El éter no existe. Tampoco los rayos N, los canales de Marte, el flogisto o la poliagua. Por eso sorprende que numerosos estudios científicos serios los hayan mencionado como si se tratase de objetos reales. El método científico es la mejor forma que tenemos para aprender y descartar información falsa, pero esta es persistente debido, en parte, a la miopía científica.
A diferencia de la frenología o la homeopatía, teorías científicas obsoletas (pseudociencias si algún despistado sigue emperrado en usarlas), los conceptos mencionados arriba destacan porque los investigadores afirmaban ver objetos que, en realidad, no existían. Y, como en el cuento ‘El traje nuevo del emperador’, otros investigadores les siguieron el juego.
La civilización marciana que nació de una mala traducción
Schiaparelli era un astrónomo interesado en la observación de los planetas. Recorrió media Europa buscando los mejores observatorios disponibles y durante 1877 estudió Marte desde el observatorio de Brera, en Milán (Italia). Fue en él donde descubrió un conjunto de estructuras que, en realidad, no existían.
La óptica del siglo XIX no era particularmente buena, y Schiaparelli dibujó todo un mapa de Marte fruto de la pareidolia. Allí donde veía manchas claras u oscuras dibujaba mares o tierra. Italiano como era, al observar formas sobre el planeta rojo que le recordaban a ríos usaba la palabra canale en sus artículos científicos. Ahí empezó a torcerse todo.
De hecho, hablaba de toda una red superficial de estos canali (forma plural). El segundo problema apareció cuando, años después, canale/canali se tradujeron mal debido al false friend entre canale (italiano) y canal (inglés). En inglés, la palabra canal hace alusión a una estructura de origen artificial.
Al más puro estilo del teléfono escacharrado, astrónomos como Percival Lowell malinterpretaron, no sin ganas, esta traducción cuestionable, atribuyendo a los canales que no existían un origen alienígena. A pesar de que voces muy coherentes advirtieron del fallo, Percival Lowell siguió adelante y dibujó un mapa de los canales.
Pronto decenas de astrónomos afirmaron ver, no solo canales, también carreteras y otras estructuras. La imaginación dio lugar a una civilización agónica en busca de agua. En un alarde de endogamia e inspirado por Lowell, en 1882 Schiaparelli confirmó su hallazgo y en 1899 el astrónomo José Comas Solá dibujó un detallado mapa de los canales marcianos. La prensa no ayudó.
Durante décadas las ‘magufadas’ se sucedieron en los periódicos, aunque era evidente que en Marte no había canales. Había elevaciones y simas, e incluso casquetes de hielo, pero ninguna estructura artificial. Tampoco alienígenas. Incluso bien entrado el siglo XX se tardó tiempo en corregir el error.
Poliagua, el sudor más caro del mundo
La guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética no estuvo exenta de competiciones resultonas, como la carrera espacial o la búsqueda de la poliagua. La culpa de esto último es de Nikolai Fedyakin, un científico soviético que en 1961 descubrió una sustancia acuosa con un comportamiento extraño. Boris Derjaguin, del Instituto de Química Física de Moscú, se sintió intrigado.
La poliagua, presentada a nivel internacional en un congreso en 1966, tenía unas propiedades más que interesantes. Por ejemplo, se congelaba a ?40 ºC y no ebullía hasta los 150 ºC (750 ºC en algunos experimentos). Científicos de todo el mundo siguieron las directrices para obtener poliagua, de la que se decía que una sola molécula podría contaminar un lago. Los presupuestos se dispararon.
Las oportunidades bélicas de tipo ‘Juicio Final’ aún estaban sobre la mesa (¿una máquina de Von Neumann en forma de agua?) cuando Denis Rousseau, un escéptico científico estadounidense, destapó el pastel. Realizó un detallado análisis espectroscópico de la poliagua y coincidía con el análisis del sudor. Fue uno de los mayores bochornos de ambos programas científicos.
Cuando los científicos dijeron ver los rayos N
La historia de los rayos N podrían haberse quedado como un mero accidente de laboratorio en 1903, pero el físico Prosper-René Blondlot estaba notablemente influenciado por el reciente descubrimiento de los rayos X. Blondlot estaba polarizando rayos X en la oscuridad cuando percibió un destello eléctrico débil. Spoiler: se lo estaba imaginando.
