Imaginemos un día nebuloso en el Londres victoriano, a Jack «el Destripador» rondando por ahí y a un profesor e investigador de fonética fisiológica que asiste a un espectáculo sorprendente. En el escenario, una máquina parlante, con rostro de mujer, entona el God Save The Queen.
Alexander Melville Bell, padre de Alexander Graham Bell, al que debemos la invención del teléfono. La impresión que causó en el progenitor el espectáculo influyó en la invención del hijo.
Este experto en articulación de la voz era, por azares del destino,¿Pero qué es lo que contempló bajo esa pequeña carpa circense? Se trataba de la creación de Joseph Faber, una persona con una triste historia que, quizás, merece más atención de la que obtuvo en su tiempo.
un cúmulo de desdichas
Parece que todo en su vida fue un cúmulo de desdichas que, a poco que le hubiera acompañado la suerte, le podrían haber alzado al olimpo de la fama y el reconocimiento universal como inspirador de inventos como el fonógrafo o el teléfono.
Pero empecemos por el principio que, como no podía ser de otra manera con Faber, es triste. Con poco más de 20 años, este joven aficionado a las matemáticas, la física y la música, padeció una enfermedad grave que le causó un estado de hipocondría que, suponemos, no contribuyó a hacerle el chico más popular de Viena.
El caso es que el joven Faber solo podía aliviar ese estado de ansiedad realizando tareas mecánicas. Al principio, se dedicó a tallar madera pero, un día tuvo una epifanía. Llegó a sus manos un libro sobre el mecanismo del habla humana ideado por otra mente inquieta, Wolfgang von Kempelen, y se aplicó en construir una máquina que pudiera hablar. Quizás buscaba una voz amiga que le hiciera compañía, una Siri del XIX.
Hay que decir en este punto que von Kempelen fue el inventor de El Turco, un autómata ajedrecista muy popular que, con el tiempo, resultó ser una superchería accionada por una persona que se escondía en su interior.
una maleta llena de decepciones llega al circo
Pero volvamos a nuestro hipocondriaco favorito. Tras años de duro trabajo, construyó su primera máquina parlante en 1840 y llegó a presentársela al Rey de Baviera en 1841, despertando muy poco entusiasmo en el monarca. Desmoralizado, Faber la destruyó e hizo las maletas hacia Estados Unidos buscando un público más receptivo.
Allí creó Euphonia, una nueva versión, más avanzada, de su máquina. Reproducía la voz humana gracias a dieciséis palancas o teclas como las de un piano, las cuales proyectaban dieciséis sonidos elementales formando palabras en diversos idiomas europeos. Una decimoséptima tecla abría y cerraba el equivalente de la glotis, una abertura entre las cuerdas vocales.
El invento llegó a oídos de Phineas Taylor Barnum (un showman, empresario y embaucador estadounidense) que, en busca de novedades para su espectáculo, contactó con Faber para llevar de gira por Londres al inventor y su creación. Fue Barnum quien bautizó con el nombre Euphonia a la máquina parlante.
La imagen de este ingenio parlante era siniestra y muchas personas del público ante el que se mostró creían sentir el aliento de la Euphonia que emanaba de los labios de goma que sobresalían del rostro que adornaba (es un decir) un remedo de mujer. Se nos pone la piel de gallina imaginándolo. En realidad, se trataba del aire que generaba un fuelle accionado con un pedal.
Ya fuera por este aspecto terrorífico, por las sospechas –que resultaron infundadas- de fraude o porque el mundo no estaba preparado para algo así, el caso es que Euphonia fue recibida con mucha frialdad por el público.
la maquina parlante se queda muda
Faber hizo un último intento desplazándose fuera de la gran ciudad pero, ni en las más remotas aldeas, obtuvo recompensa su esfuerzo. Un día, no se sabe bien de qué año (hasta aquí llegaba el desinterés por su figura), Joseph Faber decidió destruir su creación y, de paso, terminó con su propia vida. Mientras su recuerdo se disolvía en el tiempo, Barnum siguió mostrando su invento en su circo durante décadas, rentabilizando en lo que pudo la máquina.
Para superar este mal trago, volvamos al principio y a Alexandre Melville Bell, que resultó una de las pocas personas sobre la Tierra a las que impresionó Euphonia. Su hijo, el famoso Alexander Graham Bell, hizo varios intentos de reproducir el habla humana a través de mecanismos similares a Faber, que luego le llevaron a experimentar con la modulación de corriente eléctrica y, posteriormente, a inventar el teléfono.
Acordémonos, por tanto, aunque sea durante el breve instante en que esperamos el doble check azul en el último mensaje de WhatsApp, del protagonista de esta historia que, pocas veces en su vida, pudo ser protagonista de algo. Y, antes de sentir lástima por él, pensemos si alguien escribirá alguna línea sobre nuestra vida dentro de unos siglos.