Una medalla de oro por valor de 20 ducados. En el año 1832, desde los salones del palacio de Amalienborg, en Copenhague (Dinamarca), en el rey Federico VI de Dinamarca anunció que ese sería el premio para todo aquel que descubriese un cometa.
Su hijo, Cristián VIII, continuó con la tradición hasta 1850. Era el reflejo final de una época ilustrada en la que la ciencia ganó protagonismo en las intrigas palaciegas.
El XIX fue, además, un siglo de crecientes movimientos sociales. Muchas de las conquistas de igualdad del siglo XX hunden sus raíces en las luchas de los cien años anteriores. En aquellos tiempos se derribaron muros que hasta entonces parecían bien cimentados, como los que impedían el acceso de las mujeres a la enseñanza universitaria y los que protegían la esclavitud como elemento central de la economía.
En todos esos frentes, en los palacios daneses, en la lucha sufragista y en el abolicionismo, confluye la historia de María Mitchell, la primera mujer en recibir un salario como académica en Estados Unidos; una astrónoma que ocultó sus descubrimientos por miedo al rechazo y que con pocos años era ya una referencia para los balleneros de su pueblo, que acudían a ella para que calibrase sus instrumentos de navegación.
Los cuáqueros de Nantucket
Frente a las costas de Massachussets y Rhode Island (Estados Unidos), unos 30 kilómetros al sur del cabo Cod, se extiende una pequeña isla formada por las morrenas de un glaciar de la última Edad de Hielo. Allí, en pueblo de pescadores hechos a las frías aguas del Atlántico Norte, llegó al mundo María Mitchell el 1 de agosto de 1818. El hecho de nacer en la aislada Nantucket no le impidió crecer rodeada de libros y conocimiento científico.
Mitchell formaba parte de una familia cuáquera, una comunidad religiosa de origen protestante conocida por su tradición pacifista y por defender la igualdad. Esto permitió que ella, al igual que sus nueve hermanos, recibiese una educación en la escuela local. Además, su padre William, profesor y amante de la ciencia, complementaba sus estudios con horas de enseñanzas y experimentos en casa.
Aunque los cuáqueros promulgaban la sobriedad, la casa de los Mitchell estaba llena de libros y artilugios, como una gran bola de cristal llena de agua con la que William Mitchell se entretenía estudiando la polarización de la luz. Y un telescopio; en aquellos años, la astronomía era clave en la navegación y en Nantucket, capital de la industria ballenera de Estados Unidos, la navegación lo era todo.
Con 12 años, María Mitchell era ya la mejor asistente de su padre, capaz de llevar a cabo cálculos astronómicos avanzados. A partir de los 14, muchos balleneros acudían a ella para que calibrase sus instrumentos de navegación, una tarea que la joven astrónoma atendía con dedicación en un estudio que su padre le había preparado bajo las viejas escaleras de su casa. Con 16 enseñaba ya en su escuela; y un año más tarde se convirtió en la primera bibliotecaria del Ateneo de Nantucket, inspirada por su madre. En sus ratos libres no dejaba de estudiar y cada vez le dedicaba más tiempo a observar el firmamento y los astros que lo conforman. Las bases de lo que estaba por llegar ya se habían asentado.
Un cometa y una medalla
En una noche de octubre de 1847, María Mitchell haría el descubrimiento que, en cierto sentido, le cambiaría la vida. Acudía casi cada día al tejado del edificio del Pacific National Bank en Nantucket, desde donde escrutaba el cielo con el telescopio de la familia. Aquella noche descubrió un objeto que no había visto antes. Enseguida se dio cuenta de que se trataba de un nuevo cometa.
Fue su padre quien la convenció de que hiciese público el hallazgo de forma inmediata, pero María tenía miedo a que la comunidad científica la rechazase por ser mujer. De hecho, mientras dudaba, el italiano Francesco de Vico se le adelantó. Fue el primero en comunicar el descubrimiento del cometa, aunque lo había visto más tarde y finalmente el crédito del hallazgo recayó sobre Mitchell.
Además de su familia, María Mitchell contaba con el apoyo de William C. Bond, director del observatorio del Harvard College (hoy universidad). Fue él quien inició los movimientos para hacer llegar el descubrimiento del cometa a los oídos del rey de Dinamarca. Tras resolver el conflicto de la autoría con Francesco de Vico, Cristián VIII le otorgó a Mitchell el premio en 1848: una medalla de oro con la inscripción latina “Non Frustra Signorum Obitus Speculamur et Ortus” («No en vano observamos la puesta y la salida (de las estrellas)»).
El astro fue bautizado como 1847-VI, aunque hoy se denomina C/1847 T1. El nombre no oficial, sin embargo, sigue siendo el cometa de Miss Mitchell; aunque el astro no ha vuelto a ser observado ni se sabe cuándo volverá a aparecer en nuestro firmamento. A Mitchell, sin embargo, le valió para convertirse en 1848 en la primera mujer en la Academia Estadounidense de Artes y Ciencias. Poco después fue también la primera en formar parte de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia.
Sufragista, abolicionista y defensora de la mujer en la ciencia
Los años anteriores al descubrimiento del cometa fueron años de efervescencia social para María Mitchell. En 1843 abandonó la comunidad cuáquera y abrazó otra doctrina cristiana, el unionismo. Se convirtió en una ferviente sufragista, abogando por la igualdad de hombres y mujeres y, en particular, por el acceso de las mujeres a una educación superior y universitaria. También defendió la abolición de la esclavitud e incluso se negó a llevar prendas de algodón producidas con el material extraído de las granjas esclavistas del sur.
Durante las décadas siguientes, su curiosidad le llevaría a viajar a Europa en varias ocasiones. A la vuelta de uno de esos viajes, en 1873, fundaría la Association for the Advancement of Women, enfocada en lograr que las mujeres pudiesen disfrutar de las mismas “condiciones morales, físicas e intelectuales” que los hombres.
Para entonces ya llevaba ocho años siendo profesora en el Vassar College, una universidad privada que la contrató como profesora e investigadora de manchas solares y otros objetos del sistema solar. Con esta oportunidad laboral en 1865, Mitchell se convirtió en la primera mujer en trabajar como astrónoma profesional. Consiguió atraer más alumnos de matemáticas y astronomía que la Universidad de Harvard. Aun así, fue, durante mucho tiempo, la peor pagada de todo el claustro de profesores.
Quizá su mayor éxito no fueron sus conquistas personales, sino abrir camino para muchas de sus discípulas que acabaron normalizando la presencia de la mujer en la ciencia. Christine Ladd Franklin, primera doctora de la Universidad Johns Hopkins; Ellen Swallow Richards, la primera mujer en el MIT, y Antonia Maury, pionera de la astrofísica moderna, estuvieron entre sus alumnas.
Mitchell trabajó en el Vassar College hasta 1888. Poco después de jubilarse, con 70 años, moriría en Lynn, Massachusetts, no lejos de su Nantucket natal. Eso sí, antes de retirarse consiguió, junto a su compañera Alida Avery, que les subieran el sueldo. Pasaron a cobrar 2500 $ anuales, como el resto de sus compañeros, tras muchos años recibiendo menos de 1000 $.
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