El gigante agronómico Monsanto fue condenado, en agosto de este año, a pagar casi 300 millones de dólares de indemnización por no advertir adecuadamente de los posibles efectos del glifosato. La sentencia a favor de Dewayne Johnson, un jardinero estadounidense con cáncer terminal, todavía colea. Al margen del mazazo contra una de las mayores corporaciones del planeta, la ciencia se pregunta: ¿depende la seguridad de un herbicida de lo que diga un tribunal?
Más allá de lo concreto, el caso de Monsanto se puede conectar también con la historia de la ciencia. O, mejor, con la historia de cómo a la sociedad le cuesta aceptar la evidencia científica. En este camino destacan las historias de Galileo, condenado por defender la teoría heliocéntrica. O las de Darwin y Bohr, hazmerreír de la comunidad científica por defender sus teorías (la de la evolución y un novedoso modelo atómico). Y el peregrinar de Jenner hasta convencer al mundo de los beneficios de la primera vacuna contra la viruela.
Diga lo que diga el tribunal, y con todo el respeto a la complicada situación de Johnson, no existe una evidencia clara de que el glifosato sea cancerígeno para humanos usado adecuadamente. La IARC, o Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, divide las sustancias posiblemente cancerígenas en cinco grupos. El glifosato entra dentro del 2A. Es decir, existen evidencias de su poder cancerígeno en animales y evidencias poco claras o limitadas en humanos. Como tal, se han regulado unas condiciones de uso bajo las cuales es seguro.
¿Podemos juzgar la evidencia científica?
El glifosato es uno de los herbicidas más usados del planeta. Hoy, Monsanto ya no tiene su exclusiva. Lo comercializan varias decenas de empresas. Es un compuesto tóxico para las plantas, pero no para los animales. Como explica Rosa Porcel Roldán, investigadora en biotecnología vegetal en la Universidad Politécnica de Valencia, en este buen artículo en ‘The Conversation’, la cafeína, el vinagre y el paracetamol tienen índices de toxicidad mayores que el glifosato.
Volviendo sobre la clasificación de la IARC, que forma parte de las Naciones Unidas, el glifosato solo aparece señalado como posible agente cancerígeno (con evidencia científica limitada) en casos de leucemia y linfoma. No es poco. Sin embargo, productos usados a diario como las bebidas alcohólicas, el tabaco o la carne procesada son señalados como cancerígenos potentes cuya relación con la enfermedad se considera probada. Y al mismo nivel que el glifosato aparecen la exposición prolongada a productos de peluquería, el trabajo por turnos que altera los patrones de sueño o los gases de los motores.
El caso de Dewayne Johnson fue expuesto ante un jurado popular. Un grupo de personas elegido al azar decidió que Monsanto debía indemnizar al jardinero. Lo hizo porque consideró que la empresa no había informado debidamente de las condiciones de uso del glifosato. Pero eso no altera la clasificación de la IARC ni toda la evidencia científica alrededor del herbicida.
Los transgénicos y CRISPR
El cultivo y la cría de plantas y animales modificados genéticamente es otro de los frentes abiertos entre ciencia, ley y opinión pública. Y eso que llevamos milenios alterando la naturaleza (las especies agrícolas y domésticas se parecen poco a sus orígenes salvajes). Como recuerda la divulgadora Deborah Martínez Bello en su libro ‘¡Que se le van las vitaminas!’, los más de 100 alimentos transgénicos aprobados para consumo humano son seguros. Lo dice la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
La mayoría de los cultivos transgénicos es más resistente a plagas y tiene menos necesidades de herbicidas y pesticidas químicos. Necesita menos agua y es más productivo. Y no produce alergias ni intolerancias alimentarias. Sin embargo, muchos están prohibidos en la Unión Europea.
La política de precaución de la UE (solo permite el cultivo de una variedad de maíz transgénico) se ha extendido también a los alimentos modificados mediante CRISPR. Esta prometedora técnica permite editar el propio genoma de la especie, sin introducir genes de fuera como se hacía hasta ahora. Todo a pesar de la ausencia de evidencia científica que desaconseje el desarrollo y el cultivo de estos alimentos.
La inteligencia artificial nos pone a prueba
«Los legisladores no leen la literatura científica, pero sí leen el clickbait de turno». La frase de Zachary Lipton en la conferencia EmTech de MIT Technology Review no habla ni de transgénicos ni de glifosato. El investigador en machine learning de la Carnegie Mellon se refiere a la inteligencia artificial. Pero en 14 palabras atina de lleno en la raíz del problema. Siempre hay alguien dispuesto a sacar partido de afirmaciones exageradas, aunque no estén respaldadas por evidencia alguna.
Para Lipton, “cada vez es más difícil distinguir qué es un avance real de lo que no lo es”, siempre en referencia a la IA. Existe una burbuja a su alrededor que nos puede llevar a pensar que las cosas son más inteligentes de lo que son. Y que puede tener también el efecto contrario: desconfiar de un avance sin saber su alcance real.
La necesidad de que la ciencia y la innovación tecnológica se legisle en base a la propia evidencia científica es real. La sentencia a favor de Dewayne Johnson no borra la literatura científica alrededor del glifosato. La prohibición de cultivar arroz transgénico en la UE no elimina el hecho de que muchos países, sobre todo asiáticos, se estén beneficiando de ello. Y que nos digan que un coche está equipado con IA tampoco nos hace cerrar los ojos al volante y confiar en su inteligencia.
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