En 1969, el ser humano puso el pie en la Luna. Aquel año, el gran salto para la humanidad que predijo Neil Armstrong se produjo en más de un sentido.
Desde el espacio, la Tierra parecía pequeña. Y los datos climáticos que se habían empezado a recopilar a gran escala durante aquella década demostraban que aquel mundo frágil estaba en peligro. En 1970, se celebró el primer Día de la Tierra, el movimiento ecologista se hizo fuerte y la lucha contra el cambio climático desde la ciencia empezó a tomar forma.
Pero, en realidad, todo empezó mucho antes. Durante los siglos XIX y XX, un número creciente de científicos, naturalistas e incluso políticos señaló los cambios que estaba experimentando el planeta y sus ecosistemas. Y apuntó, con mayor o menor decisión, a las actividades humanas como causas de esos cambios. Esta es su historia.
Humboldt y el lago Valencia
Durante todo el siglo XVIII, la civilización occidental se obsesionó con el dominio de la naturaleza. En Estados Unidos, gente de ciencia como Hugh Williamson presumía de la importancia de talar bosques para mejorar el clima y la salud del planeta. Reino Unido había consagrado su futuro al carbón y en 1800 emitía ya más de 30 millones de toneladas de CO2 a la atmósfera al año. La carrera por ser el más país más productivo (y contaminante) acaba de empezar.
En febrero de aquel mismo año, el naturalista Alexander von Humboldt dejaba Caracas para dirigirse al lago Valencia en su primera aventura sudamericana. Allí, en lugar de una selva saludable, se encontró un ecosistema erosionado y enfermo. Fue entonces cuando Humboldt desarrolló la idea del impacto del ser humano en el clima. Los bosques eran clave para mantener la humedad de la tierra y regulaban su temperatura. Si se talaban, provocaban una serie de efectos en cascada de consecuencias impredecibles.
“La idea de que las cuestiones sociales, económicas y políticas están estrechamente relacionadas con los problemas medioambientales mantiene toda su actualidad”, señala Andrea Wulf en su libro sobre Humboldt ‘La invención de la naturaleza’. El naturalista alemán siguió desarrollando esta idea toda su vida. Su trabajo influyó en Charles Darwin, quien también describió la inseparable relación entre el ser humano y la naturaleza. Hasta entonces, al menos en la literatura occidental, plantas y animales estaban solo al servicio del hombre y su civilización.
Muir, Yosemite y el ecologismo
Las investigaciones de Humboldt influyeron en muchos otros científicos de la época, como John Muir. El estadounidense no recorrió el mundo como el científico alemán. Su vida es la historia de una obsesión con el que se convertiría en uno de los primeros parques nacionales del país norteamericano: Yosemite. Su trabajo detallado sobre la importancia de los ecosistemas y el desgaste que sufrían por las actividades humanas (tala y pastoreo) logró que la zona fuese declarada protegida en 1890.
Muir, fundador del Sierra Club, una de las asociaciones ambientalistas más antiguas del mundo, es considerado uno de los padres de un incipiente movimiento ecologista dentro de la ciencia. Pero no solo por sus logros en Yosemite. En 1879 y 1880 llevó a cabo trabajos de campo en los hielos de Glacier Bay, Alaska. Allí, contrastando sus observaciones con los mapas de George Vancouver elaborados un siglo antes, Muir descubrió que los glaciares se estaban derritiendo. Señaló la alta probabilidad de que la tendencia se mantuviese en el futuro. No se equivocaba.
Henry David Thoreau y la importancia de los datos
Muir no había oído hablar del calentamiento global. Pero sus conclusiones surgieron de forma lógica a partir del análisis de los datos. De forma similar trabajó Henry David Thoreau, quien pasó sus días obsesionado con el clima y, en particular, con medir temperaturas, precipitaciones y su influencia en la naturaleza.
