“Antes se vivía mejor” es una frase que se escucha de tanto mientras se pasea por la calle, tomas algo con los amigos o esperas en una consulta médica. La añoranza de un pasado que nunca llegó a existir es un mecanismo de defensa que surge en periodos de incertidumbre, sobre todo cuando se descartan las indudables mejoras en la calidad de vida y se magnifican los retos no logrados.
¿Por qué idealizamos el pasado?
La idealización del pasado es algo conocido desde hace más de un siglo. Ya en 1899 Freud publicó ‘Sobre los recuerdos encubridores’, un volumen en el que destacaba el uso de recuerdos manipulados de forma inconsciente. Desde entonces las investigaciones científicas han demostrado que no recordamos el pasado tal y como sucedió, sino que lo reinterpretamos según lo que hemos vivido y experimentado, y según nuestra situación en el presente. La memoria es selectiva y poco fiable.
Buena parte de la añoranza al pasado reside en una reinterpretación de infancia, adolescencia o adultez emergente, momentos vitales mucho más tranquilos y apacibles que la adultez media o tardía, repleta de obligaciones, compromisos y retos a solucionar en primera persona. En comparación, la infancia era más sencilla, en parte por el entorno de protección que nos brindaba nuestra familia.
Al mirar hacia atrás (o lo que pensamos que fue ‘atrás’) tendemos a echar de menos aquello que ya no podemos conseguir, lo inalcanzable que quedó en el pasado. Ese ‘algo perdido’ e irrecuperable puede ser el vigor físico, la presencia de un familiar, un momento del día frecuente que ahora no encuentra hueco, la pérdida de alguna afición significativa, la camaradería con los amigos o solo la despreocupación de no tener que ser un adulto funcional.
Ponerse en lugar de otro y rendir cuentas
El punto anterior de idealización del pasado viene reforzado por dos grandes tendencias. Por un lado, a aquellas personas privilegiadas décadas atrás que no fueron víctimas del sistema tal y como estaba implantado les resulta difícil imaginar, por ejemplo, el perjuicio sufrido por las personas de color o lesbianas, gais, transgénero, bisexuales y otros colectivos relacionados con la orientación sexual y de género (LGBT). Porque ponerse en lugar de otro es muy complejo.
Por otro lado, se da la circunstancia de que en la actualidad somos mucho más conscientes de la forma en que vivimos y consumimos el mundo, por ejemplo, por el reto ambiental. Una vivencia despreocupada (pero igual de contaminante) es un paraíso a ojos de quien ahora siente que la rendición de cuentas llama a su puerta o ha de cambiar de hábitos por las generaciones que vienen.
La idealización del pasado se hace aún más fuerte si, además de mirar solo aquello que ya no puede ser alcanzado de ningún modo, ignoramos todo lo que sí hemos conseguido para nuestro presente.
No valoramos los logros conseguidos
El ser humano ha evolucionado para centrarse en los problemas que vienen, no en los que ya han sido solucionados. Es por ello que se tiende a interiorizar los logros conseguidos como parte de la normalidad del día a día, mientras que se tiende a magnificar los retos que requieren una solución.
Esto genera un clima de que todo está aún por terminar o que se ha hecho poco, a pesar de que no es así. Por ejemplo, aunque millones de personas han salido de la pobreza, tendemos a mirar a aquellas que aún no lo han hecho. Lo cual es fantástico porque manifiesta una preocupación sincera, pero al tiempo consume recursos mentales y la atención.
De esta manera, se tiende a infravalorar aspectos como la calidad de vida en cualquiera de sus formas (mayor longevidad, menor mortalidad infantil, mayor acceso a agua potable, acceso a redes de energía estables, una mayor alfabetización) porque son hitos ya alcanzados que a menudo se desplazan en el ideario colectivo o no se tienen en cuenta a la hora de valorar el pasado.
De hecho, es frecuente que se dé, en paralelo, una ponderación al alza de los nuevos retos económicos, ecológicos y sociales, a la vez que se da por hecho que cuando no existían estos desafíos ya habían sido solucionados problemas que, evidentemente, aún estaban por encontrar alternativas viables. Es decir, se imagina un pasado en el que los problemas de entonces han sido resueltos y los de ahora aún no han aparecido.
Por poner algunos ejemplos, al pensar en el pasado a menudo se nos olvida el reto que supuso encoger el agujero de la capa de ozono (aún no cerrado). Tampoco se tienen en cuenta elementos del pasado como la inseguridad alimentaria, los enormes problemas de los combustibles con plomo, la lluvia ácida provocada de la contaminación atmosférica y la polución urbana con foco en entornos industriales, aspectos en los que se ha mejorado notablemente.
Posición de repliegue frente a un futuro desconocido
El futuro nos es desconocido. A diferencia del pasado, ‘momento’ del tiempo en que sí es posible fijar la mirada aunque lo que se vea sea un espejismo, el futuro es una sorpresa continua. Y, cuando no lo es, tiende a iluminarse solo aquellos escenarios que antes se mencionaban como ‘no resueltos’.
Bajo esta perspectiva los problemas surgen por cualquier resquicio con foco en grandes grietas: el reto del cambio climático, la injusticia de la desigualdad mundial, el problema de la falta de trabajo por la automatización, etcétera. Buscar información devastadora sin control incluso tiene nombre: doomscrolling.
Si el escenario futuro tiene forma de desesperanza y falta de oportunidades, un paradigma cada vez más extendido en un Occidente que ha dejado de ‘crecer’ (económicamente) al ritmo al que lo hacía, desemboca en sentimientos de frustración y “una posición de repliegue”, en palabras de Esteban Hernández en ‘Así empieza todo’ (2018). “La idea dominante es la subsistencia: hay que mantener lo que se tenga y aferrarse para no perderlo”.
Desde esta aproximación la nostalgia funciona como un mecanismo de defensa. Si ahora hay problemas tan graves, ¿podemos volver a un momento del pasado en que estos no existían? Está claro que no, lo que no significa que las sociedades no luchen contra el presente con objeto de regresar a un pasado que nunca existió, lo que Svetlana Boym definió como «nostalgia restauradora».
Poca duda cabe sobre que el pasado tuvo sus puntos buenos y que en el futuro hay retos monumentales. Sin embargo, no se pueden evitar las injusticias que hemos resuelto o que contamos con mejores herramientas para resolver los nuevos problemas.
En Nobbot | 250 años de reflexiones del pasado sobre el futuro
Imágenes | Anita Jankovic, Markus Spiske, Maxim Hopman