Vivimos en una sociedad consagrada al éxito. Ya sea en la esfera personal o en la profesional, los ansiados objetivos dominan nuestra vida y no dejamos espacio para el fracaso. Y, sin embargo, el fallo es la estructura más básica de nuestro sistema de aprendizaje; y el camino a ese éxito final, si es que llega, está siempre plagado de errores.
En medio de este mundo abarrotado de casos e historias de éxitos, dominado por sonrientes emprendedores que han construido un imperio de la nada, el psicólogo clínico sueco Samuel West ha construido su refugio. El Museo del Fracaso, en Helsinborg (Suecia), también podría esconder el secreto de la receta nórdica para la felicidad. Hace semanas que abrió sus puertas y su director y dueño lo justifica por la necesidad de dar la vuelta a la forma en que observamos los errores.
-Empecemos por el principio, ¿por qué necesitaba el mundo un Museo del Fracaso?
La principal razón para abrir el Museo del Fracaso es que nuestra sociedad sigue obsesionada con el éxito, pero, sin embargo, nuestra forma de aprender está basada en el error. Todo lo que aprendemos, desde el principio, es gracias a fallar. Desde que aprendemos a hablar, repitiendo y repitiendo cada palabra hasta que la pronunciamos bien. Creo que tenemos que prestar más atención al fallo en sí mismo.
«Hay expuestos 70 objetos, muchos de ellos de corte tecnológico, como Apple Newton, Nokia N-Gage o Twitter Peek»
-El eslogan del museo es que aprender es la única forma de convertir el fracaso en éxito. Suena muy bien, pero ¿cómo lo hacemos?
Es muy complicado aprender del fracaso. No existe una receta única. El problema es que, muchas veces, no es algo que se pueda hacer de forma racional o lógica, con lo cual es difícil implementarlo a nivel corporativo, por ejemplo. Además, es una cuestión compleja porque emocionalmente el fracaso nos hace sentir incómodos.
Cuando fallas, ya sea como individuo o como organización, normalmente el primer pensamiento es no aceptar la responsabilidad, evitar lidiar con el error, pensar que es culpa de otra persona. Por ejemplo, Donald Trump ha demostrado ser un maestro en evitar lidiar con el error. El problema es que siempre se van a cometer fallos y nunca se sacará nada en claro de ellos.
El museo busca ser un espacio de reflexión, un espacio para pensar qué podemos obtener de nuestros fallos.
Betamax y la lasaña de Colgate, ¿por qué falla la innovación?
-Volvamos sobre el museo, ¿cuáles son los fallos más épicos que están en exhibición?
No me puedo quedar con ninguno, soy un nerd de los fallos. Ahora mismo tenemos expuestos 70 objetos, muchos de ellos de corte tecnológico, como Apple Newton, Nokia N-Gage o Twitter Peek [un aparato que solo servía para entrar en Twitter y en cuya pantalla no cabían ni los 160 caracteres]. También tenemos objetos low-tech, como la lasaña de Colgate, la Coca-Cola BlaK, a medio camino entre Coca-Cola y el café, o la colonia de Harley Davidson.
Uno de los más extraños es, sin duda, la máscara facial eléctrica. Da miedo usarla, parece más un objeto de tortura que un aparato de belleza.
-¿Todos son objetos que no funcionaron?
Uno de los hilos conductores del museo es que los productos tienen que haber fracasado como innovación. No me vale el Samsung Galaxy Note 7, que explotaba debido a un fallo en su fabricación y en el control de calidad. Tienen que ser objetos que no cumplen ni por asomo las expectativas con que fueron concebidos.
-¿Y de todos ellos se puede aprender?
Sí, aunque no buscamos que el museo se acabe convirtiendo en historias de éxito, queremos que se conforme de grandes fallos. Aun así, tenemos, por ejemplo, el caso de Betamax, que en sí mismo se convirtió en uno de los grandes errores en la historia de Sony, pero del que la compañía supo aprender para el futuro.
Betamax era un sistema similar a VHS, pero con mayor calidad de imagen y sonido. Sin embargo, fracasó al basar su modelo comercial en acuerdos exclusivos con las productoras y no facilitar su uso para todo el mercado, como sí hizo VHS [desarrollado por JVC]. Menos de 10 años después de su lanzamiento, había perdido la batalla con la competencia.
