Se sentía joven y despierto y todos, y todas, decían que se mantenía francamente bien para su edad, pasados ya los cincuenta, sano y ágil, además de enterado y moderno, pero aquel día, el último día, pasó por el despacho de la directora de recursos humanos para recoger los papeles de la jubilación anticipada y un beso regado de parabienes.
Luego, mientras recogía las pocas cosas que se llevaría y ordenaba la mesa que tantos años ocupó, sus compañeros se acercaron para despedirle con cariño, entregarle una brillante tarjeta con el dibujo de dos gatitos, firmada por todos, y un trabajado soldadito de plomo sobre fina peana de madera; una figura de Recaredo I a lomos de su caballo.
Desde que supo que su vida laboral terminaría en aquella empresa de patentes miró hacia otro lado, como si no fuera con él, y continuó con su vida, con su rutina diaria, con toda normalidad, viviendo el presente, sin querer pensar en que la fecha finalmente llegaría y sin ponderar que el tiempo jamás se detiene y que resulta implacable.
Desde que supo que su vida laboral terminaría en aquella empresa de patentes miró hacia otro lado, como si no fuera con él, y continuó con su vida.
Cuando salió, por última vez, de la oficina, se detuvo en la puerta principal un instante, con Recaredo I en una mano y una bolsa de plástico en la otra, la mirada perdida y los hombros caídos, como si en lugar de llevar aquella exigua carga portara el archivo completo de la empresa. Miró alrededor y sintió entonces que una nueva vida se presentaba ante él como el débil puente de madera que cruza un abismo; estaba acostumbrado a mantenerse activo, no había querido pensar antes en qué pasaría después y un montón de dudas y preguntas arribaron de repente, una suerte de torrente que hubiera estado esperando a que las compuertas se abrieran.
Apenas pudo pegar ojo aquella noche y el amanecer le sorprendió con el reloj biológico alterado, porque experimentaba una repentina prisa, un cierto agobio, pero en realidad no se tenía que duchar o afeitar, o elegir la ropa que ponerse, o prepararse la tartera con el almuerzo. El tiempo, de pronto, carecía de sentido y el reloj ya era un personaje secundario, tan inerte y vano como la interminable colección de soldaditos que llenaba las estanterías del salón.
un desierto sin límite
Los días se extendían ante él como un desierto sin límite a la vista. Y esa primera semana apenas salió de la casa; quería pensar que era porque estaba disfrutando de un tiempo de recogimiento hogareño que no había tenido durante años, pero lo cierto es que estaba preso de una mezcla de pereza y desorientación, y ni siquiera la perspectiva de organizar o revisar su preciada colección de figuras de plomo le animaba.
Y esa primera semana no se quitó el albornoz, y no se le ocurrió mejor cosa, por cómoda y accesible, que pasar los días sentado frente al ordenador, que no hay mejor artefacto que distraiga de la pesadumbre o disipe la galbana que un portátil con conexión a Internet.
Durante años, desde el principio, había mantenido cuentas en casi todas las redes sociales; en Facebook, porque le parecía que era una estupenda herramienta para estar en contacto y saber de viejos amigos o antiguos compañeros de trabajo; en Instagram, porque allí subía fotos de su afición favorita, los soldaditos de plomo; y en Twitter, porque creía que era la mejor manera de mantenerse al día y conocer al instante las noticias y las novedades sobre los asuntos que más le interesaban.
un millón de amigos
Él, que era un tipo metódico, de agenda y cuaderno de notas, celebró la aparición de las redes sociales. Entonces, cuando todo empezó, le maravilló, le sedujo sin remedio la posibilidad de encontrar y recuperar el contacto con aquella chica del instituto, o con aquel compañero de universidad o simplemente, comprobar el estado de ánimo de sus amigos y conocidos con tan solo leer o revisar un comentario o una foto. Y de repente tenía mil amigos. Mil amigos. Y pensó que aquella canción de Roberto Carlos, “Yo quiero tener un millón de amigos”, se quedaba bien corta ante su colosal popularidad.
