Concierto en la Fundación Juan March, Madrid.
Dolo Iglesias / Unsplash
En 1968 Philip K. Dick publicó la novela de ciencia ficción ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que se convertiría en obra de culto, y sirvió de argumento para el ahora clásico de la historia del cine, Blade Runner. Su lectura nos enfrenta a preguntas sobre los avances de la Inteligencia Artificial (IA) y los robots: ¿deberán tener los mismos derechos que las personas?, ¿tendrán igual valía?, ¿nos harán prescindibles?
Quizá uno de los exponentes más mediáticos en el mundo de la robótica hoy en día es “Sofía”, que ostenta pasaporte otorgado recientemente por Arabia Saudí. Pero a pesar de su fama, todavía no logra, ni ella ni sus congéneres robóticos, superar el Test de Turing –aquel que pretende mostrar si una inteligencia artificial iguala a la humana–. Aunque un chatbot que emula a un joven de 13 años sí ha conseguido tal hito.
Nos sorprenderíamos si nos fijáramos cómo, en otras áreas, hace ya bastante tiempo que se consiguieron de forma silenciosa resultados que, vistos con perspectiva, han creado un problema notable. Particularmente, en la música.
La tecnología llega a la música
En el mundo de la música, el estándar MIDI, presentado en público en 1982, permitió un gran avance en la tecnología musical y en la interconexión de instrumentos. Desde que el MIDI existe, una sola persona con el equipo adecuado puede reproducir tantos instrumentos como quiera.
Y esto, que es una ventaja tremenda en los procesos de creación musical, se convirtió a la vez en un problema para muchos músicos profesionales, que comenzaron a ser prescindibles al ser sustituidos por estos midi-bots, incluso en actuaciones en directo.
La temida era en que los robots sustituyen a las personas ha llegado con adelanto en el mundo de la música, y una buena parte del público, ciertamente con formación deficiente, la ha aceptado sin resistencia aparente.
Las nuevas generaciones se enfrentan a otras problemáticas tecnológicas en el mundo de la música. Los llamados “nativos digitales” tienen más capacidad que nunca para informarse y acceder a contenidos de calidad en red, pero son dominados por las tendencias comerciales. Y así, a todo lo anterior se une esta distancia creciente al género que desde Estados Unidos rompió con el academicismo musical en el primer cuarto del siglo XX: el jazz.
Decía Bill Evans, uno de los grandes pianistas de jazz, que la música popular y comercial es al jazz lo que las operaciones básicas – suma, resta, producto y división– son al mundo de las matemáticas. Las cuatro reglas de nuestros padres son la puerta a un universo matemático por descubrir, tan fascinante como adentrarse en el mundo del jazz.
Hoy, las nuevas generaciones, si no lo remediamos, quedarán ajenas a la más grande contribución norteamericana al mundo de la música, que aún siendo finalmente reconocida por la academia, sigue aún marginada en los planes de estudio.
Nos encontramos pues con una problemática múltiple: por un lado el jazz es una disciplina aún muy secundaria –no existe la especialidad en los conservatorios de grado medio en España–. Por otro, las tendencias comerciales alejan a los jóvenes de esta música. Y, finalmente la tecnología y la IA, mal utilizada, agudizarán más aún este problema.
¿Puede la IA “sentir” el jazz?
La Inteligencia Artificial de hoy permite generar y reproducir con calidad “humana” música artificial. Y el jazz es, si cabe, un escenario mejor aún para experimentar con la tecnología, dado su componente de “tiempo real” que requiere el diálogo colectivo y la reacción inmediata de cada miembro de un “combo” a lo que el resto de músicos está realizando durante la actuación. Basta revisar algunos de los trabajos presentados en EcMusic 2011 que organizamos en Nueva Orleans para ver cómo los sistemas basados en IA pueden también aprender jazz e interactuar en directo con los músicos profesionales.
Estamos efectivamente llegando al punto en el que los computadores –y pronto los robots– igualarán o superarán a los humanos, y esta tendencia también llegará pronto al jazz. Pero esto no debería hacernos perder la perspectiva. Porque igualar o superar una capacidad humana no disminuye en absoluto el valor de lo que el ser humano hace. Y basta un ejemplo: los Juegos Olímpicos que nos emocionan cada cuatro años y siguen premiando a los más rápidos y diestros. La empatía –a la que aludía Dick en su Blade Runner– nos hace comprender el valor de los atletas que compiten, y nadie compara su velocidad con la que pueda ofrecernos cualquier medio de transporte “artificial” moderno.
callejón sin salida tecnológico
Intentemos por tanto salvar nuestro callejón sin salida tecnológico: que nuestros jóvenes de hoy ensalcen a los jazz-droides del futuro sin entender las implicaciones profundas que esto tiene en la sociedad en que vivimos.
Pero no desesperemos: aunque el jazz y la música producida por robots e IA sea imparable, puede tener efectos positivos como herramienta de aprendizaje para futuros músicos, que cada vez son ayudados más efectivamente por herramientas tecnológicas antes impensables. Por otro lado, una educación adecuada de las nuevas generaciones les permitirá apreciar la importancia del jazz, su calidad como género musical, y así evitarán que les den gato por liebre, desechando sucedáneos cuando acudan a un concierto en vivo, de Jazz o de cualquier otro estilo musical.
La destreza mostrada por los músicos profesionales será así valorada tanto como la de los deportistas de élite. Y todo lo anterior permitirá evitar una imagen distópica: conciertos de jazzbots jaleados por enfervorecidas masas manipuladas cuya taquilla no se sabe bien dónde acaba.
Francisco Fernández de Vega, Titular de Arquitectura y Tecnología de Computadores, Universidad de Extremadura
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.