Rubén Torices, investigador en la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC, afirma junto con sus colaboradores que las plantas tienen ciertos indicios de vida social. Así aparece, redactado con cautela, mesura y mano científica, en el artículo publicado en ‘Nature’ bajo el título ‘La discriminación por parentesco permite que las plantas modifiquen la inversión [energética] para atraer polinizadores’.
Las plantas son seres interesantes a los que rara vez se les presta atención. Posiblemente porque, a diferencia de los malvados trífidos de la ciencia ficción, no se mueven ni nos atacan. Sin embargo, en nobbot hemos hablado de cómo algunas plantas poseen 15 sentidos (los humanos, cinco). E incluso cómo forman una red global a nuestro alrededor. ¿Por qué no iban a tener vida social?
Las flores bonitas no son para humanos
Puede que escuchar que las plantas se comunican entre sí y tienen ciertos niveles de vida social nos choque. Pero hemos de tener en cuenta que hemos malinterpretado buena parte del reino vegetal. Las flores con que adornamos nuestra vivienda o regalamos no fueron hechas para los humanos. Hace 125 millones de años no estaban aquí, y nosotros mutamos muchísimo después.
Imagina un mundo en el que las flores no existen y una plaga de insectos gigantes está destrozando todas las plantas que encuentran a su paso. Mentalízate: eres una planta del Cretácico preocupada por tu supervivencia. El exceso de oxígeno liberado por las cianobacterias durante millones de años ha hecho que los insectos se multipliquen. Es su mundo.
Hasta hacía nada de tiempo las flores erais anemófilas: lanzabais el polen al viento como los dientes de león. Y los insectos eran todos hematófagos: se alimentaban de sangre como los vampiros. Pero hay demasiados insectos, y muchos se especializaron en comer plantas (fitofagia).
Para defender los órganos sexuales de insectos, las flores desarrollaron bráceas. Estas son las hojas que protegen órganos como el estambre o el pistilo, términos que te sonarán del colegio y has aparcado hace décadas. Con el tiempo, las plantas ‘se dieron cuenta’ de que algunos insectos accedían a los órganos sexuales e iban de flor en flor, fecundándolas.
¡Estos insectos ayudaban! A raíz de esto desarrollaron otra estrategia: las bráceas evolucionaron en sépalos y pétalos. Estos últimos de vibrantes colores y con determinadas fragancias que atraían a algunos insectos. Se desarrolló a finales del Cretácico una carrera armamentística por la atracción del mundo animal. En concreto de insectos y pequeños roedores polinizadores.
Aunque existe el bulo de que sin abejas las flores dejarían de existir, hay miles de polinizadores válidos. La araña que vemos arriba cubierta de polen es un buen ejemplo. Las musarañas o los colibríes, dos más.
Una preciosa llamada de atención darwinista
Lo que Rubén Torices ha descubierto gracias a su experimento publicado en ‘Nature’ es que la competición entre las plantas por llamar la atención de los polinizadores no es tan trivial como la imaginábamos. El darwinismo hegemónico se pone en duda. Podríamos decir, grosso modo, que las plantas tienen dos tipos de competencia:
- La primera y más llamativa, que viene de la teoría clásica evolucionista, dice que la flor tiene que atraer la atención sobre sí misma para competir contra cualquiera que haya cerca. A mayor atención, más probabilidades de que un polinizador la encuentre atractiva.
- La segunda y algo más heterodoxa, es pensar en que las flores tienen en mente a sus hermanas y primas. Literalmente. Lo que ha demostrado Rubén Torices, José M. Gómez y John R. Pannell es que hay cierto tipo de colaboración entre plantas familiares.
Esto no debería extrañarnos. Aproximadamente los primeros 1.000 millones de años de la vida en el planeta no fue competitiva sino colaborativa. Los estromatolitos (arriba, se parecen mucho a un tapete sucio) no luchaban entre ellos ni se comían unos a otros.
Había demasiados recursos disponibles como para competir por ellos, y su forma de evolucionar (mutar) era intercambiar ADN con los vecinos como quien cambia cromos. El sexo vino después, y lo complicó todo bastante. En las plantas, las empujó a la creación de flores que atrajesen a los polinizadores. Y, no se sabe muy bien por qué, también nos atraen a nosotros. Quizá porque evolucionamos de los roedores encontramos sus tonos interesantes.
Las flores ayudan a sus familiares
Aunque la metodología de los experimentos es bastante más aburrida que sus conclusiones, explicamos brevemente en qué consiste el de Torices et al. En laboratorio, y por tanto en condiciones controladas, se dispone de una serie de ‘casilleros’ aislados en los que cabe un número limitado de macetas.
En un primer experimento se pone en todas las macetas una planta hermana. Es decir, que ha nacido de la misma madre. En un segundo experimento se plantan varias de una madre e, intercaladas, plantas que no son familia directa: primas. A través de variaciones de esta tendencia se consigue crear un experimento interesante que responde a la pregunta: ¿se comportan las plantas de forma diferente si tienen familiares cerca?
La respuesta, sorprendente, es que sí. Las plantas con hermanos cerca gastan mucha más energía en crecer y llamar la atención de los polinizadores. Son más grandes, más vistosas y lanzan más químicos al aire. Cuando pones primos cerca con los que están menos emparentados, la energía que gasta la planta para crecer disminuye mucho.
Y si se pone a desconocidos o plantas de otro tipo, las flores son mucho más pequeñas y menos llamativas. Gastan menos. ¿Por qué? La teoría de Torice es que actúa el segundo mecanismo para llamar la atención. El colaborativo.
Cuando Darwin pensaba en su teoría de las especies, tenía en mente cómo los individuos mejoraban cada especie. Pero atribuía la transmisión de genes al más fuerte. El mejor adaptado. Parece que tener una familia numerosa alrededor también es útil.
La planta, bajo esta ampliación o puntualización de la teoría evolucionista, no está tan interesada en legar sus genes como sí que los genes de su familia pasen a la siguiente generación. Sería algo así como elegir ser tío soltero para que tu hermano pueda tener más hijos, una facultad social que atribuimos a las personas.
Conjuntos de plantas luchando por el territorio
Si el artículo de Torice es interesante es porque da una vuelta de tuerca al darwinismo. No lo niega, como aquellos investigadores que hablaban de pulpos alienígenas, pero sí lo complica un poco más. Lo matiza y enriquece. A través de las acciones del individuo la especie perdura, pero el individuo puede no reproducirse.
De nuevo, pongámonos en lugar de la planta en cuestión. Vivimos en un prado rodeado de vecinos de todo tipo. Cerca tenemos algunos hermanos y primos, y un poco más allá otra especie. ¿Cómo evitar que los polinizadores pasen de nosotros, habiendo tanta oferta? Usando el marketing.
Gastando energía en hacer a nuestro grupo más visible. Atraer a hormigas, abejas, roedores o aves de todo tipo. Llamar la atención. Ser más bonitos que los de al lado. Invertir. Estos términos económicos ya se usaban en la biología, aunque orientados a individuos, no a sus conjuntos sociales. Parece que las urbes vegetales son más complejas de lo que pensábamos.
Futuras investigaciones, esta vez a cielo abierto, buscan obtener otras respuestas, como qué mecanismos usan las plantas para hablar entre ellas. En la entrevista de Rubén Torices en ‘Principio de Incertidumbre’ (abajo) afirmaba que no tenían ni idea sobre cómo las plantas saben quién está a su lado.
Probablemente sea un mecanismo químico de algún tipo, aunque no se descartan vibraciones del sistema hidráulico de cada planta o un intercambio de señales de otro tipo. Todavía queda mucho por aprender.
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