Durante la segunda mitad del siglo XX, el número de enfermedades infecciosas emergentes se multiplicó por cuatro. No solo eso, sino que la frecuencia y la intensidad de los brotes también se ha disparado en las últimas décadas.
Ambas tendencias marcan el camino que nos ha llevado a la situación actual. La pandemia de COVID-19 nos ha colocado en una situación excepcional que pocos vieron venir. Pero, si alguien pudo haberlo imaginado, fueron los científicos que estudian cómo y por qué surgen las enfermedades emergentes. A estas alturas, ese paper de 2007 que señalaba el riesgo elevado de una reaparición del SARS en China no es ya ninguna novedad.
El SARS y el MERS, el ébola, el SIDA, el zika, la fiebre del Nilo Occidental y la fiebre de Lassa… Hay más enfermedades emergentes que antes o, al menos, hay más patógenos que afectan a los humanos que antes. La razón de esta tendencia no está en ningún laboratorio ni en una capacidad de mutación extraordinaria en los virus, sino en uno de los grandes desafíos que enfrentamos como especie: la pérdida de biodiversidad y el cambio climático.
Del Nilo a Nueva York
En el verano de 1999, Tracey McNamara, veterinaria y jefa de patología del Zoo del Bronx, en Nueva York (Estados Unidos), se dio cuenta de que muchas de las aves acuáticas de los alrededores parecían estar afectadas por alguna enfermedad. Pronto llegaron las primeras víctimas dentro del zoo: tres flamencos, un faisán, un cormorán y un águila calva. Todas parecían haber sufrido una hemorragia cerebral de origen desconocido.
Mientras McNamara buscaba la causa de este extraño brote, varios hospitales de la ciudad empezaron a registrar también casos de encefalitis en humanos. Hasta entonces, había sido una enfermedad rara que no pasaba de 10 casos al año. De repente, el mismo número de casos se registró en solo un fin de semana. Todavía pasarían casi dos meses hasta dar con el origen real de la enfermedad.
El 22 de septiembre de 1999, el centro para el control de enfermedades (CDC) de Estados Unidos comunicó oficialmente que el virus del Nilo Occidental era el causante del brote tanto en aves como en humanos. Era el primer registro de este patógeno en América. Desde entonces, solo en Estados Unidos más de 1.100 personas han muerto a causa de esta enfermedad, transmitida de aves a humanos a través de las picaduras de los mosquitos.
¿Cómo podía haber pasado? Pronto llegaron los análisis de las causas que, como siempre, eran muchas y variadas. El virus había llegado, probablemente, desde África o Asia a través de alguna especie comercial infectada. Y se encontró con que muchas de las especies de mosquitos de Estados Unidos podían actuar de vectores, lo que contribuyó a su rápida expansión.
Enfermedades emergentes y cambio climático
En 2009, un paper publicado en ‘BirdLife International’ analizando el caso de la fiebre del Nilo Occidental puso la atención sobre un factor que hoy se considera clave en la aparición de enfermedades emergentes: la pérdida de biodiversidad. El principio es puramente estadístico. Cuanto mayor sea la biodiversidad, menor será la proporción de especies e individuos susceptibles de sufrir la enfermedad o de actuar de vectores del virus. Es lo que se conoce como el efecto de dilución.
Tal y como señalan desde la Universidad Autónoma de México, “cuando un ecosistema está intacto y sin perturbar, […] los patógenos están diluidos gracias a la gran diversidad de especies presentes. Cuando el ecosistema se perturba, unas pocas especies se pueden volver extremadamente abundantes y, cuando eso sucede, sus patógenos también se vuelven extremadamente abundantes”. Y cada vez perturbamos más ecosistemas.
Desde la década 1940, el número de enfermedades infecciosas emergentes se ha multiplicado. Las que más lo han hecho, según el paper ‘Global trends in emerging infectious diseases’, publicado en 2008, son las de origen animal o zoonosis. Según otro estudio posterior (2014), el número de brotes epidémicos causado por este tipo de enfermedades también se ha disparado en los últimos 40 años. Es decir, no solo surgen un mayor número de enfermedades, sino que su impacto es mayor.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), emergentes no quiere decir necesariamente nuevas. Son, a grandes rasgos, enfermedades cuya incidencia en seres humanos se ha disparado en los últimos 20 años. La COVID-19 es una de ellas. Hasta donde sabemos, el coronavirus que la causa podría llevar décadas oculto en alguna especie animal (los llamados reservorios), pero no fue hasta 2019 cuando empezó a afectar a los humanos.
Desequilibrios en los ecosistemas y el clima
Los virus son extrañas criaturas, capaces de conquistar el mundo sin moverse. Fuera de su huésped no pueden hacer nada. Se la juegan a cara o cruz a que funcionen los patrones de transmisión. Y resulta que estos patrones se han visto alterados (e, incluso, reforzados) por nuestro impacto en el medio ambiente.
En un planeta en el que menos del 15% de los bosques permanece intacto, la pérdida de biodiversidad se ha convertido en gasolina para la propagación de enfermedades. La destrucción de ecosistemas lleva a muchas especies (y, con ellas, sus patógenos) a desplazarse a nuevos hábitats.
Además, los desequilibrios en la pirámide ecológica hacen que algunas especies que son grandes reservorios de enfermedades, como roedores o murciélagos, se vuelvan mucho más abundantes, según este paper publicado en ‘Proceedings of the Royal Society B’.
Esta situación, provocada por el cambio climático y la deforestación, hace a su vez que algunos virus y bacterias causantes de enfermedades humanas estén cada vez menos diluidos. Esto aumenta las probabilidades de contagio. Sobre todo, si se tiene en cuenta que el contacto entre humanos y animales salvajes es cada vez mayor, tal como señala este artículo publicado en ‘Nature’ en 2010.
Además, tal y como recoge la OMS, el ascenso de las temperaturas en todo el planeta hace que algunos vectores de enfermedades, como los mosquitos, sobrevivan en lugares antes inaccesibles para ellos. Es por eso que, por ejemplo, en España se han multiplicado los casos de enfermedades tropicales como el dengue o el zika.
Por último, los cambios en los patrones climáticos y la mayor intensidad de eventos extremos (como las lluvias torrenciales) provocan un aumento de la exposición a enfermedades transmitidas por el agua como la malaria, que no es nueva, pero sigue causando más de 200 millones de infecciones cada año.
Cuando las condiciones cambian, unas especies se ven beneficiadas y otras no. Quizá no hay más enfermedades nuevas que antes. Quizá, simplemente, los patógenos hayan encontrado una puerta abierta en el desequilibrio ecológico que nosotros mismos hemos causado.
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