A él le vino bien aquella pandemia. No quería saber nada de ningún semejante y ya llevaba tiempo encerrado, voluntariamente, mucho antes de que las autoridades sanitarias ordenaran el total confinamiento de la población.
Tenía el ánimo en el sótano, se irritaba por cualquier cosa y detestaba todo cuanto le rodeaba. Pensaba que era un inútil, un paria, que su vida entera había sido una farsa y no tenía fuerzas para hablar con nadie. Apenas dormía, se odiaba a sí mismo y nada de coraje le quedaba ya para superar aquella sensación terrible de culpa que le paralizaba, aquella tristeza crónica que no le permitía concentrarse en nada.
La idea del suicidio ya la había tomado en cuenta antes de que acabara finalmente por esconder su cabeza de avestruz bajo la arena y dejase de mirar hacia el pasado, hacia los recuerdos que le martirizaban. Una huida hacia adelante, en soledad, aunque sin poder dejar atrás la negrura del abatimiento.
Antes de la obligada reclusión, sus días ya eran de por si monótonos; amanecía todos los días con el eco de las sirenas de los barcos que partían y los bullangueros graznidos de las gaviotas. Y cuando subía la persiana de la ventana de la habitación veía desfilar a los trabajadores que se encaminaban hacia el Astillero, casi siempre, bajo una intensa lluvia. Luego, el llanto.
redes sociales, y tampoco se informaba o se entretenía en la Red; tan solo encendía el ordenador para hacer el pedido semanal de viandas y provisiones, algo que ya le costaba horrores. Ni siquiera se masturbaba, o hacía ejercicio. No mostraba interés alguno por nada.
Llevaba tiempo sin leer, ni libros ni periódicos, y no veía la televisión ni escuchaba la radio. No participaba en lasHasta aquella mañana en la que notó que las gaviotas volaban más nerviosas y revueltas de lo habitual y extrañó el sonido de la sirena de algún barco que partiera. Al subir la persiana de la ventana de la habitación también descubrió perplejo que no había ningún operario haciendo cola para entrar en el Arsenal. Y brillaba el sol.
medidas contra la pandemia
Entonces, no sin cierto desasosiego, encendió la televisión. Y pegó un brinco casi eléctrico cuando dos militares de alto rango, que mostraban un gran surtido de medallas y condecoraciones en el pecho, comunicaban en rueda de prensa las medidas adoptadas por el ejército para detener la pandemia. La pandemia. La pandemia. Se preguntó si ésta sería aún más grave que su propio padecimiento.
Y se preocupó, y ya no pudo despegarse de la pantalla, y vio como desfilaban presidentes y ministros, barrenderos y modistos, expertos y profesores, policías y guardias de asalto, tablas, curvas y vértices, tertulianos y comentaristas, teorías de la conspiración, fidelidades y traiciones, futbolistas y toreros, médicos y enfermeros, científicos, videntes y visionarios, cifras y letras, epidemiólogos y epidemiólogas, Spiriman, Alfonso Reyes y Marta Sánchez.
Se sorprendió interesándose mucho más por la decoración o disposición de los muebles y cuadros de las casas que aparecían en la imagen telemática que por el contenido de la charla de los personajes que asomaban a través de las video llamadas, al parecer, la vía más segura de comunicación en esta recién descubierta distopía.
Aquella parada de personajes dispares, con y sin condecorar, le pareció de lo más atrayente y entretenida. Él, que sobrellevaba sus días contando cuánta celulosa había gastado en sonarse los mocos, había encontrado de pronto una suerte de escape, una forma de evasión. Y creció en él un descomunal interés por conocer hasta el último detalle y dato sobre la pandemia que estaba afectado al mundo. Algunos decían que era lo más grave que nunca le había sucedido a la humanidad.
