IKEA permite acceder a todos los catálogos de sus muebles, editados entre los años 1950 y 2020, a través de su museo virtual. Así que, curiosos y nostálgicos, podéis consultar, por ejemplo, vuestro año de nacimiento y ver cómo se las gastaban los suecos en interiorismo por aquel entonces.
Si se me permite la frivolidad, y descontando que lo de las dos Españas que decía Machado parece una cuestión irresoluble, utilizaré sus dolidos versos para dar cuenta de una realidad, si bien no tan nefasta en lo colectivo, también es muy dura en lo invididual: «Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, que una llave Allen ha de helarte el corazón». En estos versos también se recoge la confrontación entre dos realidades confrontadas: el ser y el querer ser.
Frente al deseo de ser unos «manitas» capaces de arreglar hasta los desvaríos del mundo armados con ese caimán de metal que llaman alicate, se impone la realidad de unas manos hechas para pulsar el botón rojo que da paso a toda suerte de calamidades en el hogar. Por eso, los catálogos de IKEA son el mal.
Tuvo que llegar IKEA, con sus rubios, altos y fibrosos manuales de instrucciones, para convencernos por fin de que, ni aun así, somos capaces de armar una estantería. Tras la abrupta decadencia de la ebanistería fina, llegamos al tiempo del «hágalo usted mismo» que muchos podemos traducir por «destrúyalo usted solito».
Destruya la estantería, la pared, su relación de pareja y, en último término, su autoestima. Todo a un precio bastante razonable, según podemos comprobar en los catálogos de IKEA que, a ratos, parecen una versión facsímil del Apocalipsis de San Juan, del Beato de Liébana.
los catálogos de ikea mataron a la estrella de las chapuzas
En fin, el caso es que llegó IKEA al país para desvelar la incapacidad para el bricolaje de los que antaño presumían de ser capaces de hacer fuego en una isla desierta enfocando su mirada refulgente sobre los restos de la cáscara de un coco. Mentiras, fake news para cerrar la boca un cuñado en una reunión familiar.
Pero vamos a lo que vamos, que estábamos hablando de la posibilidad de contrastar los muebles de nuestra infancia con los que se estilaban en Suecia, gracias a IKEA. Uno se queda un poco como Alfredo Landa cuando veía a las suecas en Benidorm, al ver cuán diferente era el sillón de skay de la casa de nuestros padres frente a esos modernísimos sillones que se estilaban en el norte de Europa.
Tampoco se ve rastro del cuadro de ciervos muertos a dentelladas por una jauría de galgos, ni del botellero para el coñac Soberano. Esta gente no tenía de nada, pobre, tal como podéis comprobar en este museo virtual del quiero y no puedo.