Eliges tu ropa, te duchas, te “arreglas” y, con tus mejores galas, sales de fiesta. Una discoteca, el bar de la esquina, un parque de periferia. O igual eres más de Netflix y mantita, de pizza con colegas o de ópera y cena galante. Hay tantas opciones como formas de divertirnos.
Por otro lado están las tradiciones, marcadas a fuego como una rúbrica del tiempo. Con las comilonas navideñas a la vuelta de la esquina, la pregunta está servida: ¿quién inventó estas formas de diversión popular? ¿De dónde vienen estas tradiciones y cuánto hemos cambiado respecto a ellas?
TODO ESTO ANTES ERAN FIESTAS DE LA COSECHA
Antes de centrarnos en la Navidad que todos conocemos, haremos un inciso en Halloween, una festividad que mal considerada «invento americano» y, bueno, en primer lugar es europeo y en segundo es más antiguo que la navidad cristiana. Es, para ser exactos, la antesala a la Navidad.
Halloween, como cualquier acto o festividad, está compuesta por toda una melange de tradiciones viejas y nuevas a las que se adscriben sin el menor rubor capas y más capas de folklore. Desde los sapos a los que rendía culto la sociedad Egipcia —absorbidos por los hebreos en su mitología mediante aquellas plagas que, según el Shemot, Moisés lanzó contra el Faraón y su pueblo— hasta las mismísimas calabazas, que no son otra cosa que la representación del final de la cosecha, cuando Samhain, el dios celta de la muerte, llegaba hacia el 31 de octubre junto con una turba de demonios para traer la oscuridad y el frío de un nuevo año boreal.
Los celtas vaciaban las calabazas más esplendorosas para ponerles velas y honrar a sus difuntos. Era un acto de purificación y tributo. Los irlandeses que emigraron, a finales del XIX a las costas orientales de USA, exportaron la fiesta de sus antepasados guerreros, y la tradición se extendió como la pólvora. Esa permeabilidad ha permanecido intacta hasta hoy mismo: desde el licántropo europeo a la máscara de hockey de Jason Voorhees, Halloween es la batidora más mestiza de cuantas prologan el cachondeo moderno. Quizá de ahí su popularidad y expansión cultural en cualquier patria y estrato generacional.
Ahora viene lo bueno: aquellos irlandeses pudorosos de Dios no pudieron controlar esa hidra multicefálica que pervertía la más casta de las reverencias. Claro, el Diablo había entrado en juego, y con ello, disfraces argumentales para hacer el cabra en público, con la impunidad del anonimato, dejando que “los demonios” sobrevolaran la oquedad nocturna bajo el fandango del alcohol y la controversia.
Dicho de otro modo: no entendían algo tan básico como que SU fiesta —aquella nacida de un rito pagano, recuerda— era tan parte de ellos como de cualquiera de nosotros, el reverso oscuro, vaya, esa faceta oculta que, cada 31 de octubre, emerge como vampiros de sus ataúdes para derrocar la calma de una noche cualquiera. Igual debería haber un Halloween al mes.
NAVIDAD, DULCE Y EMBRIAGADA NAVIDAD
La navidad moderna fue cosa del Emperador Constantino El Grande. Debemos remontarnos a un par de siglos después de Cristo. Con el cristianismo en plena reformulación pop, Constantino I decidió que el nacimiento de Cristo podría coincidir con el Festival de la Saturnalia, la celebración del nuevo Sol, para fomentar la algarabía y montarse su propio Black Friday.
¿Que qué es la Saturnalia? Pues una de las celebraciones más antiguas de las que tenemos constancia en Europa. Mira por la ventana: los días son más cortos, las noches más largas, esto en la antigüedad era símbolo de la edad del sol, que moría todos los años allá en el horizonte y uno nuevo, un niño sol, le sustituía. Los romanos heredaron este mito bajo su propio folklore: la Saturnalia se llama así en honor a Saturno, dios de la agricultura y la cosecha. A él se hacían las ofrendas.
