Estos días hemos recibido la triste noticia de la muerte de Ascensión Mendieta, convertida en símbolo de la recuperación de la memoria histórica, que no cejó en su empeño de recuperar los restos de su padre, fusilado en la Guerra Civil y enterrado en una fosa común.
«Yo quiero que me entierren con él», era el simple afán de esta mujer. Este asunto, como tantos, ha generado gran polvareda política, un debate que poco tiene que ver con el comprensible deseo de muchas personas de dar digna sepultura a sus muertos.
Y es que recordar –del latín «re» (de nuevo) y «cordis» (corazón), volver a pasar por el corazón- puede ser una experiencia dolorosa cuando nos sumergimos en la bruma del pasado buscando el origen de las cicatrices que surcan nuestro presente. Cicatrices que, a veces, no son tales sino heridas aún abiertas que deben cerrarse para que no se infecten con el contagioso microbio del odio.
«Callando la matas, es como una piel/la encuentras si rascas, fecundo vergel/la flor del presente, nacerá en él». En su canción «Desmemoria», María Arnal y Marcel Bagés, unos artistas comprometidos con la recuperación de la memoria histórica, cantan estos versos y creo que están en lo cierto.
ascención medieta y la memoria histórica
Ascensión Mendieta, como tanto otros españoles, se enfrentó a una tarea titánica pues se trataba de recuperar los restos de un ser querido, no solo apartando la tierra que los cubría sino también retirando el fango de un debate sobre la recuperación de la memoria histórica que confunde lo político con lo partidista, la historia con la propaganda, lo afectivo con lo ideológico.
Y no debiera ser tan complicado entender que algunos no queramos olvidar, no con ánimo de ajustar cuentas sino porque, negar los recuerdos de un pasado colectivo no tan lejano, significaría también olvidar nuestra historia personal y familiar.
La historia que voy a narrar a continuación la compartí en Twitter, una red social proclive a la discusión sobre la nada y al griterío estéril. Sin embargo, no hay que olvidar que las redes sociales están formadas por personas, capaces de lo peor y, por supuesto, de lo mejor. Así, un tuitero anónimo me proporcionó las claves para solicitar la documentación sobre el procedimiento que llevó a mi abuelo, al que localizó en un inabarcable listado, a la cárcel.
Se habla de la “magia de Twitter”, yo hablaría de simple bonhomía, que encuentra múltiples expresiones, tanto en las denostadas redes sociales como en circunstancias trágicas como la gota fría que ha inundado parte de nuestra geografía con agua y, también, con torrencial solidaridad.
“Tu recuerdo, Anita mía, le da consuelo a mi pena
hasta que cambie algún día tus brazos por mi cadena”. Lo escribió mi abuelo en un hueso con el que hizo un colgante para mi abuela mientras se consumía en la cárcel tras la guerra civil. Su delito: conducir ambulancias. pic.twitter.com/MOBNqaJa9J— David Martínez ? (@dmartinezpr) August 23, 2019
versos en un hueso pulido
“Tu recuerdo, Anita mía, le da consuelo a mi pena hasta que cambie algún día tus brazos por mi cadena”. Estos versos fueron grabados por mi abuelo en un trozo de hueso pulido, para expresar su amor a la mujer que le esperaba fuera, mi abuela. Fue hace muchos años, en un país muy distinto a éste, un lugar devastado tras una guerra que acabó con la vida de cientos de miles de personas y mandó a otras muchas al exilio.
El delito de este hombre, como el de tantos de uno y otro bando, lo decidió el azar. En su caso, la mala fortuna le hizo residir en Madrid al estallar el conflicto, en la zona que ocupaban los que resultaron perdedores. Era enfermero y lo único que hizo durante la contienda fue correr de un sitio a otro recogiendo muertos y heridos en una desvencijada ambulancia que circulaba a toda velocidad entre las ruinas de una ciudad asediada.
una frágil arquitectura de huesos
Al finalizar la guerra, le señalaron como “rojo” y le condenaron a pasar una temporada en la cárcel, como represalia. Y allá se fue mi abuelo arrastrando su gótica estampa, una frágil arquitectura de huesos que a duras penas hallaban carne a la que agarrarse para sostener, en precario equilibro, a un español derrotado y hambriento.
Durante su estancia en la cárcel mi abuelo contrajo una tuberculosis de la que ya no se recuperaría y que, al poco tiempo, le mandaría a la tumba.
Su hijo, que apenas era un adolescente, fue a recoger su cuerpo a una clínica situada en la sierra de Madrid. Para ello utilizó un pequeño camión que le prestó el dueño de la ebanistería en la que trabajaba como aprendiz. Mientras un compañero conducía, el joven que sería mi padre sujetaba como podía, en la parte trasera del vehículo, un féretro que se desplazaba en cada curva o saltaba en cada bache. Durante toda su vida, mi padre ha recordado el dolor producido por los golpes de la caja sobre sus rodillas.
También las noches que pasó en la cama del hospital junto a su padre agonizante, cuando éste le abrazaba susurrando el nombre de Ana. En su delirio, el hombre pensaba que entre sus brazos descansaba la mujer a la que tanto amaba. Sin embargo, para entonces mi abuela ya había muerto. La enfermedad de su marido y las penurias de la postguerra le rompieron el corazón y falleció de un infarto en una de las calles que los «vencedores» engalanaban con banderas de nuevos colores.
Qué bonito y a la vez tan triste historia. Mi abuelo fue también sanitario (camillero) en Madrid durante la guerra y se pasó una temporada también en la cárcel. Por cierto, yo encontré su caso en la causa general del franquismo, donde se pueden ver todos los papeles de su juicio.
— DarkParticle (@VM_Lozano) August 26, 2019
pura cobardía ante la memoria histórica
Recientemente, he querido recuperar estos pasajes de mi historia familiar que mi padre ha compartido en distintas ocasiones conmigo y que yo siempre he escuchado con mal disimulada impaciencia. Pura cobardía, impulso de huida ante una tragedia que, aunque no pueda ser detectada por los científicos, creo que aún se halla latente en el código genético de muchos españoles, nietos de combatientes de uno y otro bando.
Como esta España que durante mucho tiempo ha preferido mirar a otro lado y buscar excusas para no enfrentarse cara a cara con mi historia. Pero a cierta edad conviene dejar de engañarse y concluir que somos lo que fueron otros y seremos lo que otros tratarán de olvidar más adelante, si no hacemos algo para remediarlo.
Termino diciendo que, gracias a la ayuda de Twitter, un anciano podrá añadir una importante pieza a ese puzle deslavazado en el que, cada día que pasa, se está convirtiendo su memoria. Antes de que la muerte, con su mano implacable, ponga fin al juego, mi padre habrá podido entender un poco mejor la imagen de su vida que, desde que nació, ha ido construyendo sobre una mesa llena de calendarios. Gracias, Twitter; gracias, tuiteros.