Cuando Blondlot presentó sus datos, solo unos pocos físicos los pusieron en duda. Era una época de optimismo científico y era coherente que los rayos N pudiesen existir. Pero, cuando científicos como como Lord Kelvin, William Crookes, Otto Lummer o Heinrich Rubens intentaron reproducir el complejo experimento de Blondlot, no lograban resultados.
Robert W. Wood, físico estadounidense algo escéptico al respecto, viajó al laboratorio de Blondlot en Nancy (Francia) y demostró que los destellos eran imaginarios, engañando al propio Blondlot. Minutos antes de realizar el experimento, Robert W. Wood retiró una pieza imprescindible para el mismo, lo que no evitó que Blondlot confirmase ver los destellos.
Resultó que habían sido ilusiones ópticas. Decenas de artículos científicos sobre los rayos N (de Nancy, la ciudad de Blondlot) tuvieron que ser corregidos durante los años posteriores. El experimento estaba tan mal diseñado y dependía tanto de las observaciones de destellos en la oscuridad que algunos científicos entusiastas se habían sugestionado a sí mismos y también los habían ‘visto’.
El flogisto, la incendiaria sustancia imaginaria
La pelea científica entre Lavoisier y Georg Ernst Stahl es legendaria, aunque Antoine-Laurent de Lavoisier tuvo la ventaja de no contar con un adversario vivo. Para cuando este último estudió Ciencias Naturales (él inventó la química moderna, por lo que no pudo matricularse en ella), las ideas de Georg Ernst Stahl sobre el flogisto estaban muy extendidas. Todos los daban por sentado.
El flogisto era una sustancia incendiaria (e imaginaria) postulada en 1667 por el alquimista-químico Johann Joachim Becher. ‘Postulada’ significa que se la espera, pero que no se ha dado con ella, como ocurrió en 1964 con el Bosón de Higgs, confirmado parcialmente en 2013. Tuvimos que esperar a que Lavoisier diese un golpe sobre la mesa con su publicación de 1777 para olvidar el flogisto.
El éter espacial, inconsistente
El elemento éter (no confundir con el compuesto químico homónimo) ha sido un verdadero dolor de cabeza para los físicos antes incluso del nacimiento de dicha ciencia. Mencionado por Platón como añadido a los cuatro elementos (tierra, aire, fuego y agua), el éter ocupaba todo el espacio exterior, aprisionando los planetas en un medio transparente en forma de esfera.
Durante mucho tiempo el movimiento en círculos del éter explicó el movimiento de los planetas. Luego, cuando olvidamos durante unos siglos que los planetas giraban alrededor del Sol (Copérnico, nos referimos a ti), el éter fue ‘usado’ por los alquimistas. Entusiasmados, estos habían agregado el azufre y el mercurio a los cinco elementos anteriores.
Fuego, agua, tierra, aire, azufre y mercurio eran fáciles de obtener, pero, ¿cómo se obtenía el éter? Como precursor de la homeopatía, la séptima destilación del alcohol producía esta sustancia, convenientemente convertida en medicinal y que dio lugar al origen de la piedra filosofal. Aunque científicos como Newton o Einstein descartaron estos planteamientos, conservaron otros.
A diferencia de Maxwell, cuyas ecuaciones no necesitaban al éter para transmitir las fuerzas hasta entonces descubiertas, Newton incluyó el éter para cuadrar sus cálculos. Y Einstein admitió que el espacio vacío entre objetos podía considerarse un éter o un ‘algo’, en lugar de un ‘nada’. ¿Quién iba a llevar la contraria a estos genios? Pues lo cierto es que fueron ellos mismos.
Newton dejó de lado que el éter tuviese algo que ver con la gravedad gracias a nuevas herramientas matemáticas y Einstein admitió el concepto de un espacio-tiempo ausente de cualquier tipo de materia-energía. Ambos se equivocaban, pero menos que antes. Así funciona el método científico: despacio, expulsa aquellas teorías que no se sostienen.
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