Había conseguido olvidarse por unas horas de su tragedia personal, de la depresión que le ahogaba, y se sentía tan despreocupado y liviano de penas como el que sale tarde de un coffeeshop en Ámsterdam. Además, convino que así tendría la excusa perfecta consigo mismo para proseguir su encierro de una forma más que justificada.
mercachifles en las redes sociales
Esa misma noche, como si todo aquel océano de información televisiva que había consumido no fuera suficiente para colmar su avidez de nueva información, encendió el portátil y se dispuso a volver a otros mares, a los de las redes sociales, aguas por las que ya supo navegar con pericia antes de que su cabeza y su cuerpo dijeran basta y se escondieran.
Si las noticias, los testimonios, las opiniones o las advertencias que recibía desde la televisión le resultaban contenidos sencillos de estructurar, fáciles de compendiar o analizar, o elegir, lo que encontró en Twitter o en Facebook fue una indómita riada casi imposible de contener; no había presa que pudiera reprimir aquella desenfrenada marea de opiniones, contenidos, mensajes y aventuras de mercachifles de la más variada condición y sesgo.
En aquel mundo virtual podías tener fe en lo aseverado por cualquier chisgarabís, tolerar las indecencias de descerebrados henchidos de odio, aprender a hacer bizcocho al horno de la mano de maestros reposteros de nuevo cuño, seguir las enseñanzas de maestros del macramé, bajarte un tutorial de Yoga Sibananda o participar en un reto para dar patadas a rollos de papel higiénico. Todo era bueno, todo era útil. Todo valía.
Qué vergüencita ajena das Miranda. De verdad. pic.twitter.com/kkkgFipEWM
— Revista Mongolia (@revistamongolia) April 5, 2020
Dentro de aquel batiburrillo tornasolado abundaban los mensajes de ánimo con faltas de ortografía, las reflexiones descabelladas de aspirantes a filósofos, los delirantes diarios de navegantes hiperactivos, las soflamas bélicas, los científicos infalibles, los memes, los memos y las banderas.
Y gente empeñada en hacer cosas, cualquier cosa, en directo, como si el estrellato mediático ya estuviera al alcance de cualquier mequetrefe y la ocasión la pintase calva para dar a conocer su talento.
Y egos irreprimibles, nuevos chefs, canciones insoportables que invocan a la resistencia, aprendices de comediantes, inventores de mascarillas caseras y personas necesitadas de la aprobación general para que su devenir diario tenga sentido. Una vida retransmitida minuto a minuto en la que solo es importante lo que se puede compartir en las redes sociales.
postureo y verdades absolutas
Odio, incultura, envidia, interés, egoísmo, rabia, indecencia e ignorancia. La patria de la osadía, con olor a estercolero, donde solo existe la verdad de cada uno y la mentira de todos los demás.
Él se sabía enfermo, aunque hubiera días en los que ni siquiera se sabía, y era más o menos consciente del proceso, del momento por el que estaba atravesando su vida. Estaba deprimido, sí, pero no era un idiota insensible. Sentía pena y dolor por las numerosas víctimas que causaba la pandemia, y gran respeto y admiración por los servidores públicos, aunque nunca saliera a la ventana a aplaudir, por pudor, y porque le parecía un postureo hipócrita, habiendo estado él siempre a favor de la sanidad privada.
Pero también sentía vergüenza de lo que veía o escuchaba, y le turbaba tamaña demostración de ignorancia, que como se sabe, es la madre de todos los atrevimientos y la causante de las penas más grandes de la tierra.
Toda la idiotez que pudiera reunirse se exhibía ante sus ojos y comenzó a no sentirse tan estúpido, ni tan incapaz, ni tan triste, ni tan mal cuando observaba aquel universo en el que todos los miembros de la comunidad, presos de terribles certezas, estaban absolutamente seguros de lo que pensaban y de lo que decían. Sin dudas ni arrepentimiento. Él, que vacilaba hasta para atarse los cordones de las zapatillas, que vivía preso del remordimiento y que tan solo estaba seguro de su propia miseria.
Si aquello que miraba era una nueva realidad, una muestra empírica del alma de la insólita sociedad que contemplaba, entonces pensó que era el mejor momento para recuperar la cordura.