Fernando de Brunswick-Luneburgo pasó a la historia por ser tafofóbico. Poco importan sus heroicas batallas a los mandos del ejército prusiano en la guerra de los Siete Años. Su vida la marcó un miedo irracional a ser enterrado vivo.
A despertarse dentro de un ataúd bajo varios metros de tierra. Por eso, este príncipe de la Baja Sajonia inventó uno de los primeros ataúdes de seguridad.
Hasta bien avanzado el siglo XX, en los cementerios era habitual instalar sistemas para que los muertos, en caso de que no lo estuvieran, pudiesen dar la voz de alarma. Estos ataúdes de seguridad incorporaban campanas y luces o tubos por los que entrase aire fresco. Pero la innovación no era solo producto de una fobia. La catalepsia (un estado de parálisis en el que el cuerpo parece sin vida) provocaba más de un enterramiento en vida.
La forma de observar y entender la muerte ha cambiado a lo largo de la historia humana. La idea de un más allá, del fallecimiento como punto y aparte, está presente en muchas culturas. En los tiempos de Fernando de Brunswick-Luneburgo, la muerte se producía cuando la persona no mandaba señales de estar viva. Si parecía muerta, estaba muerta. Hoy en día, nadie es enterrado vivo y la ciencia médica certifica el fallecimiento cuando la sangre y el oxígeno dejan de llegar al cerebro. Pero, ¿y si ese no fuera el final de la vida?
Los cerebros que se resisten a morir
El titular saltó a mediados del pasado mes de abril. «Científicos resucitan el cerebro de 32 cerdos que llevaban muertos horas». Y los mantienen con vida, separados del resto de los cuerpos, durante casi un día y medio. Los detalles los explican los investigadores, de la universidad de Yale, en el artículo ‘Restoration of brain circulation and cellular functions hours post-mortem’ publicado en Nature.
Tras recibir 32 cerebros porcinos – cuyos dueños llevaban entre tres y cuatro horas muertos – de un matadero cercano, los investigadores llevaron a cabo multitud de pruebas, descubriendo que la mayoría de funciones de las células del cerebro se mantenían intactas. Hasta ese momento, se creía que la muerte celular se producía a los pocos minutos de dejar de respirar. Después, inyectando una solución que habían preparado para mantener los tejidos sin daños, lograron mantener esas funciones activas durante 36 horas más.
«En ningún momento observamos el tipo de actividad eléctrica organizada que se asocia con la percepción o la consciencia”
Sin embargo, no significa que los cerdos (ni sus cerebros) sigan viviendo después de la muerte. «En ningún momento observamos el tipo de actividad eléctrica organizada que se asocia con la percepción o la consciencia”, señaló uno de los autores del estudio, Zvonimir Vrselja, investigador asociado al departamento de Neurociencia de Yale. “Definido clínicamente, no estamos ante un cerebro vivo, pero sí es un cerebro activo celularmente”, afirmaba.
Esta no es la primera señal que se percibe de que la muerte cerebral quizá no tenga lugar tal y como la habíamos imaginado. No vamos a hablar de esa luz al final del túnel que algunos dicen haber visto. Pero es probable que sí que haya algo después de lo que, hasta ahora, hemos creído que era la muerte.
En 2017, un grupo de investigadores canadienses detectó actividad cerebral en varios individuos humanos durante la media hora que siguió a su fallecimiento con el corazón completamente detenido. Otro estudio, publicado en 2014, señaló que la mayoría de personas que habían sobrevivido a un paro cardiaco (estudiaron 2060 casos de infarto y 330 supervivientes) recordaban cosas que habían sucedido a su alrededor mientras su corazón estaba paralizado. Eso a pesar de que se creía que la actividad cerebral se había detenido entre 20 y 30 segundos después del paro cardiaco.
Las fronteras de la muerte
La ciencia no suele ponerse mística. Pero sí se adentra en complejos debates éticos. La resurrección de los cerdos o los cerebros humanos que viven más que sus dueños no nos hablan del más allá ni de la reencarnación. Plantean una serie de dudas que tienen que ver con la práctica de la medicina y el bienestar animal. Las reacciones no se han hecho esperar. Ninguno de los estudios es concluyente. Faltan datos. Pero el debate alrededor de la muerte está sobre la mesa.
En un artículo publicado en Nature Magazine, Stuart Youngner e Insoo Hyun, profesores de bioética de la Case Western Reserve University School, plantean la necesidad de estudiar más a fondo la muerte cerebral. Según ellos, la investigación con los cerdos abre dos grandes debates. Por un lado, podríamos estar dando por muertas a personas que aún pueden ser salvadas. Y, por otro, podríamos estar descartando órganos para trasplantes que todavía son útiles.
esta investigación cuestiona los fundamentos de qué consideramos vida y qué consideramos muerte. Y plantea más interrogantes sobre el uso de animales en la investigación
“Estos debates podrían volverse mucho más complejos si los avances en la investigación desafían las actuales suposiciones sobre la incapacidad del cerebro para recuperarse de la ausencia de oxígeno, o incluso insinúan la posibilidad de que la consciencia pueda recuperarse después de que el corazón de una persona haya dejado de latir”, señalan Yougner y Hyun.
En otro artículo, Nita A. Farahany (directora de la Duke Initiative for Science & Society de la Universidad de Duke), Charles M. Giattino (investigador en neurociencia del mismo centro) y Henry T. Greely (director del Stanford Program in Neuroscience and Society de la Universidad de Stanford) van más allá. Aseguran que esta investigación cuestiona los fundamentos de qué consideramos vida y qué consideramos muerte. Y plantea más interrogantes sobre el uso de animales en la investigación.
“Necesitamos nuevas pautas para los estudios que involucran la preservación o restauración de cerebros completos, porque los animales utilizados para dicha investigación podrían terminar en una zona gris: ni vivos ni completamente muertos”, señalan. Para ellos, la posibilidad de que esos cerebros sean en cierta medida conscientes o sientan dolor plantea serios riesgos que necesitan ser controlados.
De personas que damos por muertas (y sepultamos) con un simple vistazo a cerebros que siguen vivos fuera de sus cuerpos durante horas. La frontera entre la vida y la muerte ha ido cambiando a lo largo del tiempo. Quizá la nueva tafofobia surja del miedo a que nuestro cerebro acabe, consciente, en un frasco de laboratorio.
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Imágenes | Unsplash/Suzanne Tucker, Captureson, Pixabay/GDJ
Me parece muy interesante esta investigación. Entonces debería ser obligatorio hacerle un electroencefalograma a toda persona fallecida.