Su trabajo sirvió para seguir profundizando en la idea de Humboldt de que, en el planeta, todo estaba relacionado, incluidos los seres humanos y sus actividades. Además, los datos recopilados por Thoreau en Concord (Massachusetts, Estados Unidos) entre 1836 y 1842 han sido utilizados recientemente por la Universidad de Boston para medir los cambios del ecosistema en el último siglo y medio. Las tendencias observadas en el siglo XIX por el naturalista han seguido incrementándose.
George Perkins Marsh, la política
Junto a Muir y Thoreau, el ecologismo científico tiene un tercer elemento de importancia en Estados Unidos: George Perkins Marsh. Influido por los naturalistas de su época, no solo fue uno de los primeros políticos en prestar atención a los retos ambientales, sino que fue uno de los primeros en hablar, como tal, del cambio climático producido por el hombre. Lo hizo en un discurso el 30 de septiembre de 1847 que ha caído en el olvido.
“El hombre no puede controlar la lluvia y la luz del sol, el viento, la escarcha y la nieve a su antojo. Sin embargo, es cierto que, en muchos casos, el clima ha sido cambiado gradualmente por la acción humana”, señalaba George Perkins Marsh. Y pasaba a enumerar causas y efectos que, entonces, ya estaban bien documentados. La relación entre bosques y vegetación. La importancia de la superficie terrestre para reflejar, absorber y distribuir el calor del sol. Y la diferencia de temperaturas entre las ciudades y el campo.
Los gases de efecto invernadero: Joseph Fourier y John Tyndall
Aunque apenas se intuía su relación con la actividad humana, aspectos como el efecto invernadero ya habían sido descritos científicamente varias décadas antes. El matemático francés Joseph Fourier fue el primero en señalar el papel de la atmósfera en la retención del calor. En 1824 bautizó el proceso que había descubierto como efecto invernadero. 40 años después, el irlandés John Tyndall profundizó en los estudios de Fourier. En la década de 1860 describió cómo el vapor de agua, el ozono y el dióxido de carbono absorbían el calor.
El descubrimiento del cambio climático
Las teorías y los datos estaban sobre la mesa. Solo faltaba empezar a conectar los puntos. Por delante quedaban 150 años de observación, experimentos y descubrimientos, cada vez a una escala más global, para darnos cuenta del verdadero impacto del ser humano y sus actividades en el clima de la Tierra.
En 1896, el sueco Svante Arrhenius confirma las sospechas. Los gases que se han venido emitiendo por la quema de carbón incrementaban el efecto invernadero natural del planeta. La comunidad científica no le creyó. No podía ser que el humo de unas cuentas fábricas cambiase algo tan grande como un planeta. Cuatro años después, otro sueco, Knut Angstrom, demostró cómo pequeñas cantidades de CO2 podían influir en la temperatura.
Para entonces, ya se emitían a la atmósfera cerca de 2.000 millones de toneladas de CO2 al año. Y la ‘fiesta’ no había hecho más que empezar. En 1938, Guy Callendar, un científico aficionado, recogió los datos históricos de 147 estaciones climáticas de todo el mundo y demostró que las temperaturas habían aumentado durante el último siglo y, lo más importante, que también lo habían hecho las emisiones.
Y veinte años más tarde, Charles David Keeling decide analizar de forma sistemática las concentraciones de CO2 en la atmósfera para obtener la primera prueba inequívoca de que los gases de efecto invernadero iban en aumento. En 1958 las emisiones de dióxido de carbono eran ya de 8.540 millones de toneladas anuales.
A partir de entonces, las pruebas se suceden y las dudas de la comunidad investigadora se disipan. Hoy, el cambio climático es uno de los fenómenos con mayor consenso científico en todo el mundo. La cantidad de pruebas acumuladas es demoledora. Aun así, el ritmo de consumo de combustibles fósiles no solo no se ha frenado, sino que ha seguido incrementándose. En 2018, se emitieron 37.100 millones de toneladas de CO2.
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