A nada que simplifiquemos un poco, la telepatía es posible con tecnología actual. Al menos una versión limitada de ella. Después de todo, tu cerebro es una máquina capaz de recibir información a través de diferentes plug-ins (ojos, oído, implante cortical…) y hemos diseñado tecnología para enviar información a distancia (bluetooth, impulsos de luz…).
No hablamos de las magufadas de las películas de fantasía, sino de aplicaciones existentes. Por ejemplo, con objeto de ayudar a personas con parálisis cerebral, varios investigadores publicaron en ‘Plos One’ su estudio ‘Control cortical de una tablet para gente con parálisis’ (2018). Para ello, desarrollaron una interfaz intracortical cerebro-ordenador. Y no es la única investigación en este sentido.
Así funciona el envío de información desde el cerebro
Lo hemos visto en multitud de películas y series de ficción. Varios personajes alejados entre sí son capaces de comunicarse usando el pensamiento. A veces pulsan un botón como en ‘Travelers’, que muestra un equipo de élite con implantes en el cuello; otras directamente ‘piensan’, como ocurre en ‘Ghost in the Shell’, película en la que los cíborgs son una realidad; y en otras ocasiones envían información de carácter sensorial (miedo, rabia, alivio…) como mostraba el episodio de ‘Futurama’ ‘Apoyo esa emoción’ usando un “chip de empatía”.
En cualquiera de los casos, se logra transmitir información a distancia usando el cerebro, pero ¿es esto posible con nuestro nivel tecnológico? En los últimos años se habla mucho de la solución Neuralink de Elon Musk, pero antes que esta estaba Brain Gate, que ha conseguido con éxito recibir y enviar información a través de implantes invasivos (dentro del cráneo).
En 2005, hace más de una década, Matt Nagle se convirtió en la primera persona en controlar un brazo robótico usando una interfaz cerebro-máquina. Este tetrapléjico logró controlar un ratón de ordenador, las luces y el televisor. Ahora pensemos en cuál es la diferencia entre transmitir la información de la posición de un ratón y enviar una compleja cadena de palabras. Ninguna, ya que ambas pueden ser convertidas a binario.
De hecho, un año más tarde investigadores de la Universidad de Washington demostraron que un adolescente era capaz de jugar (con éxito) al juego Space Invaders usando simplemente un implante ECoG. Consiste en implantar electrodos en la superficie de la corteza cerebral. Es decir, es un implante parcialmente invasivo situado dentro del cráneo pero fuera del cerebro. Algo similar logró en 2018 otro equipo de la misma universidad montando una ‘red social’ de cerebros.
¿Cómo recibiremos el pensamiento de otros?
La respuesta a esta pregunta la confirmó Neil Harbisson, quizá la primera persona que se implantó a sí mismo un chip en el cerebro. Evidentemente con ayuda de un cirujano profesional, pero también saltándose todas las precauciones de salud y filtros de experimentación con humanos.
La ética es difusa cuando uno experimenta consigo mismo. Él quería ver en color (nació con acromatopsia) y se colocó una antena capaz de ‘susurrarle’ a su cerebro qué longitud de onda tenía el color que tenía ante sus ojos. Para ello, el implante vibra más o menos fuerte.
Muchos años después, y ahora sí dentro del cauce de la investigación canónica, Dennis Aabo recuperaba parcialmente el sentido del tacto (arriba). Había perdido su mano izquierda en un accidente y lo que sentía era su prótesis. Era un paciente del proyecto europeo Lifehand 2, que había logrado que su cerebro interpretase algunas señales del tacto. En 2014 logró distinguir entre una pelota de tenis y una mandarina, todo un logro de la ingeniería y medicina.
Aquí la técnica era mucho más sofisticada que con Harbisson. Usaba un sistema de retroalimentación sensorial que medía y transformaba la tensión de los tendones en pulsos eléctricos. Es algo así como ‘escuchar’ mediante estática la longitud de los tendones. Tras muchos ensayos, el cerebro de Dennis empezó a entender qué significaban esos pulsos. Otra manera de imaginarlo es pensar en aprender Morse a base de pitidos sabiendo lo que dicen. Al final, el cerebro acaba por interpretar la información si los patrones son coherentes.
¿Por qué no existe aún la telepatía?
Si ya tenemos tecnología para enviar y recibir patrones de información usando el cerebro, ¿por qué no existe aún la telepatía? Hay varios motivos principales, dejando el coste a un lado, y empezando porque nos falta resolución. Un implante al estilo del Brain Gate 2 puede aportarnos con una gran precisión información relativamente plana. Por ejemplo, derecha/izquierda, arriba/abajo, doblar/extender. Pero el alfabeto español tiene 27 letras, sin contar otros signos. Es significativamente más complejo de leer que nuestro cerebro.
Podemos pensar en estos sistemas como en una extremidad básica. ¿Seríamos capaces de hablar completamente usando un brazo sin mano? Usando Morse, por ejemplo, sí. Pero no es un método demasiado rápido y, además, requiere un implante cerebral. Es por eso que este tipo de investigaciones se realizan en pacientes que están incomunicados, como tetrapléjicos. De momento, los cíborgs por voluntad son tan escasos como Harbisson.
Por suerte, los cascos EEG externos ya han logrado una resolución considerable. De hecho, en 2018 empezaron a usarse equipos portátiles para monitorizar conductores de trenes en la línea de alta velocidad entre Pekín y Shanghái. La idea es poder detectar fatiga o distracciones en un empleado del que dependen cientos de vidas. Sin embargo, solo son capaces de monitorizar un conjunto limitado de variables.
Las posibilidades van más allá de ‘hablar’ con la mente
¿Alguna vez has sentido que a un familiar le pasaba algo aunque no estuvieses cerca? En este caso particular se trata de una casualidad: asignamos una sensación (que a veces es imaginaria) a un suceso grave. Pero ¿y si pudiésemos transmitir más que palabras? A decir verdad, el lenguaje es más complejo que otros patrones.
Antes enviaremos otro tipo de información más básica y primitiva, como sensaciones. Para imaginarlo, pensemos en el rostro de cualquier persona de la calle. Con un rápido vistazo podemos saber si la persona está molesta, feliz, distraída, tranquila, furiosa… y sin embargo sería imposible tratar de imaginar en qué está pensando.
El texto es un tipo de información compleja, mientras que las sensaciones más básicas resultan más fáciles de detectar (a nivel químico), empaquetar en una serie de impulsos y enviarlas. Por ejemplo, la empresa Beyond Verbal (arriba) lleva desde 2012 testando un método no invasivo para dar con nuestras emociones.
Todo esto sigue enmarcado dentro de la ciencia ficción, pero más por un motivo de costes que por falta de tecnología. Tampoco volvemos a la Luna, por ejemplo, aunque sabemos que sería viable. En unos años quizá baje el coste de estos sistemas y una prenda podría transmitir nuestro estado de ánimo a otra persona. Imaginemos lo que puede suponer enviar experiencias sensoriales tan agradables como las ASMR.
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