En verano, el sol es una gran paella y las espumosas olas del mar, bandejas de porcelana blanca colmadas de pescaíto frito. Todo es chupable, bebible y masticable cuando aprieta la canícula: si nos cruzamos con una farola, la lamemos; si con el farolero, también.
Olvidamos las recomendaciones médicas en el imán de la nevera de nuestra casa, que queda muy lejos del chiringuito, y nadie se muere porque la muerte no nos cabe en el cuerpo, rebosante de inmortalidad rica en grasas saturadas.
No es extraño que la vuelta al hogar resulte traumática, tras haber dejado atrás durante unos días los muros de nuestro Alcatraz biológico, horadados a golpe de cuchara sopera. Y es entonces, al regresar a nuestra prisión por el túnel que habíamos ocultado tras un calendario, cuando caemos en la cuenta de lo peligrosa que es la libertad cuando no va acompañada de responsabilidad.
Esto lo habíamos leído en un libro antes de las vacaciones, pero la brisa marina convertida en masa de aire cálido arrastró por Google Maps todos los abecedarios hacia lugares remotos donde los osos polares juegan a lanzar bolas de nieve y microplásticos a las focas.
reducir grasa de la barriga
Descartada la eventualidad de que toda la ropa decida encoger en agosto, por esas cosas de la obsolescencia programada, nos planteamos la posibilidad de que las recomendaciones dietéticas de las revistas de a un euro no fueran “fake news”. No entramos en camisas, faldas ni pantalones, pero es imposible renovar la vestimenta pues los ahorros nos lo comimos rebozados y con un toque de salsa ali-oli. ¿Qué hacer entonces? ¿Alguna audioguía que nos pueda orientar en este trance?
En mi caso, una vez más, internet me brindó la respuesta en forma de una aplicación para el smartphone que promete “reducir grasa de la barriga en 30 días”. Así, tan crudo como suena.
Una aplicación para adelgazar…y llorar
Esperanzado, repasé los ejercicios a ejecutar – “twist” ruso, “butt bridge”, “crunch” de bicicleta, etc.-. Todo en inglés, así que todo sonaba eficaz, moderno, quizás aburrido, pero tampoco nos vamos a poner tiquismiquis en esta situación de extrema necesidad.
Después de apartar a los gatos de su alfombra favorita, me tumbé boca arriba sobre sus pelos y pulsé el “play” para escuchar cómo el asistente virtual me avisaba de lo que vendría a continuación: elevación de rodillas, 20 veces, 10 por pierna. Tres, dos, uno y empezamos.
Uno, dos, tres y terminamos. A la tercera elevación, noté un crujido en un gemelo y un intenso dolor que me hizo soltar un maullido. Los felinos, alborozados, se empezaron a rozar con mis recién compradas zapatillas de deporte, pensando que había llegado la hora de disfrutar de una de esas latas de atún que les dosifico para que no engorden demasiado. Tontos animales, prefieren eso al aburrido pienso recomendado por el veterinario, porque no son conscientes de los peligros de la obesidad y la diabetes.
Retorciéndome de dolor en el suelo, apenas reconfortado por los lametazos de los animales, me cisqué en todos los arquetipos físicos que nos ha impuesto la omnipresente publicidad, loca locomotora de esta sociedad de consumo que nos consume, y di por terminada la expiación de mis pecados gastronómicos.
deporte y lectura
La conclusión de tan desdichada experiencia es que no hay nada como el deporte para promocionar la lectura. Tumbado en la cama, bajo el aire acondicionado a pleno rendimiento, paso las páginas de los nuevos libros adquiridos en Amazon y doy por buena mi “mens sana”, aunque el “corpore” –ay, bendito ibuprofeno- no acompañe.
Por cierto, qué gran descubrimiento el del escritor argentino César Aira. Leo: “Por escapar de lo obvio la humanidad se extravió en esa insensata acumulación de sofismas que es la civilización”. Ante el sofisma de los abdominales duramente trabajados e “instagrameables”, prefiero hoy la obviedad de un abdomen esculpido a golpe de helados, fritanga y rebujito. Hasta el próximo arrebato de culpabilidad… o de responsabilidad, que tampoco está ya uno en edad de descuidar la salud.