Gracias a la psicología social, descubrimos cómo las ideas y sentimientos de otros pueden influir en nuestra forma de actuar.
El psicólogo alemán Wilhelm Wundt fue el primero en hablar a finales del siglo XIX de la ‘psicología de los pueblos’ o, explicado muy brevemente, de cómo se establecen vínculos mentales entre las personas que forman una comunidad. Desde entonces, esta rama de la psicología ha servido para conocernos mejor. Aunque, ¿dónde poner el límite ético en sus estudios?
En España, por ejemplo, el Código Deontológico del Colegio Oficial de Psicólogos prohíbe “la producción en la persona de daños permanentes, irreversibles o innecesarios para la evitación de otros mayores”. Y es que esas prevenciones hacia el sujeto de experimentación no han existido siempre. La historia de la psicología social nos da buenos ejemplos.
Experimentos sociales, individuos al límite
Uno de los casos más famosos es el experimento de obediencia de Milgram. En 1961, este psicólogo estadounidense se preguntó cómo era posible que los líderes del nazismo justificaran sus crímenes alegando que simplemente obedecían las órdenes de otros.
En su experimento, el sujeto de investigación era un ‘maestro’ que debía disciplinar a un ‘alumno’ (un actor que simulaba). Cuando el alumno se equivocaba, un investigador ordenaba al maestro pulsar un interruptor que aplicaba descargas eléctricas a los alumnos.
Las descargas eran falsas, pero los maestros no lo sabían e incluso algunos alumnos llegaron a simular ataques cardíacos. Aunque la mayoría de los maestros se sentían incómodos y los investigadores tuvieron que instarles a continuar, ninguno se negó a hacerlo y un 65% llegó a infligir el máximo de descarga eléctrica, de 450 voltios. Las conclusiones del estudio se recogen en el libro ‘Obediencia a la autoridad’.
Otro de los estudios que ha pasado a la historia de los horrores en experimentos sociales se dio en 1971. El gobierno de los Estados Unidos quería entender por qué se producían disturbios en sus cárceles y el profesor Philip Zimbardo fue elegido para investigar las causas.
Zimbardo reclutó a 24 voluntarios y los clasificó de forma aleatoria como ‘presos’ y ‘carceleros’ y convirtió un sótano de la Universidad de Stanford en una prisión improvisada. En el segundo día de estudio, comenzaron los problemas. Los carceleros fueron volviéndose más crueles y, aunque tenían prohibido el castigo físico, sí utilizaron el psicológico. Por ejemplo, obligaban a los presos a hacer flexiones, les aislaban o interrumpían su sueño.
Algunos de los presos comenzaron a deprimirse y abandonaron el experimento; otros se amotinaron. Los conflictos fueron creciendo hasta que, según dicen, la esposa de Zimbardo visitó las instalaciones. Quedó tan impactada por lo que vio que pidió a su pareja que concluyera el experimento. Iba a prolongarse durante 15 días, pero solo duró seis. Según Zimbardo, demostró que el contexto influye en los individuos y que incluso una buena persona puede obrar con maldad.
Los más crueles, con niños
Los experimentos sociales nos parecen más espeluznantes si los protagonizan niños. La investigación de la que vamos a hablar ahora, por ejemplo, es conocida como ‘El estudio monstruo’. Todo comenzó cuando, en 1939, el psicólogo Wendell Johnson quiso analizar porqué algunas personas tartamudean.
Fueron seleccionados 22 huérfanos, diez de ellos, tartamudos, y se crearon dos grupos en los que se mezclaron niños tartamudos con niños que no lo eran. El primer grupo recibió refuerzo positivo respecto a sus problemas de comunicación. Mientras, al segundo se les castigaba por su tartamudez (independientemente de que los niños la padecieran o no). Al cabo de unas sesiones, los daños emocionales en el segundo grupo fueron evidentes e incluso los niños que no tenían problemas de tartamudez empezaron a desarrollarlos.
En 2007, seis de los niños que participaron en este experimento fueron indemnizados por el estado de Iowa por los daños y secuelas que siempre han padecido. Lo más curioso de este caso es que el propio Johnson era tartamudo.
Por su parte, el experimento de la Tercera Ola es tan conocido que incluso ha sido llevado al cine. Ron Jones, profesor de secundaria, ideó el experimento para tratar de explicar a sus alumnos cómo la ideología totalitarista de los nazis había calado en todo un país.
El primer día, les inculcó la ‘belleza’ de la disciplina: les hacía sentarse de forma ordenada y levantarse antes de responder una pregunta. El propio Jones se sintió impresionado cuando, el segundo día, los alumnos seguían acatando estas normas sin necesidad de corregirles. Decidió continuar con el experimento para ver hasta dónde era capaz de llegar, pero pronto se asustó porque entre los chicos nació un clima de tensión en el que crecían los ‘chivatos’ que denunciaban a quienes no cumplían las normas.
En tan solo cinco días, Jones había perdido el control sobre su experimento. Los alumnos habían ‘adoctrinado’ a otros compañeros del colegio y el movimiento había crecido hacia márgenes que él ya no conocía. Así que el profesor decidió parar ‘La tercera ola’. Reunió a los alumnos y les mostró una película sobre el nazismo. Solo entonces muchos reconocieron sus propios comportamientos.
La paradoja de los experimentos sociales es que su fundamento es el de ayudar al ser humano, aunque, a veces, sus consecuencias sean tan terribles como las que vivió la comunidad de Groenlandia en 1951.
El gobierno danés quería ‘mejorar’ la educación en la isla, así que decidió separar a 22 niños inuit de sus familias para educarlos con familias de las altas esferas danesas. Cuando su formación se hubiera completado, podrían volver a Groenlandia y ‘enseñar’, a su vez, a los habitantes de la isla. Los niños, de entre 6 y 10 años, tenían una inteligencia superior a la media y provenían de las familias más pobres.
Los niños nunca volvieron a reintegrarse con sus familias originarias, sino que fueron enviados a un orfanato. Habían olvidado su lengua materna y sufrían desarraigo en su propia tierra. Muchos de estos pequeños arrastraron secuelas psicológicas durante toda su vida, que les condujeron al alcoholismo o a morir de forma prematura.
Un poco de diversión
A pesar de estos casos tan macabros, el mundo de los experimentos sociales está también lleno de conocimiento, búsqueda de la verdad y, por qué no, diversión. Es hora de quitarnos un poco el mal sabor de boca.
Como con el experimento que puso en práctica el presentador Jimmy Fallon, que llevó al grupo U2 a dar un ‘concierto’ gratis en el metro de Nueva York. ¿La peculiaridad? Que los miembros de la banda iban disfrazados para que nadie les reconociese. ¿Reconoce la gente el talento anónimo o solo cuando este proviene de alguien famoso?
Un experimento que todavía hoy se realiza es ‘El test de la golosina’, creado en los años 50 por el psicólogo Walter Mischel. Se trata de colocar a un niño en una habitación frente a una golosina. Al niño se le explica que puede comer el dulce cuando quiera, pero si es capaz de esperar 15 minutos, como premio, ganará otra chucheria.
Durante 40 años, Mischel estudió el comportamiento de los niños y su evolución a nivel académico y profesional. Y descubrió que los pequeños que eran capaces de resistir la tentación tenían mejores resultados en su etapa adulta. También le resultó muy curioso las técnicas que los niños llevaban a cabo para ejercer ese autocontrol sobre sí mismos, como cantar o mirar hacia otro lado.
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