar soluciones innovadoras que la naturaleza no ha podido explorar durante la evolución”, explicaba en el momento de la publicación Tobias Erb.
Aunque el sistema sigue en fase de desarrollo y está lejos de tener aplicaciones fuera de laboratorio, los resultados tienen un gran potencial para el futuro. “A largo plazo, los sistemas biológicos artificiales como este podrían llegar a aplicarse a casi todas las áreas tecnológicas, incluyendo la ciencia de materiales, la biotecnología o la medicina”, añadía Erb. Además, podrían contribuir a reducir las concentraciones de CO2 en la atmósfera como método de captura, dado que estas tecnologías todavía siguen lejos de ser una alternativa real en la lucha contra el cambio climático.
Una nueva enzima malabarista
Durante los últimos dos años, la investigación del Max Planck se ha diversificado. El último estudio publicado, dirigido desde el SLAC National Accelerator Laboratory de la Universidad de Stanford y con la colaboración del equipo de Erb, el Departamento de Ingeniería Genómica de Estados Unidos y la Universidad de Concepción de Chile, se ha centrado en analizar el trabajo de una enzima diferente, una que está presente en algunas de las bacterias del suelo y que también trabaja 20 veces más rápido que RuBisCo. Una herramienta así podría llegar a ser una valiosa aliada para el biorreactor de fotosíntesis artificial.
Los investigadores descubrieron que esta enzima no agarra las moléculas de dióxido de carbono y las une a biomoléculas de una en una (así suele ser el proceso normal de fijación de carbono). Esta enzima tiene pares de moléculas que trabajan de forma sincronizada, casi como un malabarista, para hacer el trabajo más rápido. Mientras una molécula atrapa los ingredientes para la reacción, la otra la lleva a cabo. Además, ambas moléculas se alternan roles en un ciclo continuo repetido unas 100 veces por minuto.
Una pequeña máquina diseñada por millones de años de evolución para convertir gases y luz en vida. Una que abre oportunidades tecnológicas prometedoras. Pero, sobre todo, una que nos ayuda a entender que el mayor laboratorio de innovación no está en ninguna universidad, sino en una inmensa roca cubierta de agua que lleva miles de millones de años viajan sola, suspendida en el espacio.
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Imágenes | Unsplash/Louis Hansel, Max Planck 1, Max Planck 2, Clay Banks