Los seres humanos dominamos el mundo, o eso nos gusta pensar. Con nuestras máquinas, somos los más fuertes, los más rápidos, los más duros. Y, sin embargo, si lo pensamos bien, la mayoría de nosotros no duraríamos mucho en plena naturaleza, luchando por la supervivencia con el resto de los seres vivos. Pero, ¿y si los humanos tuviéramos una serie de superpoderes que llevan siglos adormecidos?
Al fin y al cabo, hemos conquistado este planeta, cruzando tórridos desiertos y montañas heladas, de la mano de tecnologías muy rudimentarias, similares a las que usan muchos otros animales de la Tierra. Así respondería Scott Carney, un periodista que recientemente se ha lanzado a defender lo que él llama (súper) poderes humanos.
Un manifiesto con base científica
Carney es un reconocido profesional, premiado por varios trabajos de investigación. En su penúltimo libro, A death on diamond mountain, destapaba el fraude de un budista norteamericano, Michael Roach, quien defendía que a través de la meditación podía convertirse en un ángel. Uno de sus seguidores acabó muerto en una cueva de Arizona, deshidratado.
Y sin embargo, en su última publicación, What doesn’t kill us, el mismo Carney elabora un reportaje cercano al manifiesto sobre cómo el control del cuerpo con la mente puede dotar al ser humano de habilidades inesperadas. ¿Por qué este cambio? Porque él mismo lo ha probado, tras conocer al gurú y hombre-récord holandés Wim Hof. Y asegura que funciona.
Para los que ya han levantado la ceja del escéptico, sus afirmaciones tienen poco de nuevo y ya fueron puestas a prueba por la ciencia con anterioridad. Y ya os adelantamos que hay muchas sorpresas. Vamos con los superpoderes humanos.
Control de la temperatura corporal y el sistema inmunológico
Este es el campo en el que Wim Hof es experto y en el que el propio Scott Carney probó con mayor insistencia. Mediante un entrenamiento no demasiado extremo durante un par de semanas, a base de exposición a bajas temperaturas y ejercicios de respiración, Hof (y Carney) aseguran que se puede controlar la temperatura del cuerpo e incluso el sistema inmunológico, siempre y cuando se esté sano y bien alimentado.
Las teorías y prácticas de Win Hof causaron tanto impacto en su Holanda natal que investigadores del Radboud University Medical Centre decidieron ponerlas a prueba. El resultado, publicado en 2014 en Proceedings of the National Accademy of Science (PNAS), es claro. Los ejercicios aumentaban la liberación de epinefrina, que a su vez aumentaba la producción de anti-inflamatorios.
En palabras de Carney, se consigue reducir el temblor causado por el frío y la contracción de los vasos sanguíneos, permitiendo que el cuerpo siga perfectamente activo. Eso sí, no significa que no se sufran las consecuencias del frío a largo plazo, solo que se dejan a un lado los efectos inmediatos para centrarse en otros aspectos más importantes para la supervivencia.
22 minutos sin respirar bajo el agua
Vale, ese el récord Guiness establecido por el danés Stig Sverinsen (aunque, en 2012, el alemán Tom Sietas lo superó en 22 segundos tras pasarse casi 20 minutos hiperventilando con aire muy rico en oxígeno). Aun así, hay gente en el planeta con la habilidad de aguantar la respiración bajo el agua y soportar la presión durante mucho tiempo.
El caso más singular es el de las comunidades seminómadas de pescadores del sudeste asiático. Algunos miembros bajan a más de 20 metros de profundidad y permanecen allí durante varios minutos mientras capturan peces o moluscos.
“Esta habilidad no depende de una diferencia innata con otros individuos, depende del entrenamiento y de la estimulación de determinados cambios en el organismo”, explica Greg Downey, profesor de antropología de la universidad Macquarie de Sidney, en un artículo de divulgación publicado por PLOS.
Es más, este superpoder tiene incluso un nombre científico: reflejo de inmersión de los mamíferos. Según una investigación de la sociedad norteamericana de fisiología, este reflejo, común en mamíferos marinos, ha sido también observado en humanos para reducir la necesidad de oxígeno del organismo.
