Vivimos tiempos en que esperanzas y decepciones se alternan con una velocidad nunca antes vista. El neopositivismo tecnológico que promete una vida mejor para toda la humanidad convive con el temor de perder el control. Los espejismos de la globalización se han convertido rápidamente en los fantasmas del populismo. Incluso la economía compartida, que prometió ganancias fáciles para todo el mundo, está a punto de quitarse la máscara.
La sharing economy nació hace unos diez años en Estados Unidos. Como corriente de pensamiento sucesiva a la crisis económica y gracias a la ubicuidad de los teléfonos inteligentes y la difusión de las aplicaciones. En teoría, las ciudades tenían que convertirse en una gran comunidad donde compartir bienes y servicios infrautilizados. Y ganar algo de dinero extra. Las cosas, sin embargo, han dado un giro diferente.
Mucho dinero para unos pocos
Travis Kalanick y Brian Chesky son los cofundadores de Uber y Airbnb. Los dos cuentan con un patrimonio de, respectivamente, 4.800 millones y 3.800 millones de dólares. Más allá de sus fundadores, el más rico de Airbnb posee 881 propiedades en Londres, con las que gana unos 15,6 millones de dólares al año. En la plataforma cada vez hay más profesionales y fondos de inversión.
”Airbnb ya no es una comunidad de particulares que alquilan sus casas”, explica el CEO de Airdna, Scott Shatford. «Son negocios surgidos gracias a la sharing economy que gestionan casas de otras personas”. La plataforma está presente en más de 191 países y publica más de 486.000 anuncios, según los datos de OpenDataSoft. De estos, 45.844 se encuentran en España. La empresa está valorada en 31.000 millones de dólares.
Un host de Airbnb gana en promedio entre 3.000 y 10.000 euros al año. No lo suficiente para vivir de ello. Uber, que no posee ni un solo coche, está valorada en 69.000 millones de dólares, 40 veces más que Hertz, que hace su mismo trabajo y tiene una flota de 570.000 automóviles. Airbnb no posee inmuebles, pero su valoración bursátil es una vez y media la de Hilton, que es dueña de 4.820 hoteles en todo el mundo.
La economía compartida distorsiona todos los parámetros clásicos de evaluación económica. Además de las perspectivas de crecimiento del propio negocio, lo que los inversionistas hipervaloran es casi siempre lo mismo: los ‘malditos’ datos.
Un nuevo feudalismo
Glovo, Foodora o Deliveroo ofrecen trabajitos que siempre han existido: recaderos, azafatas, niñeras, repartidores de pizzas. Son todos trabajadores dependientes de facto, pero sin ninguna protección laboral. Con los coches de conducción autónoma, desaparecerá también este problema. Así como las peleas entre taxistas y Uber. Simplemente ya no trabajará ninguno de ellos.
El riesgo de empresa recae totalmente sobre los trabajadores. Y los enormes beneficios son para unos muy pocos. El ‘Wall Street Journal’ habla de «nuevo feudalismo y servidumbre». Una pirámide salarial tan estrecha que, en algunos casos, trae de vuelta a la era preindustrial. Otros directamente llaman al fenómeno uberization.
Según PwC, la facturación de gig y sharing economy aumentará hasta los 335.000 millones de dólares en los próximos 10 años, desde los 40 actuales. Y esto considerando solo cinco sectores: finanzas peer-to-peer, contratación de personal online, car-sharing, streaming de música y vídeo, hospitalidad.
Los capitales de riesgo de EE.UU. se han lanzado a la conquista de estos exunicornios que ahora ya pertenecen al 1% más rico de Silicon Valley. Compañías que nacieron con un espíritu revolucionario y que terminaron en manos de una élite de multimillonarios. La que debería haber sido una economía compartida se ha convertido en una de las más centralizada jamás vistas.
Las plataformas son monopolios verticales donde solo hay espacio para una aplicación por sector. El anarquismo clásico de la bahía de San Francisco dio paso a la utopía de la economía compartida, que, sin embargo, se ha convertido en una tecnodistopía. En nombre de la comodidad y la eficiencia, se están alimentando crecientes desigualdades. Todo esto mientras las plataformas siguen atribuyéndose la etiqueta de bien ‘compartido’, que ya no significa nada.
Todavía alguien cree en la economía compartida
Es difícil creer que pueda haber vuelta atrás. Las administraciones tienen cada vez menos recursos para garantizar los servicios públicos, que son reemplazados por los privados. Uber pronto se convertirá en una compañía de taxis normal, pero sin taxistas. Al mismo tiempo, Airbnb ha anunciado que está casi lista para construir sus propias casas. El paso definitivo para convertirse en un verdadero servicio hotelero.
Por suerte, más allá de los gigantes, quedan algunos nichos del espíritu original. Couchsurfing sigue siendo un servicio que permite encontrar un sofá para dormir cuando se visita una ciudad. BlaBlaCar ofrece pasajes para compartir los gastos. Así como las bicicletas de Mobike son realmente vehículos compartidos.
También existe un corriente llamada platform cooperativism que está tratando de construir un sistema en el que las ganancias generadas por las plataformas se dividan por igual entre todos los miembros. Como si todos los conductores de Uber del mundo compartieran las ganancias de la empresa… Eso es lo que intenta, por ejemplo, la startup La’Zooz. Pero parece una lucha contra los molinos de viento.
De hecho, el éxito de una startup no depende tanto de una idea brillante, sino de la capacidad de recaudar fondos para realizarla. Por tanto, son los capitales de riesgo los que determinan su futuro y tienden a ofrecer su dinero solo a los que les prometen grandes ganancias. La filantropía no está de moda, ni siquiera en la revolución digital.
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