No tienen alas, pero son capaces de volar. Las arañas pueden flotar durante cientos de kilómetros sin tocar el suelo. Hace siglos que lo sabemos. Pero ahora acabamos de descubrir cómo lo hacen.
“Hace un día estupendo, aunque seguimos con el viento en contra. Por la tarde, los cabos se cubrieron de repente de telas de araña. Fui capaz de capturar algunas de estas aeronautas que han recorrido, como mínimo, 60 millas de distancia. Cuán inexplicables son las causas que llevan a estos pequeños insectos a darse estos paseos aéreos, según parece, en ambos hemisferios por igual”.
A bordo del Beagle, Charles Darwin contaba con 22 años cuando escribió estas palabras. Así figuran en su diario del día 31 de octubre de 1832. Su expedición científica se encontraba a más de 100 kilómetros de la costa de Buenos Aires. Esta es una de las referencias de observación directa de las arañas voladoras más antiguas de la que se tiene constancia. El naturalista británico volvería a cruzarse con ellas en sus viajes.
“He observado repetidamente el mismo tipo de arañas. Se colocan sobre una pequeña elevación, levantan su abdomen, expulsan un hilo y se alejan horizontalmente, con una rapidez inexplicable. En varias ocasiones, sobre todo en la zona del Río de la Plata [el estuario que conforman los ríos Paraná y Uruguay en Sudamérica], los aparejos del Beagle han aparecido cubiertos de telarañas […] a las cuales aparecían unidas una gran cantidad de arañas de menos de una décima de pulgada de largo”, señala Darwin en otras anotaciones de diciembre 1833.
El vuelo arácnido
Las observaciones certeras de Darwin coincidieron en el tiempo con las de otro naturalista británico, John Blackwall. Tal como se recoge en el paper ‘Aerial Dispersal in a Known Spider Population’, los estudios del aracnólogo de Manchester (publicados en 1827) fueron pioneros. Sin embargo, esto no quiere decir que el comportamiento no se conociese de antes.
De hecho, el mismo artículo recoge registros (no directos) de la Antigua Grecia. Incluso en España tenemos nuestras propias referencias, aunque de mano de una poeta y no de una científica. La asturiana Eulalia de Llanos, en sus ‘Versos increpando a un aeronauta’, escribe:
¡Ay! Tente: no te lances
A la región del viento,
Ni pongas tu existencia
En conocido riesgo.
—¡Ay! tente, que Natura,
No concedió a tu cuerpo
La aptitud necesaria
Para emprender un vuelo.
Con el tiempo, la ciencia ha ido comprendiendo más el fenómeno. Las arañas y, en particular, las crías vuelan como táctica de dispersión. Favorece la supervivencia y expande el territorio de la especie, evitando la competencia entre miembros del mismo grupo. Eso sí, la táctica es peligrosa y muchas, sobre todo las de mayor tamaño, perecen en el intento. Pero ¿cómo lo hacen exactamente?
Sin alas, pero con electricidad
En pleno otoño australiano, un mes de mayo de 2015, se desató una tormenta particular en la región de Southern Tablelands. No había aparato eléctrico, ni tampoco precipitaciones. Llovían arañas. Por millones. Las imágenes de aquel suceso dieron la vuelta al mundo. Faltaba ya poco para que la ciencia pusiese fin a años de incertidumbre.
Meses más tarde empezaba en la universidad de Bristol, en Reino Unido, el experimento que ha terminado por explicar el mecanismo del vuelo arácnido o ballooning. Las conclusiones del estudio fueron publicadas el año pasado la revista ‘Cel’l bajo el título ‘Electric Fields Elicit Ballooning in Spiders’. En el paper, los autores Erica L. Morley y Daniel Robert explican que las arañas no se dejan levantar por el viento de forma aleatoria, sino que utilizan los campos eléctricos para navegar la parte baja de la atmósfera.
Nuestro planeta en un circuito eléctrico gigantesco. Las partes altas de la atmósfera tienen carga positiva y la superficie terrestre, negativa. Y cada segundo que pasa se producen en la Tierra unas 50 descargas eléctricas entre la atmósfera y la superficie, es decir, relámpagos. Son estos dos factores, el llamado gradiente potencial atmosférico (la diferencia natural entre cargas positivas y negativas) y la actividad eléctrica de la atmósfera, los que llevan quién sabe cuántos siglos sirviendo a los propósitos de las arañas.
Funciona así. Las arañas detectan la fuerza de los campos eléctricos, gracias a los pelos repartidos por su cuerpo, y se sitúan en un lugar elevado. Expulsan varios hilos de seda con carga negativa, por lo que son repelidos por la carga negativa del suelo, por pequeña que sea. Este movimiento crea la fuerza suficiente como para elevar a la araña de la superficie en la que se encuentra. Con este impulso entran en la corriente de aire y se desplazan, utilizando los mismos hilos como una especie de parapente.
Y, si no hay viento, utilizan la propia carga eléctrica del aire para desplazarse. De hecho, en el experimento de Morley y Robert, las arañas mostraron ser capaces de volar en cajas cerradas, en ausencia total de viento, pero en presencia de carga eléctrica. Así que los investigadores concluyeron que lo más probable es que, en su entorno natural, usen una combinación de viento y carga eléctrica para desplazarse.
En 1832, Darwin conjeturó que las corrientes térmicas y los impulsos eléctricos podían ser las armas secretas de las arañas voladoras. Se basó para ello en las teorías de James Murray, publicadas en 1830, pero refutadas duramente por John Blackwall, que por aquel entonces llevaba la voz cantante en la aracnología.
Las ideas se quedaron en un cajón hasta que en 2013 el físico Peter W. Gorham demostró que eran matemáticamente posibles. Y hasta que en 2018 dos investigadores de Bristol probaron que no solo era posible, sino que era cierto. ¿Otra cosa que copiar de los animales?
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Imágenes | Unsplash/Timothy Dykes, Mahdi Anshari, Wikimedia Commons/R. T. Pritchett