¿Cómo se festejaba la muerte de un sol y el alumbramiento de otro? Pues, según su calendario, del 22 al 25 de diciembre, bajo la atenta mirada del Deus Sol Invictus, un cargo que fue atribuido a diferentes divinidades: El-Gabal (deidad siria), Mitra (aunque Mitra es herencia de la influencia persa, entre los soldados romanos era religión prevalente) y Sol, heredado del griego Helios. El caso es que este era el acontecimiento social más importante del año. Y ahora verás por qué.
Al no disponer de tanto sol, los campos se trabajaban menos, las guardias se relajaban y los oprimidos respiraban mejor. Estos últimos no gozaban del banquete, el lectisternium, pero al menos eran mejores días: la casa bullía, los niños correteaban, se perdonaban condenas, se regalaban alimentos, ropas que ya no valían, las familias se agrupaban en torno al calor del fuego y los eruditos, como decía el bueno de Cicerón, se retiraban a la periferia para continuar con sus estudios académicos.
REGALOS PARA TODOS
Imagina que ese guardia que amenaza por correr calle abajo ahora te anima a hacerlo, te agarra por el hombro y te invita a cantar. Las calles decoradas con velas y ellos sin el casco encima y con una borrachera de cuidado. En aquellos tiempos no se regalaban tablets ni cascos de Realidad Virtual, acaso frutas secas, miel, figurines de terracota o madera y la promesa de tratarse mejor. Este periodo post-nacimiento era denominado Sigillaria.
Uno de los escenarios más importantes y que Dickens hereda al cierre de su Cuento de Navidad es el intercambio de roles: los niños se sentaban en la silla del padre a dar órdenes. Los esclavos se vestían con la ropa de sus amos, los barrios elegían su propio Rey de la Saturnalia y éste hacía de falso gobernador, presidiendo las fiestas con peticiones absurdas. Se comía y se bebía hasta reventar y las tiendas hacían el agosto. Se invitaba a la desinhibición —algo que muchos grupos conservadores reprendían, calificándolo de orgía— y a olvidar el regateo.
Es curioso como las tradiciones actuales ya se daban hace más de quince siglos. Decorar árboles en las calles, bolsas llenas de canicas, muñecos para los niños; aún en pleno apogeo de la Roma pagana. Con la cristianización, promovida por el Emperador Constantino I, el Dies Solis —el día del sol, como en inglés ‘sunday’— pasó también a ser día de descanso para los cristianos, aunque adorasen a otro dios. Tal era su amplitud de miras que legalizó el cristianismo y unificó, como decíamos más arriba, muchas de las festividades. De esta forma una y otra cultura fueron retroalimentándose y ya en el 350 d.C. el papa Julio I reconoció el 25 de diciembre como fiesta de la Natividad.
En resumen: hacer regalos, salir a celebrar, llamar (a voz en cuello) a los familiares, comer y beber hasta pedir por favor sal de frutas, y pasar la mañana siguiente en la cama hasta casi el mediodía. Si lo hacían los abuelos de nuestros abuelos, ¿por qué no seguir el ejemplo?
¿TANTO HEMOS CAMBIADO?
No. Tanto Halloween como la Navidad son fiestas de férrea tradición, con una serie de protocolos y rituales internos —el dinero bajo el plato para traer la fortuna al hogar, el oro en la copa para ídem, comer algún fruto de la tierra como legumbres, brindar y cantar— que se remontan a antes de lo que una resaca nos pueda recordar.
De hecho, podríamos constatar que hemos minimizado algunas de las demenciales prácticas de la antigüedad, como otra festividad que coincidía con aquellas fechas: la fiesta de los locos. Esta charanga era llevaba a cabo por clérigos y sacerdotes, donde se vestían de bufones y mujeres, corrían perfumando el altar con olores de cueros podridos y danzaban bebiendo y cantando de una forma totalmente impúdica. Hasta que fue prohibido, claro.
Y, como esta, tantas otras. Las que no eran bacanales, por darse en zonas eminentemente rurales, implicaban sacrificios de animales. Así que, bueno, podemos decir que hemos refinado costumbres, evolucionado como especie en tanto acotado el margen de acción. La lección principal, asumo, es esa: hemos sabido extraer la mejor parte y depurar la peor. Al fin y al cabo, divertirse en comunión es más satisfactorio que hacerlo a título privado. O eso nos recuerdan los romanos, las cadenas de WhatsApps y el resto de redes sociales.
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