Consiste en: reducción del ritmo cardíaco, constricción de los vasos sanguíneos periféricos y, en condiciones de profundidad extrema (más de 90 metros en humanos), cambios en el plasma sanguíneo para aliviar la presión en los órganos.
Soportar la altitud
Este poder es quizá más conocido, pero no por ello menos impactante. Los efectos de la altitud y la menor concentración de oxígeno sobre un cuerpo que no está acostumbrado a ella son abrumadores: mareos, vómitos, desmayos… Pero la gente lleva miles de años viviendo en ciudades por encima de los 3.000 metros, como La Paz (Bolivia) o Cuzco (Perú).
La adaptación, sin embargo, no es necesariamente genética. Tras pasar unas pocas horas a mucha altitud, el cuerpo empieza a producir gran cantidad de glóbulos rojos para lidiar con un ambiente bajo en oxígeno.
Además, según un estudio titulado AltitudOmics, llevado a cabo por el centro nacional de biotecnología de Estados Unidos, el cuerpo humano es capaz de recordar esta adaptación tras una experiencia a mucha altitud. Como consecuencia, se adaptará más rápido si se vuelven a repetir las mismas condiciones de bajo oxígeno en el futuro.
Tras prepararse para ello, Scott Carney logró subir el monte Kilimanjaro en 28 horas (la mayoría de escaladores no experimentados tardan una semana). También el alpinista catalán Kilian Jornet lograba hace poco alcanzar la cima del Everest desde el último lugar habitado en 28 horas y sin ayuda de oxígeno.
Ecolocalización humana
Como la vista o el olfato, el sónar es un sentido más de algunos animales, particularmente conocido en delfines o murciélagos. ¿Y los Homo sapiens sapiens?
A finales de los 60, nacía en Californa Daniel Kish. Un tumor agresivo cuando era un bebé le dejó sin ojos y sin vista. Y, sin embargo, él le enseñó al mundo que podía ver o, mejor dicho, ecolocalizar objetos. Era capaz de chascar la lengua e interpretar las ondas sonoras que regresaban tras rebotar en las cosas de su entorno.
Su caso puede ser el más conocido, pero no es único. Ni siquiera hace falta carecer del sentido de la vista ni ser Daredevil para desarrollar esta habilidad. Hace ya casi una década, un equipo de investigación de la universidad de Alcalá de Henares demostró que era posible entrenar nuestra lengua y nuestro oído para ecolocalizar objetos.
Al igual que Daniel Kish, el secreto está en emitir rápidos chasquidos imitando a los delfines (aunque nos es imposible producir los casi 200 por segundo de nuestros primos cetáceos). Según la investigación, la frecuencia del chasquido es perfectamente audible aun cuando rebota en el objeto, cosa que no sucede con la mayoría de los sonidos que producimos.
Un GPS interno
Hoy en día, muchos tienen acceso a dispositivos de mapas y geolocalización en el móvil. En el futuro, puede incluso que no sepamos ir a por el pan sin nuestros smartphones. Por nuestro cerebro que no sea.
Sin alcanzar los niveles de orientación de las tortugas marinas o de algunas especies migratorias, los seres humanos tenemos la capacidad de orientarnos aun sin referencias visibles. Tal como recoge Scott Carney en su libro, se han descrito casos de personas que eran capaces de señalar una dirección o un punto cardinal sin referencias y, claro, sin brújulas.
Un estudio publicado ya en 2006 en la revista Hippocampus señalaba que los taxistas de Londres tenían más desarrolladas algunas zonas del hipocampo que les ayudaban a orientarse mejor y a almacenar gran cantidad de información espacial.
“Podéis empezar con una ducha fría. Aunque sé que eso es lo más difícil que un ser humano puede hacer”, bromea Carney en una charla TED publicada el pasado mes de mayo. Un chiste que, como los estudios científicos señalados antes, resalta una verdad. Un pequeño cambio y un entrenamiento ligero pueden despertar los superpoderes humanos. Están ahí, solo se han quedado dormidos mientras la tecnología y el bienestar no los hacen necesarios.
En Nobbot | Superman es el mejor superhéroe según la ciencia
Imágenes: iStock, Pixabay, Scottcarney.com