Rastrear y curiosear en las redes sociales le pareció una buena forma de pasar el tiempo mientras pensaba en cómo reorganizar su nueva vida, un entretenimiento tan bueno como cualquier otro que le ayudaría a pasar el duelo, el luto, el periodo de adaptación necesario tras la sacudida.
Sin embargo, pasaban los días y cada vez se sentía más extraño, notó que algo en él había cambiado, que ya no percibía aquella realidad cibernética como antes, que quizá, se dijo, tras lo que había ocurrido, el malhumor había sustituido a la sana curiosidad.
Aquella exhibición de mariscadas, cachopos gigantes, carísimos cócteles o gin-tonics repletos de fruta le parecía una falta de respeto, algo verdaderamente estúpido, injusto e innecesario.
Primero le comenzaron a molestar, tanto como un vecino que tocase la flauta a las seis de la mañana, las fotos de comidas y ágapes en restaurantes o terrazas que sus amigos subían acompañadas de comentarios que pretendían ser irónicos. Sufriendo.
Conocía casos de gente, de familias, que sobrevivían con menús de marca blanca y con apenas unos euros de presupuesto diario para alimentarse, y aquel obsceno espectáculo, aquella exhibición de mariscadas, cachopos gigantes, carísimos cócteles o gin-tonics repletos de fruta le parecía una falta de respeto, algo verdaderamente estúpido, injusto e innecesario.
Y luego le dejó de importar y comenzó a estomagarle la música que escuchaban sus amigos, las playas donde se tostaban al sol, los lugares donde viajaban, los restaurantes que frecuentaban, su ánimo o circunstancia personal, sus preferencias cinéfilas, el tiempo en el que corrían diez kilómetros, los exclusivos conciertos a los que les invitaban, las monerías de sus niños o la extrema felicidad que disfrutaban en sus noviazgos.
cualquier «Juanlanas» es tertuliano
Con Twitter comenzó a ocurrirle lo mismo. Le pareció que cualquier Juanlanas estaba capacitado, avalado por un derecho divino no escrito, para dar su opinión de aspirante a tertuliano de tercera sobre cualquier asunto o tema de actualidad, y creyó que se necesitaba cierto talento o gracia para mantener un muro de interés, y no un muro de las lamentaciones, que no todo el mundo era capaz de contar cosas interesantes ni todo el mundo tenía vidas que pudieran despertar de forma genuina el interés general.
De pronto, él, que había defendido y hasta entonces creía en la democratización y el pluralismo que traerían las nuevas forma de comunicación, estaba deplorando aquella suerte de exhibicionismo en la que nadie parecía tener reparos en contar sus intimidades, desnudarse intelectualmente o mostrar su admiración por Paulo Coelho. Era como si la vida de toda la humanidad no fuera real hasta no tuviese un reflejo, una prueba, en alguna red social; como la paradoja de Schrödinger, en la que nada es real hasta que no se abre la caja. Ni siquiera Instagram, donde compartía su mayor afición, le parecía ya soportable.
Le pareció que cualquier Juanlanas estaba capacitado, avalado por un derecho divino no escrito, para dar su opinión de aspirante a tertuliano de tercera sobre cualquier asunto o tema de actualidad.
Después de pasar un tiempo renegando de todo lo que veía y abandonado bajo su albornoz de felpa entre cuatro paredes, salió por fin de casa. No le quedaba otra, era una cita ineludible, y aunque lo hizo a regañadientes, acudió a la cena de despedida que le habían preparado sus antiguos colegas de trabajo.
Se negó educadamente, balbuceando alguna excusa, a aparecer en las fotografías que allí se tomaron, cuyo destino era el que él bien conocía y que ahora, repudiaba. Después de degustar ricas viandas regadas con buen vino la charla se animó en los postres, en los que, como si de una confabulación se tratará, sus antiguos compañeros le hablaron de las bondades de las aplicaciones para ligar y de las maravillas de las webs de contactos; a buen seguro que, a través de aquellas, iba a encontrar a alguien con quien compartir tiempo y aficiones, amor y compañía, so pena de quedarse solo para siempre rodeado de gatos y bolsas de basura.