Poco después, cuando Sony presentó el primer CD, decidió no cometer el mismo error y el formato se acabó convirtiendo en el estándar dominante en la industria musical.
La receta nórdica del fracaso
-Tras haber pasado varios años buscando y analizando estos objetos y sus errores, ¿de qué forma dirías que la innovación puede acabar en fracaso?
No existe una respuesta única, hay muchos factores en juego. Sin embargo, creo que existen dos tendencias que se repiten de forma frecuente. Por un lado, los productos fracasan cuando los ingenieros tienen demasiada influencia sobre el producto final. El producto comercial puede ser tecnología punta, pero si no está pensado para el uso humano, probablemente fracase.
Por otro lado, muchos productos mueren de éxito antes de salir al mercado. Es lo que pensaba que me iba a pasar a mí con el museo (bromea). Si los medios y la publicidad crean unas expectativas demasiado altas y el producto no las puede cumplir, el público se sentirá decepcionado.
El caso histórico más claro es el del Ford Edsel. Antes de su lanzamiento, durante cerca de un año, hubo una intensa campaña publicitaria presentando el Edsel como el coche del futuro. Sin embargo, cuando se lanzó, enseguida llegaron las quejas: era muy parecido a otros modelos de Ford, no gustaba estilísticamente, no tenía potencia y hacía mucho ruido. El resultado, uno de los mayores fracasos comerciales de la industria automovilística.
«Las compañías no son capaces todavía de aprender de sus errores. Es más, la mayor parte de ellas los castigan»
-Con tantos fracasos, parece que el fallo es una parte indisoluble del proceso de innovación.
No solo parece, es así. Lo que pasa es que las compañías no son capaces todavía de aprender de sus errores. Es más, la mayor parte de ellas los castigan. Es cierto que algunas han aprendido a aceptar los fallos, pero solo como algo que no se puede repetir. Casi nadie a nivel corporativo aprende de sus errores.
-¿Y esto sucede por igual en todo el planeta?
Las compañías, de alguna manera, reflejan la cultura del país donde han sido creada. No voy a decir que los países nórdicos tenemos un sistema perfecto, pero Suecia o Dinamarca sí que cuentan con una cultura laboral y empresarial más abierta. No está mal visto equivocarse y no está mal visto decirle al jefe que se equivoca. Hay que intentar que el miedo al fracaso, a ser reprendido por los errores, no frene la innovación.
Un cambio desde la base
-Esta cruzada personal para poner en valor el error, ¿de dónde viene?
Hay dos explicaciones para esto. La primera es que vivimos en una sociedad que glorifica el éxito en exceso. Y me harté. No quería seguir leyendo sobre emprendedores de éxito, mientras el fracaso se relegaba al olvido.
Por otro lado, está la cuestión de que, como investigador, sentía la necesidad de comunicar la ciencia de otra manera, más divertida, sacándola de las revistas serias. Hacía tiempo que venía considerando la creación de un museo para comunicar nuestras reflexiones sobre la importancia de lo errores.
-Se publican constantemente artículos que nos recuerdan que hay que aprender de los errores. Pero, ¿cómo se hace, por qué nos cuesta tanto?
Los errores y el fracaso están ligados a la vergüenza, al bochorno, lo aprendemos así desde que somos pequeños. Incluso cuando pensamos sobre ello racionalmente y aceptamos el fracaso a nivel intelectual, nos es imposible eliminar los sentimientos negativos. Creo que tenemos que pensar en el fracaso como pensamos en el ejercicio físico: no es agradable, pero es necesario.
-Entonces, ¿necesitamos aceptar el error como un elemento positivo en nuestra sociedad?
La innovación no es solo tecnológica, está en todos lados. Hoy por hoy, tenemos graves desafíos a nivel global y local en cuestiones políticas, medioambientales, de integración… Si no aceptamos el fracaso como parte de la innovación, nunca vamos a ser capaces de enfrentarnos con todo a estos desafíos y superarlos.
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Imágenes: Penguin Vision Photography, Sofie Lindberg, Samuel West