El calentamiento global no es algo que hayamos inventado los humanos. A lo largo de la historia, el planeta se ha calentado y se ha enfriado. Solo para volverse a calentar. Todo sin nuestra ayuda. Sin embargo, el Homo sapiens ha adquirido la dudosa habilidad de cambiar los ecosistemas a su antojo. Algunas veces, con intenciones claras. Otras, por descuidos. Como el día que causamos una pequeña edad de hielo por culpa de un puñado de virus.
De la conquista de América se ha escrito mucho. De la desaparición de los pueblos y culturas indígenas, también. Algunos académicos hablan incluso de genocidio organizado para acabar con civilizaciones que, en muchos sentidos, rivalizaban con las de Europa. Pero hay otra teoría que ha ido ganando fuerza en los últimos años. Una que tiene que ver con una guerra milenaria (e inacabada) de la que ya hemos hablado antes. Y, de paso, con el cambio climático.
Y la gripe ‘descubrió’ América
11 de octubre de 1492. Temprano por la mañana. Un joven taíno llega corriendo y despierta, con sus gritos de alerta, al cacique del pueblo. Tres grandes seres flotaban a poca distancia de la costa. A bordo, alborotados, se movían un montón de personas similares a ellos, pero con pinta de desnutridas. Para cuando al día siguiente, Cristóbal Colón y compañía pisaron la isla de Guanahani (hoy Bahamas) un numeroso grupo de taínos los esperaba para darles la bienvenida. No sabían la que se les venía encima.
Durante aquellos primeros días, la población indígena taína alcanzó sus máximos históricos. Solo en la isla de la Española o Santo Domingo, hoy República Dominicana y Haití, vivían más de 100.000 taínos. Según Fray Bartolomé de las Casas, en su ’Historia de las Indias’, en 1508 quedaban unos 60.000. Y en 1531, cerca de 600. Junto a los colonizadores habían llegado unos enemigos tan devastadores como invisibles.
El día que la gripe, la viruela, el sarampión y la peste bubónica ‘descubrieron’ América ya nada volvió a ser igual. Al menos, hasta que las primeras vacunas llegaron en un barco junto a 22 huérfanos coruñeses tres siglos más tarde. Las poblaciones indígenas, con una baja resistencia a los nuevos virus, no tuvieron apenas margen de maniobra. Los números de fallecidos, incluso en estimaciones conservadoras, se acercan a los de la II Guerra Mundial. Y eso en una época en la que el planeta estaba mucho menos poblado.
¿Colonización o contagio masivo?
Es imposible saber a ciencia cierta cuánta gente vivía en América el día que los colonizadores desembarcaron en las islas del Caribe. Los primeros recuentos oficiales de la población son muy posteriores, de cuando ya los países colonizadores habían establecido un sistema de impuestos para toda la población. Sin embargo, existen estimaciones.
Un grupo de investigadores del University College de Londres acaba de publicar un estudio en ‘Quaternary Science Reviews’ en el que, combinando las diferentes variables y datos publicados hasta la fecha, estiman que la población americana rondaba los 60 millones de habitantes antes de la llegada de los españoles. Europa, en aquel entonces, concentraba alrededor de 80 millones de personas en un territorio la mitad de extenso.
A medida que los conquistadores avanzaban a través del territorio, tuvo lugar una colonización masiva por parte de la gripe, el sarampión y compañía. Alrededor del año 1600, el estudio estima mediante modelos matemáticos que quedaban menos de cuatro millones de indígenas en América. Un 90% de la población nativa había desaparecido. Un 10% de la población mundial se había esfumado por obra y gracia de los virus (aunque no solo).
Agricultura y cambio climático
Los taínos eran un pueblo numeroso, bien organizado y agrícola. Sembraban yuca, maíz, cacahuete, piña, algodón y tabaco. Sus cultivos ocupaban grandes extensiones y contaban con sistemas de riego bastante avanzados. La agricultura era, de hecho, una actividad común a la mayor parte de pueblos indígenas. Para desarrollarla, no tenían problema en deforestar amplias zonas de bosque y selva o cambiar la orografía a su antojo.
En 1492 (de nuevo, según las estimaciones de los investigadores londinenses) un 10% de la superficie total del continente americano estaba cultivada. Unos 60 millones de hectáreas estaban dedicados a la agricultura. El uso de la tierra era especialmente intensivo en las islas de los taínos y los territorios de los imperios azteca (México y Centroamérica) e inca (sobre todo en Perú, Ecuador y Bolivia).
“Esta tragedia humana [la muerte del 90% de la población indígena] significó que no hubiese suficientes trabajadores para gestionar los campos y los bosques. Sin intervención humana, los ecosistemas volvieron a sus estados naturales, absorbiendo así grandes cantidades de carbono de la atmósfera. El alcance de este fenómeno fue tan vasto que eliminó suficiente CO? para enfriar el planeta”, explican los autores del estudio en un artículo publicado en ‘The Conversation’.
La pequeña edad de hielo
Los datos geológicos lo demuestran. Las temperaturas globales bajaron al mismo tiempo que se redujo la población mundial. Esto provocó que, a su vez, se liberase menos carbono del suelo y acrecentó aún más el enfriamiento. Para los investigadores, esto explica el bajo porcentaje de CO? atrapado en el hielo antártico a partir de 1610. Y la pequeña edad de hielo que atravesó la Tierra durante el siglo XVII.
Este periodo de inviernos fríos y largos y veranos cortos causó décadas de hambruna y problemas sociales en todas las latitudes. El mundo global y moderno que conocemos hoy empezaba su historia rodeado de drama y catástrofes. 56 millones de indígenas muertos, culturas y civilizaciones eliminadas y primeras experiencias con el cambio climático y sus consecuencias.
Menos mal que en los siglos XIX, XX y XXI nos hemos venido esforzando en recompensar al dióxido de carbono por los daños causados. Los investigadores estiman que, durante el siglo XVI, la presencia de CO? en la atmósfera se redujo en cinco partes por millón. Es decir, en una cantidad similar a la que, hoy en día, se emite en dos años mediante la quema de combustibles fósiles.
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Imágenes | Wikimedia Commons/Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla, Codex Mendoza, Unsplash/Antón Jáuregui, Francesca Hotchin