Él, que era un tipo tímido y solitario, sin apenas familia, y que empleaba su tiempo libre en coleccionar soldaditos, visitar convenciones, sobre soldaditos, o pasear sin rumbo por La Pedriza, admitió que era una buena alternativa y prometió a sus amigos que le echaría un ojo a tan celebrada y recomendada forma de relacionarse.
Su promesa no fue en vano, ni su interés inmotivado, pues nada más llegar a casa, quizá llevado por el estímulo del alcohol ingerido durante la cena, visitó una de las páginas que sus colegas le habían recomendado. Se peinó, trató de dibujar su mejor sonrisa y se hizo un par de fotos con el móvil; ese día se había arreglado para la cena, así que era la mejor oportunidad para mostrarse elegante, lejos del albornoz del que últimamente apenas se separaba.
barcos sin bandera
Tras cumplimentar cuidadosamente la información requerida en el perfil e ingresar en el sistema, descubrió que, a diferencia de Twitter o de Facebook, en los que reduces tus visitas a la gente que sigues o te interesa, o puedes permitir ciertos grados de privacidad, aquello era un océano en el que navegaban millones de barcos sin bandera conocida.
Lo primero que le sorprendió, tras leer diferentes llamadas de atención, fue saber que los hombres no eran de fiar y se preguntó qué habían hecho estos para despertar semejante despecho entre las mujeres: Quiero un hombre que no mienta. Un hombre que sea sincero. Odio la mentira. Solo buenas personas, que no mientan. Que no me cuenten rollos. Busco persona fiel. Quiero una persona legal y transparente. Busco un hombre bueno para una relación sin mentiras. Que sea un buen hombre, honesto.
Después de comprobar que lo más preciado en una nueva relación es la sinceridad, no pudo más que sorprenderse con las fotos de perfil que allí se exhibían: una encimera de formica, personajes de Disney, posados con el fondo de un expendedor de tabaco o de un contenedor de basura, playas desiertas, parajes desiertos, caminos encharcados, zapatos, rostros retocados por aplicaciones anti arrugas, flashes contra espejos, textos o frases motivadoras o fotos de modelos o actrices; por curiosidad, pinchó sobre una instantánea de Kate Winslet, para descubrir después con espanto que la dueña del perfil también exigía absoluta sinceridad.
Quiero un hombre que no mienta. Un hombre que sea sincero. Odio la mentira. Solo buenas personas, que no mientan. Que no me cuenten rollos. Busco persona fiel. Quiero una persona legal y transparente.
Él, que durante casi treinta años había redactado con atenta pulcritud cientos de informes tecnológicos de patentes, quedó aterrado ante el escaso cuidado que en aquel lugar se ponía en la ortografía, algo que él siempre consideró la mejor tarjeta de presentación de una persona. Descubrió que sincero era una palabra que también podía escribirse como zinsero, sinzero, sinsero o zinzero, y que los signos de puntación, eso que justo establece la jerarquía sintáctica de las proposiciones para conseguir estructurar el texto, no tenían cabida en ese lugar libre de normas de escritura: No busco ser follaamiga de nadie ni exar polvos de una noxe tengo cierta edad ke busco conocer a alguien en serio con ideas claras mentalidad madura con el fin de llegar algo serio no kiero niñato. Me gusta el deporte soy amviciosa y me encanta conseguir retosno me gusta la monotonía y para mi es fundamental el sentido del humor y sociable. Mi lema es karpe dien que no beba mucho cariñoso y poder habrazarlo. Quiero que me agan de reir ir a la plalla.
Por fin, después de sentirse durante unas horas como un viejo bibliotecario bailando reguetón, encontró un perfil interesante que, quizá, podría ajustarse a lo que buscaba: 52 años. Deportista. Funcionaria. Doctorado. Senderismo. Museos. Arte. Coleccionismo. Detesto a la gente intensa, las frases de autoayuda, la mala ortografía y la falta de opinión.
Le costó dar el paso. Pero escribió. Y ella respondió. Y entre ambos surgió una conversación agradable, culta, equilibrada, con guiños irónicos hacia lo que allí, en ese ámbito, ocurría, hacia lo que les rodeaba en aquel extraño universo virtual. Le pareció asombroso lo fácil que resultaba imaginar una posible relación con alguien a quien acababa de conocer por medio de un chat, pero lo visualizaba, y fantaseaba, durante la conversación, con que ambos irían de la mano por el campo, que llevarían una vida ordenada, plena de respeto, y que viajarían juntos, felices, a ferias de coleccionismo.
En los días siguientes al primer contacto mantuvieron numerosas charlas, algunas durante horas. Era como una obsesión y lo primero que hacía, nada más despertarse, era comprobar si ella estaba en línea. Y si lo estaba, no podía evitar sentir celos, no fuera a estar ella picando de flor en flor y no fuera él uno más entre muchos. Hasta que decidieron que había llegado el momento de conocerse en persona.
la primera cita
El día de la cita los nervios también acudieron puntuales a la previa del encuentro y se sintió como un adolescente ante su primera vez, con la inquietud y la inseguridad del que no sabe si pasará una entrevista laboral. Se había cortado las uñas de los pies, rebajado el grosor de cejas y patillas, enjuagado la boca dos veces con Listerine y trató de vestirse con ropa que le diera un aire moderno sin caer en lo juvenil.
Escribió una frágil excusa a través de WhatsApp y desapareció del lugar con la cabeza gacha y el andar ligero. Se dejó llevar sin rumbo por las calles del centro tratando de pensar en otra cosa que le apartase del chasco.
Caminó despacio hasta el lugar acordado, frente a una elegante cafetería; era un obseso de la puntualidad y llegaba diez minutos antes. Pero lo que no sabía es que su cita también lo era y pudo divisar, mucho antes de llegar, a una mujer tecleando en su móvil al tiempo que el suyo sonaba. Era ella, sin duda, por la coincidencia en el envío del mensaje, y por el corte de pelo, pero por nada más, porque lo que él veía era a alguien que en nada se parecía a las fotos de su perfil.
Se apostó tras una esquina y observó como aquella mujer le volvía a enviar un mensaje. Y al momento su móvil sonó. Y el corte de pelo. Y nada más. Y se sintió engañado, no porque tuviera nada en contra de las mujeres orondas y vestidas con túnicas a lo Demis Roussos, se sintió desilusionado porque de pronto, todo lo que había imaginado se estaba desvaneciendo como un azucarillo en leche hirviendo y porque le hubiera gustado conocer toda la verdad: Deportista.
Escribió una frágil excusa a través de WhatsApp y desapareció del lugar con la cabeza gacha y el andar ligero. Se dejó llevar sin rumbo por las calles del centro tratando de pensar en otra cosa que le apartase del chasco, pero acusaba el golpe, estaba esperanzado, había hecho planes. Creía que en esa nueva vida podría disfrutar de una compañera. Qué cosas.
Entró en un bar de los que a él le gustaban, viejos bares de barrio, y se acordó de lo que siempre decía su padre: No me lleves a un teatro, llévame a un bar. Se le había quedado seco el gaznate tras el disgusto y pidió una cerveza. El camarero le atendió con amabilidad y presteza al tiempo que charlaba con otro cliente:
-¿Qué tal la Semana Santa, Mariano?
-¿La Semana Santa? Para mi es Semana Santa todo el año…
-¿Por?
-Porque estoy hecho un Cristo desde enero…
Camarero y cliente rieron a carcajadas. Y él no pudo evitar la sonrisa, y pensó que aquella graciosa anécdota era digna de compartirse en las Redes Sociales, que todos sus amigos se reirían con el chiste, que además era auténtico y vivido, y que aquella chanza no podía quedarse tan solo allí.
Fue, irremediablemente, lo primero que se le vino a la cabeza, compartir. Pero ese día, que era también otro último día, prefirió quedarse aquel momento solo para él.
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